Cher sonrió con genuino interés.

—Eres rara, pero honesta. Me gustás.

—Gracias. Yo aún estoy evaluando si ustedes son peligrosas o simplemente ruidosas.

—Ambas —dijeron al unísono.

El sol de media tarde les daba un brillo dorado, y en medio de sus risas, de sus conversaciones sobre chicos y zapatos, había algo reconfortante. Yo no entendía del todo sus códigos, pero tampoco me sentía excluida.

Estaba aprendiendo. A su ritmo. Al mío.

Una emoción desconocida —probablemente ternura, según las fichas que Caín me había dejado— me apretó un poco el pecho. Pero no lo dije. Simplemente me quedé ahí, en silencio, con ellas. Tal vez eso también era pertenecer.

—¿Sabes que Miriam James dice que se besó con Caín? —preguntó Allison, como quien lanza una bomba sin medir el radio de destrucción.

—Son las primeras personas con las que hablo aquí. Rowell no cuenta como persona —respondí, llevándome el vaso a los labios—. De todos modos, si se lo besó... es su problema. O su hepatitis.

Cher soltó una risa nasal mientras sacaba su teléfono.

—Bien. No mires atrás, pero Caín McFeller viene y parece un toro —anunció con tono de comentarista deportivo.

Inmediatamente me giré. Sin disimulo. Sin miedo. Ensayé durante semanas esa expresión de desagrado que vi en una actriz francesa en una película existencialista. La apliqué con precisión quirúrgica.

Parece que su concepto de "darte espacio" equivalía exactamente a siete días. Qué generoso.

Me puse de pie con la dignidad que solo alguien emocionalmente limitada puede tener. Cher y Allison lo entendieron. Alzaron las manos en gesto de despedida como si supieran que esto era una escena que necesitaba terminar sin testigos.

Comencé a caminar en dirección contraria. Paso firme. Barbilla alta. Peligrosamente cerca del sarcasmo existencial.

—Yo solo acepto tóxicos imaginarios como Barney Stinson —murmuré para mí—. O rusos inalcanzables como Ilenko Romanov. Esos son válidos para el Dr. Robert. Los reales no.

La mano de Caín McFeller cayó sobre mi hombro.

—Isabella —dijo, y mi nombre salió de su boca como si le doliera, como si fuese una maldición antigua.

Me giré, lentamente, como si fuera la protagonista de una tragedia griega con prescripción psiquiátrica.

Lo miré directamente a los ojos, analizando todo: la contracción de su mandíbula, el ligero tic en la ceja izquierda, el modo en que sus dedos se cerraban en puño y luego se aflojaban. Todo era una mezcla de ansiedad reprimida y culpa a medio cocer.

Yo no sentí nada. Pero sabía que esto debía significar algo.

—No hagas esto frente a todos, Caín —le advertí con la voz baja, afilada. No necesitaba gritar para cortar el aire.

—¿Hacer qué? —preguntó, fingiendo ignorancia con esa sonrisa estúpida que parecía grabada en su rostro desde que nació.

Tenía tantas ganas de borrársela. Un puño directo en su nariz podría ser más terapéutico que todas las sesiones con el Dr. Robert. Quizás así se le alineaban las neuronas o, en el mejor de los casos, se le reseteaba el sistema.

—Venir tras una chica que no quieres, que te avergüenza —le espeté—. Y justo cuando decido vestirme como quiero, uy, aparece tu mamá imaginaria llamándote para que huyas de la vergüenza.

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