Prologo

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El pasto verde sin cortar, una vaquita de san antonio posada en una hoja, pájaros dormitando en una rama seca, el viejo roble se tuerce hacia un lado, hacia adentro, quedando en el campo visual del espectador. Y una niña. No esta sentada, ni parada. Tampoco colgada de una rama. La niña tiene...

- ¡Alas! -exclamó Galileo, y su hermana lo observó asombradísima.

- Hermanito, sos sin duda el más observador de la familia -dijo ahora con orgullo.

Y es que era cierto, pues su visión de niño lo favorecía a la hora de interpretar las pinturas de Amalia. Tal como decía, la niña tenía alas. No nubes como había dicho la Señora Mazzello, ni paracaídas como había sugerido el Señor Irrazabal, que era aviador. Ni siquiera la madre, que era una poeta nata supo decirle qué eran.

- Pero vos, vos con esos hermosos ojos marrones, con esa mirada perdida que tenes siempre, con discimulada agudeza, pudiste ver mi verdad. Porque todas las otras suposiciones eran correctas -explicó con el índice aputando al techo y graciosos aires de poeta-, pero no concordaban con mi punto de vista, con el cual creé mi pintura.

Con el que creaba, por supuesto, todas sus pinturas. A Amalia le alegraba saber que alguien comprendía su forma de ver el mundo y más que fuera su hermano quien lo hiciera.

Movía exajeradamente las manos, como los actores del teatro más cercano, el que ella visitaba solo un día al año y que hacían de su vida una interpretación constante.

Galileo no le quitaba los ojos de encima al cuadro que tenia ante sí. La mas reciente creación de su amada hermana. La admiraba ciegamente y confiaba en ella ante las adversidades, que a su corta edad de 10 años se reducían a las metidas de pata y travesuras que Amalia se veia en la obligación de cubrir.

En apariencia eran casi iguales, a excepción de la compocisión física eran muy similares. Amalia no era una preciosidad pero podría asegurar que, cuando quería, era bonita. La forma de su cara era muy agraciada, con unos enormes ojos marrones que desbordaban inteligencia al dirigirles la mirada. Su cabello era completamente lacio y castaño, aunque con el sol del verano se tornaba de un rubio acaramelado. Ambos se asemejaban a su padre, fallecido en una terrible guerra.

En ese momento su madre atravesó el umbral que unía ese pequeño living con la cocina. Traía puesto un hermoso vestido azul que provablemente molestaba para caminar y que indicaría la proximidad de un importante evento. Su pelo, negro y rizado por los ruleros resaltaba su hermoso rostro y se sacudía al caminar.

- ¡Mamaaa! -el niño se arrojó en sus morenos brazos y le quitó la masita de la mano. Se la zampó en un segundo.

Ella rió y besó a su hijo en la mejilla.

- Tranquilo, Gali, que hay muchas más. Andá a la cocina, tengo que hablar con tu hermana.

El Secreto de las LuciérnagasWhere stories live. Discover now