Pero él no se movió. En cambio, me tomó el rostro entre sus manos grandes. Su mirada estaba cansada, o dolida. O quizás solo borracha.

—Si estás reaccionando así, es porque algo estás sintiendo, aunque no lo sepas nombrar —susurró—. Es un gran avance, Bella.

Lo único que pensé fue:

¿Cuándo le hice ese chupete?

Era rojo, reciente, y perfectamente visible bajo el cuello de su camisa. No era mío. Y si hay algo que detesto más que las emociones... es la mentira.

—Me estás engañando —solté.

—¿Qué? No...

Le toqué la marca con el dedo índice. Fruncí los labios. Miré al techo.

—Eso no lo hice yo. No soy de esas.

Di media vuelta y me alejé hasta la cocina. Caminé lentamente como si protagonizara un videoclip trágico. Si alguien ponía "My Tears Ricochet" de Taylor Swift de fondo, esto quedaba perfecto.

Porque, aunque no podía llorar, aunque no podía identificar lo que me carcomía por dentro, algo se había roto.

El ambiente aún olía a ansiedad masculina y perfume caro. Riot seguía de pie, mirándome como si esperara que lo absolviera de una culpa que yo ni siquiera entendía. Caín, en cambio, estaba instalado en su postura favorita: la del mártir redimido que cree que mis palabras son parte de un teatro emocional. Spoiler: no lo son. Nada lo es.

—Bueno, Romeo y Mercucio —dije, girándome hacia Riot—. Uno de ustedes debería largarse. Y como tú —señalé a Riot— ya usaste mi baño, mi sofá, y probablemente mi jabón de lavanda sin permiso, supongo que es tu turno de desaparecer con dignidad.

Riot soltó una risa seca. Su sombra parecía más grande de lo que era, pero su voz se había vuelto delgada.

—Volveré, gracias por dejarme quedar.

—Oh, claro. Solo avísame para esconder mis cuchillos de cocina —respondí, girando los ojos.

No dijo más. Se fue sin dramatismos, como un fantasma educado. Escuché la puerta cerrarse con un clic. En cuanto desapareció, mi apartamento pareció respirar. Yo, no tanto.

Caín, por otro lado, seguía ahí. Se quitó los zapatos —como si fuera su casa, el muy imbécil— y se tiró de espaldas en mi cama como si el colchón pudiera borrar su historial emocional. Lo observé en silencio. Luego cerré la puerta y caminé hasta tirarme junto a él. No porque quisiera. Porque era inevitable.

—¿Vas a hablar de política también? —pregunté mientras me acomodaba—. ¿De cómo el sistema oprime a las almas sensibles con traumas sexuales y necesidad de validación externa?

—No. Pero ya que lo mencionas... —empezó.

—Ah, por favor, Caín. No soy el Senado. No puedes convencerme con discursos y promesas vacías.

Él me miró, casi con ternura. La misma ternura con la que se mira a un gato salvaje que podría morderte en cualquier momento. Y tal vez por eso me quedé.

—Sabes que no me afecta —dije, mirando el techo—. No puedo sentirlo. No lloro, no dramatizo, no rompo cosas. Tengo un vago recuerdo de lo que es el dolor, como cuando intentas recordar un sueño viejo. Pero eso no significa que no sepa lo que valgo.

Me giré de espaldas a él.

—Vamos a terminar.

Hubo un silencio. Y después, una de esas frases que parecen robadas de una película barata de amor:

Empty (1)Where stories live. Discover now