9. Aprendiendo en el infierno

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A las orillas del río Hudson había crecido un enjambre de edificios de ladrillo rojo, apretados los unos con los otros. Entre sus pequeñas ventanas se cruzaban metros y metros de tendederos, de los que colgaban sábanas pardas y ropa remendada, que como si de una intrincada tela de araña se tratase, atravesaban el oscuro cielo. 

—¿En qué zona de la ciudad estamos?—preguntó Elizabeth, recorriendo cada rincón de aquellas calles con la mirada. Los mercados exteriores y toda la vida que pudo haber habido cuando el sol aún reinaba ya habían desaparecido a aquellas horas de la noche. El panorama era desolador, y aún más, la sensación de inseguridad perenne que predominaba en el ambiente.

—Hell's Kitchen.

En su sano juicio, Elizabeth jamás hubiese puesto un pie por placer en ese reducto de marginalidad y crimen, que tantas páginas le había visto ocupar en el Gotham Times. Pero no fue ella quien decidió a dónde ir después de su cena de negocios con Vittorio, sino él. En silencio, y sin querer desvelar su destino, el señor Puzo aparcó su elegante Cadillac negro a las afueras del barrio y ofreció a Elizabeth un paseo que no pudo rechazar.

—¿Por qué me ha traído aquí?

Mientras Elizabeth le formuló la pregunta, Vittorio tomó su cajetilla plateada donde guardaba los cigarros para tomar uno. Ella reparó en que el hombre fumaba muy a menudo, al menos, cuando estaba en su compañía. No era de extrañar que su característico aroma se compusiese de un intenso y delicioso perfume amaderado, mezclado con el olor al humo del tabaco que consumía de forma habitual. 

—Puedo oler su miedo—con un aire distraído, la llama del encendedor de Vittorio prendió el extremo del pitillo, y una humareda cubrió su rostro durante unos instantes.

—Nueva York aún sigue impresionándome, es muy diferente a todo lo que conozco.

—Acostúmbrese, esta jungla es mucho más que la calle que se ha dedicado a subir y bajar en el tiempo que ha estado viviendo aquí.

Una jungla, así era como Vittorio concebía a la ciudad que nunca duerme. No iba mal encaminado, ya que cada vez parecía ser más claro que en aquel enclave que miraba hacia el Atlántico, la ley del más fuerte era la única que imperaba para poder sobrevivir. Él parecía tenerlo muy claro, y Elizabeth iba conociendo poco a poco la cruda realidad.

—No me ha respondido.

—Usted a mi tampoco.

La joven miró a Vittorio, quien, con los ojos clavados en el final de la calle, caminaba con total tranquilidad. La realidad era que Elizabeth comenzaba a sentirse algo inquieta. Vittorio quería enseñarle algo... ¿pero qué era? A lo largo de su silencioso paseo, la pareja se cruzó con varios perros rabiosos, almas cansadas que volvían a casa después de una indecente jornada de trabajo y gente que no parecía conocer otro hogar más allá de las esquinas resguardadas en las que descansaban al raso. Lejos quedaba la Nueva York de las luces de Broadway, los elegantes abrigos de piel y las manzanas de caramelo de la Quinta Avenida. Hell's Kitchen, como muchos otros degradados barrios neoyorquinos, era la máxima representación del futuro soñado, la dura realidad y la oportunidad perdida. 

El señor Puzo finalmente se detuvo. Lo hizo frente a un destartalado edificio de viviendas, con cuatro alturas y un estado de conservación lamentable, posiblemente debido a la pobreza de sus materiales de construcción.

—Este es mi barrio. Esta, mi calle. Y este—Vittorio señalo la construcción con la cabeza—. El edificio donde pasé mis primeros años en América.

Elizabeth observó el edificio, en silencio y permaneciendo junto a Vittorio. Captó cada detalle con la vista, y también con el olfato, aspirando el intenso y extraño olor que predominaba en la zona, la cual parecía no disponer de servicios de limpieza suficientes.

ÉxtasisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora