5. El falso banquete

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Mientras tanto los demonios malsanos en la atmósfera

Se despiertan pesadamente, como gentes de negocios,

Y golpean al volar los postigos y el alero.

EL CREPÚSCULO, Charles Baudelaire



Rojo. Todo alrededor de Lucienne era rojo, un rojo carmesí brillante, lujurioso. Percibía un suave perfume de rosas, una fragancia delicada y femenina. Sensual, sin llegar a ser agresiva.

De repente, Lucienne se dio cuenta de que se estaba moviendo. Y además, no estaba solo. Solo se veía a sí mismo y a la persona que estaba junto a él. Algo le impedía alzar la mirada más allá de sus cuerpos: su propia voluntad. Él quería hacerlo, pero, al mismo tiempo, se negaba.

La otra persona era un hombre. Lucienne pudo ver su pecho fuerte, sus brazos nervudos y parte de su cuello pálido. Todo en aquel hombre era pálido. Y Lucienne sabía que su rostro también lo era, a pesar de que no podía verlo.

Se irguió y rodeó al hombre con los brazos. El sujeto hundió la cabeza en su cuello, lo mordió con delicadeza, y Lucienne separó las piernas y se abrazó a su cintura. Entonces, descubrió que no era Lucienne.

Estaba en el cuerpo de una mujer.

Sus brazos eran esbeltos y finos. Sus manos, de dedos largos y elegantes, lucían unas largas uñas pintadas de negro. Cuando el hombre pegó su cuerpo al suyo, Lucienne sintió la presión que el pecho de éste ejercía contra sus senos desnudos. A pesar de que no podía ver sus ojos de diferentes colores, él sabía que el hombre era Absalón.

Lucienne saltó de la pesadilla como un misil disparado de un cañón. Con el corazón acelerado, se sostuvo el pecho y miró a su alrededor.

Estaba en la habitación del décimo piso. A su lado, Absalón dormía silenciosamente, tan quieto como un cadáver. Lucienne se mordió el labio. Los recuerdos en su cabeza eran como peces en un mar frío y turbulento. Sabía que algo había sucedido. Sentía la filosa aguja de la culpa merodeando por su cuerpo, en busca del sitio adecuado donde clavarse.

¿Qué había ocurrido en la fiesta de Milagring?

Le dolía la cabeza.

Se irguió y miró por la ventana. El día ya había pasado, anochecía. El cielo se había pintado de un vomitivo color naranja, el sol era tan solo una masa luminosa de luz agonizante que se perdía en el horizonte. Lucienne se levantó de la cama y permaneció frente a la noche durante lo que le pareció una eternidad.

Observó el cielo oscurecerse hasta teñirse de un triste violeta grisáceo, contempló el sol morir desangrado entre las nubes asesinas. Por algún motivo extraño, le causaba placer devolverle la mirada a la noche. Una brisa perezosa le acarició las mejillas e hizo bailar las viejas cortinas. Lucienne las acarició distraído, tratando de recordar.

La otra orilla del abismo - Ganadora #PreLGBTOù les histoires vivent. Découvrez maintenant