5. El ritual. Parte 1

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25 de enero de 2003.

Había llegado la noche indicada, tras dos semanas de preparación. No había tenido mucho que hacer, tan solo observar por unos segundos unos sigilos hechos con letras en hebreo, todos los días.

Los yaltens también habían obrado su magia, aunque mi madre no me dio detalles. Amanda sí, porque los había espiado. Me contó que se encerraban en el sótano y trazaban los símbolos con forma de insecto en el aire y en el suelo, hasta caer en un trance en el que hablaban en una lengua rarísima y sibilante. Eso me daba un poco de miedo. Bueno, bastante en realidad, aunque ya no podía echarme para atrás.

Ese sábado nos hallábamos en la biblioteca, envueltos por el aroma a polvo, madera y papel viejo. El ambiente se encontraba en penumbras, tan solo iluminado por las luces que llegaban del patio, colándose a través del ventanal. Las sombras de las ramas se veían como unos brazos con garras, estirados hacia los estantes llenos de libros, tal vez buscando algún volumen secreto. Sentí el apretón de mi madre en mi hombro, dándome ánimos. Sin querer, me clavó las uñas, pero no le dije nada.

La oscuridad desapareció en cuanto Teresa prendió las lámparas. Los yaltens me observaban, de espaldas a la entrada a la cámara secreta.

Amanda nos había acompañado solo hasta ahí, porque no tenía permitido entrar. Era un hechizo peligroso, incluso con todas las medidas de protección que habían tomado los yaltens. ¿Qué me esperaba cuando se abrieran esas puertas? Tragué saliva.

—¿Estás listo? —preguntó Teresa.

Mi madre, tal vez ansiosa, me empujó levemente hacia adelante.

—Sí —dije, con la voz rasposa—. Hagámoslo.

Amanda vino rápido hacia mí y me abrazó con fuerza. Me conmovió. A pesar de que nos conocíamos hacía poco, se había encariñado conmigo y se preocupaba por mí. Yo también la quería mucho. Me soltó y salió caminando rápido de la biblioteca con expresión seria.

—Vamos —insistió mamá.

Los yaltens se giraron y abrieron las puertas de la cámara secreta. Las luces de las escaleras se encendieron y bajamos en silencio. Estaba incómodo. Todavía sentía pinchazos en el pecho porque había tenido que depilarme para el ritual. Fui hasta el centro del ambiente de paredes grises, con lámparas que no llegaban a despejar las sombras en las esquinas. Me senté sobre una colchoneta y sentí frío incluso antes de sacarme la remera. Giuseppe y Roque fueron a buscar algo a los estantes y luego se sentaron conmigo, uno frente a mí y el otro a mis espaldas. Con unos pinceles, comenzaron a trazar unos sigilos con tinta oscura en mis brazos, mi espalda y mi pecho. Me producían escalofríos. Cuando terminaron me observé: las figuras se veían bastante bien, como si fueran unos tribales.

Esperé a que se secaran y me acosté. Los yaltens formaron un círculo a mi alrededor y extendieron los brazos. Desde donde me encontraba podía ver a mi madre, que estaba en la dirección a la que daban mis pies. A mi izquierda tenía a Teresa, a mi derecha a Giuseppe. Roque había quedado atrás, cerca de la pared hacia la que apuntaba mi cabeza, y no podía verlo.

Mi madre cerró los ojos y sentí esa extraña fuerza que emanaba de sus cuerpos cuando aparecían los trajes mágicos. Luego comenzó el hechizo: se manifestó un vapor rojo, que giraba entre ellos como una serpiente ágil, enroscándose por momentos en sus cuerpos. Empecé a ver chispas de luz delante de mis ojos.

Luego escuché un siseo sobre mí: provenía de una nube violeta, que apareció suspendida a un metro de mí, aproximadamente; dentro de ella se movían figuras geométricas tridimensionales, hechas de luz blanca, que cambiaban todo el tiempo.

De pronto, me sacudí de forma involuntaria. Ahí fue cuando me dominó el miedo. Miré hacia un lado y hacia el otro, donde se hallaban Teresa y Giuseppe, con los ojos cerrados. Un brillo titilaba al recorrer sus capas rojas, sin lograr cubrirlas por completo. Las formas venosas en sus armaduras se hincharon, mientras los símbolos con forma de insecto giraban a su alrededor, antes de salir disparados hacia la niebla roja. Una vez sumergidos en ella, se disolvían.

La nube violeta sobre mí creció y dejé de sacudirme. Sentí un cosquilleo constante, que se concentraba en los tribales pintados sobre mi piel. Estos parecían moverse como los tentáculos de un pulpo sobre mi piel. Los miré una y otra vez pero seguían quietos.

El siseo aumentó, también la velocidad del vapor rojo que serpenteaba ente los yaltens, justo en el momento en que logré observar algo detrás de mi madre. Eran como unas columnas inmensas de fuego transparente, detrás de las que se sacudía una cosa mayor, inmensa... viva. Al principio la vi como una galaxia incolora, después me pareció que era un ciclón de fuego traslúcido.

En un momento, surgieron brillos y sombras en ella y aparecieron sus colores: llamas blancas y negras, por momentos entrelazándose para crear otras de tonos grises, siempre girando muy rápido. Formaron un rostro inmenso, luego unos brazos y manos que se aferraron a las columnas. Aquel ser abrió sus ojos y su boca y empezó chillar con una furia cósmica.

No sé cuándo me di cuenta de que yo también gritaba, sin parar. Los yaltens resistían. Los tribales en mi piel quemaban. La nube violeta entró en mi pecho y se expandió por el interior de mi cuerpo hasta salir y envolverme en una burbuja. Sentí a las geometrías tridimensionales moviéndose por mis órganos y mi aura. El techo de la cámara desapareció: sobre nosotros había estrellas y galaxias, recorridas por espíritus hechos de llamas incoloras, que se movían alterados, observándonos, separados de nosotros por un campo de fuerza.

En medio de todo ese caos, se impuso la voz de mi madre, que exclamó:

—¡Por el poder de la sangre de San Yalten! ¡Por las fuerzas arcanas del cosmos! ¡Por el poder que nos dio el vacío! ¡Obedece a nuestra voluntad!

El gigante encarcelado hizo un chillido aún más fuerte y luego se calló. Lo último que vi fue una avalancha de llamas blancas y negras que descendían de él hacia mí.

Somos Arcanos 3: El Fantasma de Costa SantaWhere stories live. Discover now