—¿Y él dejó de traducir?

—Sí. Empezó a hablar más, a pedir cosas. Emociones más verbales. Y yo... colapsé. Me sentí como una máquina que recibe demasiadas órdenes al mismo tiempo.

Robert asintió lentamente.

—Amar con alexitimia no es menos real. Solo es diferente. Pero incluso lo diferente necesita acompañamiento, paciencia. Nadie puede sostenerlo solo para siempre.

Me senté en el suelo, rodeada de platos y tazas. Había uno con pequeños relieves dorados en forma de espinas. Lo sostuve en silencio.

—Quiero que esta casa se sienta mía. No de los dos. Pero no puedo evitar pensar en él en cada objeto. Me enseñó a habitar los espacios, a darles sentido.

—Entonces dale sentido a este también. Pero con tu lenguaje.

Lo miré desde la pantalla, frunciendo el ceño.

—¿Estás seguro de que eres psicólogo y no guionista de películas independientes?

—Estoy seguro de que necesitas comer en algo que no parezca arma homicida. Elige la vajilla sin trauma proyectado.

—Ya no sé si me estás analizando o humillando con clase.

—Ambas cosas. Es lo que hago mejor.

Robert hojeaba algo fuera de cámara cuando levanté otro plato. Este tenía pequeños detalles en azul cobalto, como si alguien hubiera dejado pinceladas descuidadas pero hermosas.

—¿Y este? —pregunté, girándolo frente a la cámara—. Parece que lo pintó un artista deprimido con buen gusto.

Robert volvió a la pantalla, ladeando la cabeza.

—Ese me gusta. Tiene personalidad. Como tú, pero sin el trauma no resuelto.

—Es bueno saber que al menos un plato en casa tendrá estabilidad emocional.

Lo dejé a un lado, separándolo del resto.

—Lo elijo. Fin de la odisea. Que se jodan los platos blancos. No quiero cenar en algo que parezca el alma de mi terapeuta.

—Elegiste bien. Ahora solo falta que recuerdes comer en ellos.

—No me presiones, Freud.

Él se rió y bebió un sorbo de su té.

—Te dejo entonces. Recuerda que esa casa es tuya, no una réplica emocional de lo que perdiste.

—Lo sé —asentí—. Y gracias, por... no hablarme como si estuviera rota.

—No lo estás. Solo estás reconfigurándote.

—Genial, sueno como una tostadora.

—Una tostadora con buen gusto en vajilla.

Me quedé un momento mirando el plato azul entre mis manos, como si contuviera algo más que porcelana.
Tal vez un comienzo. O al menos, un lugar donde apoyar lo que quedaba de mí sin que se rompiera.

Evité a Caín. Evité a Riot. Como si fueran virus altamente contagiosos y yo una paciente inmunodeprimida sin interés en recaídas emocionales. Y así fue el día siguiente, y el siguiente, y el siguiente. Un patrón monótono, metódico, terapéutico.

Y aunque estaba sola —o precisamente por eso—, una extraña sensación de paz había empezado a colarse en mi vida como una melodía ambiental sin letra.

Me mantenía en contacto con mi hermana menor. Ella hablaba rápido, se reía por cualquier cosa y tenía una lista de nombres en su vida que no paraba de crecer. Verla así, tan llena de luz, me hacía pensar en lo que alguna vez fui, o en lo que aparentaba ser. Nunca lo he tenido del todo claro.

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