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Diario del rey —nota 1—:

"Te hubiera dado todo el amor del mundo y la vida que una reina merece".

Cada año, cuando inicia un nuevo ciclo lunar, la realeza, la nobleza y la plebe se reúnen en la amplia plaza del centro. Es un evento muy importante, esperado por cada uno de los habitantes de Agustina, el reino en el que nací y en el que moriré. Esta gran celebración se caracteriza porque la diosa Luna escoge a las parejas predestinadas y, como el rey Alfa acababa de cumplir los dieciséis, este año se conocería qué Omega sería la o el afortunado.

¿Y yo?

Mi nombre es Jimena, Omega de nacimiento e hija de una pareja de humildes panaderos, así que no poseo un apellido. Además, como la mayoría de los pueblerinos, no he recibido educación, ya que esta se limita a los miembros de la aristocracia. No obstante, he aprendido los placeres de la danza, pues la diosa Luna me entregó ese don. Cada Omega y cada Alfa poseen un don, el cual se manifiesta en la presentación, mientras que los Beta no tienen esta característica. De igual forma, solo Alfas y Omegas tienen parejas predestinadas y un olor único. En mi caso, mis padres dicen que huelo a pan recién horneado y canela.

—¡Qué pase el siguiente en la fila! —gritó un guardia, quien se hallaba en la entrada de un lugar que solo me causaba repugnancia.

¿Dónde estoy?

Bueno, como al día siguiente sería el gran evento, hoy, los pobladores que necesitamos apoyo del rey hacemos fila, le damos un presente y le solicitamos alguna ayuda. Así que, sí, estoy en la entrada al palacio, frente al Alfa Gonzalo de Agustina.

—Su majestad —saludé, arrodillándome y depositando un gran pan de frutas recién horneado, elaborado con las mejores cosechas de la temporada—, me presento para solicitar su apoyo con este humilde presente.

—Cuénteme su problema —contestó, con su voz grave y ronca, tan intimidante y firme.

—Los campesinos que proveen a la panadería de mis padres de frutas están pasando hambre, así que han elevado sus precios. Son demasiado altos, su majestad. Agradecería su sabiduría para solucionar esto.

—Míreme a los ojos, Omega —ordenó. Entonces, me levanté y observé sus pupilas verdes.

¿Por qué me pidió alzar la mirada? Un Omega no tiene el derecho de hacerlo.

El rey sonrió y liberó un poco de su aroma, menta y pistachos. Realmente logró alterarme. Era fresco pero intimidante, todo el olor de un señor poderoso. Sin embargo, lo odio, odio tanto este olor, odio tanto a este maldito rey.

—Me encargaré de que los campesinos no suban sus precios —afirmó sin titubear.

—Ellos mueren de hambre, necesitan ayuda en las cosechas y que el impuesto se reduzca —me atreví a sugerir, aunque no estaba en mis manos.

Alzó una ceja y acomodó su cabello rubio, con cuidado de no hacer caer su corona de oro. Parecía que se regodeaba en su riqueza, dando a entender que este problema no le concernía.

—Omega, ¿usted qué haría para que yo, su rey Alfa, siguiera su propuesta? —dijo, con la misma sonrisa que de hace unos momentos atrás.

Tengo ganas de golpearlo.

—Le traeré más pan para su mesa —contesté, rechinando los dientes y sin bajar la mirada. Entonces, sentí cómo sus ojos estallaron en llamas, retándome, claramente, esperaba más de mí, que me lanzara a sus brazos para llorar y rogar apoyo, como todos los cobardes pueblerinos.

—Puede retirarse. Veré qué puedo hacer —dijo finalmente, aunque yo sabía que su promesa era falsa, como todo en él.

«La Omega del rey» •  [Historia original]Where stories live. Discover now