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Cruel Summer

"He looks up, grinning like a devil
It's a cruel summer
It's cool, that's what I tell 'em
No rules in breakable heaven..."

Después de aquella conversación sobre Riot Rowell, no pude evitar necesitar distancia. No porque me asustara, sino porque todo lo que él traía consigo me descolocaba. Había dejado dormir en mi departamento a un chico que vendía drogas clandestinamente. No lo juzgaba —hipocresía no era algo que pudiera permitirme—, pero sí era consciente de que podía meterme en problemas, y esa era una posibilidad que Caín no iba a dejar pasar por alto.

Esa tarde, Caín había hecho demasiadas preguntas con ese tono que combinaba preocupación con celos apenas disfrazados. Yo respondí lo que sabía: que Riot Rowell era mi vecino, que lo conocí en una noche que preferiría no recordar, y que no, no había pasado nada. Al parecer, eso le bastó. O al menos, fingió que le bastaba.

Ahora estábamos en un restaurante italiano pequeño, a unas pocas calles del campus. Uno de esos lugares escondidos entre calles de ladrillo rojizo y faroles bajos, con manteles blancos, velas en cada mesa y camareros que hablaban más italiano que inglés. La cena esa noche iba por cuenta de Caín, según él, como disculpa por "haber sido un poco intenso".

Sus piernas estaban ligeramente inclinadas hacia mí, su atención centrada completamente en lo que yo decía. Sus ojos azules recorrían mi rostro como si intentaran memorizarlo. Y aunque yo no quería admitirlo, me gustaba cómo me miraba. Me hacía sentir como si fuera algo valioso, no solo deseado.

El ambiente estaba cálido. Las luces tenues, el murmullo suave del lugar, el vino rosado que había pedido sin pensar demasiado. Todo conspiraba para que me relajara. Y aunque no estaba segura de mis sentimientos, de si él me amaba o si yo a él —si eso que sentíamos podía llamarse amor—, había algo reconfortante en su presencia. Caín siempre había estado allí, como un punto fijo en medio del caos.

La atención que me daba... era peligrosa. Porque me gustaba demasiado.

Y porque empezaba a necesitarla.

—Y sabes, igual no puedo ser amiga de alguien que tira de su cabello al estar feliz —dije.

—¿Quién tira de su cabello al estar feliz?

Él eleva una de sus cejas dejando una servilleta ahora en forma de bolita sobre el plato vacío.

—Exacto —respondí dándole un sorbo a mi jugo .

—Isabella, ¿de dónde sacas que alguien feliz hace eso? —se ríe. Luego se dedicó a limpiar una manchita de comida en mi blusa— ¿Quién te dijo eso?

—Hmm, ¿recuerdas al señor Robert? ¿Recuerdas a su secretaria?

—La rubia.

—Sí, ella estaba en su silla y gemía mientras se tocaba el cabello y hacia esas cosas raras como si quisiera arrancarlo —dije. Y luego añadí—: Ella dijo que estaba feliz porque había recibido un aumento.

Él suelta una carcajada.

—Dios, eso es. No debería reírme, pero lo haré. —y luego volvió a reír, intentaba hablar, pero volvía a reír—. Ella definitivamente estaba feliz.

—Sí, el señor Robert salió debajo del escritorio después —dije ladeando un poco la cabeza y luego negando—. Así aprendí un gesto de la felicidad.

La puerta se cerró detrás de nosotros con un suave clic. Afuera, Manchester seguía envuelta en esa mezcla de luces de neón y humedad urbana que siempre parecía dejar un rastro melancólico en el aire. Dentro del departamento, sin embargo, todo era tibieza.

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