Capítulo 14 Sola

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Capítulo 14  Sola

Leonardo yacía encima de Leila y ambos tirados en el suelo. Ella podía ver por sobre el hombro del vampiro, las flechas que sobresalían enterradas en la espalda de él. De la boca de Leonardo salía tímidamente un hilo fino de sangre. Leila miraba a su amado aterrada y confundida. Sentía la hembra vampiro una sensación de impotencia, ira, desesperación y angustia.

En esos momentos advirtió el repentino movimiento de uno de los legionarios hacia ellos. De un tirón se sacó a Leonardo de encima, aventándolo hacia un lado, recogió la espada que yacía a sus pies y se incorporó en un segundo. Leila empuñó fuerte la espada y de un solo blandir de la filosa arma decapitó al soldado que corría a toda prisa hacia ella. El cuerpo cayó desplomado en el piso de rodillas y la cabeza salió volando, cayó en el suelo y rodó hasta los pies de un grupo de soldados que dieron un paso atrás una vez la cabeza llegó hasta ellos. El chorro de sangre que salía del cuello cercenado de aquel guerrero la bañó desde los cabellos hasta los pies. Leila sacó su lengua y se relamió limpiando la sangre que le había caído alrededor de su boca y la que aún chorreaba por su barbilla.

La mujer vampiro se paró desafiante mirando a sus enemigos con porte soberbio. Erguida, empuñando la espada sangrienta se colocaba estratégicamente entre los inquisidores y Leonardo que se encontraba recostado de lado contra la muralla tratando de partir las flechas que tenía en la espalda. El vampiro se retorcía de dolor cada vez que alcanzaba las flechas y las tocaba para halarlas. Leonardo dio un grito lastimero una vez logró sacar la primera flecha. Todos los mortales allí presentes se estremecieron e hicieron silencio. Los inquisidores palidecieron. Leila produjo un sonido gutural casi felino y mostró sus colmillos aún más afilados que antes.

—¡No teman guerreros de Cristo! ¡El vampiro está mal herido y la hembra está acorralada! ¡Ataquen!

Los soldados avanzaban. Leila afirmaba sus pies en el piso esperando el embate. Un grupo de cinco soldados a pie corría hacia ella espadas en mano. Leila sostenía su espada, opacada por la sangre seca de los soldados ya asesinados, firmemente. El primer soldado llegaba frente a la mujer vampiro. La condesa espero el momento justo y dio un giro cual guerrera amazona. Dio un golpe certero y cortó el brazo del soldado que cayó gritando y sacudiéndose de dolor al suelo.

Al segundo llegó el segundo soldado, a quien Leila recibió enterrando su espada en el costado desprovisto de armadura del soldado. El hombre gritaba y se desplomaba de rodillas con la espada atravesando su cintura. Leila se incorporaba y el tercer y cuarto soldado llegaron hasta ella. De inmediato agarró las dagas atadas a su cinto de cuero y enterró cada una en el cuello de los hombres. Los chorros de sangre salieron de inmediato y ambos legionarios cayeron al suelo y se ahogaban en su sangre.

El quinto y último hombre se detuvo frente a ella al ver a sus colegas masacrados justo delante de él. El pobre hombre temblaba teniendo a la demoniaca criatura de cabellos oscuros mirándolo fijamente. El soldado avanzaba paso a paso lentamente hacia Leila empuñando su espada, pero el terror en su rostro era evidente. Leila estaba desarmada. Todas las armas que poseían estaban enterradas en los cadáveres en el suelo. El soldado daba un paso... Leila retrocedía... El guerrero levantó su espada y finalmente se abalanzó contra Leila. La vampiresa dio un salto y una maroma hacia atrás. Con destreza y rapidez sobrehumana desenterró la espada del cuerpo del soldado muerto por ella. Aterrizó de pie, erguida en el suelo. El caballero intentó detenerse en seco, solo para encontrarse a Leila de frente. Y fue lo último que vio. Leila lo degolló de un solo movimiento. Otra cabeza caía bajo sus pies.

Leila Von Dorcha acabó con cinco hombres en varios segundos. Una mezcla de euforia y poder corría por sus venas y vibraba en ella tan fuerte como la sangre que la sustentaba. Leila comprendía en esos momentos el alcance del poder que residía en ella. Era una diosa. Tenía en sus manos el poder de la vida y la muerte. Ya no solo mataría como un animal inmundo solo para vivir de sangre como una sanguijuela... ella era mucho más. Los hombres eran nada comparado con ella y su vida valía menos que el estiércol de los campos.

La hermosa vampiresa se sentía la dueña del mundo en esos momentos. Miró al suelo y vio el grupo de hombres muertos por su mano... miró alrededor y solo había más muerte y sangre. Aquella sensación de grandeza era aún más grande que su ego sobrenatural. El verse llena de sangre, con sus ropas rasgadas y sus cabellos desaliñados no aminoró su emoción. Se dio cuenta cuan insignificante era lo que pretendía defender. Un simple castillo era nada comparado con lo que podría tener. Ella junto a Leonardo serían dueños del mundo si ella así lo quisiera... Leonardo...

Por un momento había olvidado a su amado. De inmediato se volteó a ver dónde Leonardo estaba... pero no lo vio. Sintió un golpe frío en el pecho. ¿Dónde estaba Leonardo?

Al fondo podía ver a los inquisidores españoles boquiabiertos. Solo quedaba una docena de soldados a caballo que formaban una fila frente al grupo de clérigos. Todos miraban hacia donde Leonardo había estado hacía solo un minuto y de igual modo se estaban haciendo la misma pregunta. ¿A dónde se había ido el vampiro?

Todo aquel sentimiento de poderío y bienestar se desplomó. Una corriente fría subía por su espalda. La diosa invencible sentía que era un triste ídolo de barro. Leonardo no estaba y no había rastro de él en todo aquel patio exterior en el castillo de Ulm. Leila estaba sola.

—¡Está sola! ¡Atrápenla!— el inquisidor Guzmán dio la orden. Los hombres a caballo de inmediato acataron el mandato y avanzaron hacia Leila.

Los jinetes estaban a unos pocos metros de ella. Las herraduras golpeaban los adoquines con su tosco y metalico ruido. Leila podía percibir el ruido mas no escuchaba nada. La pelinegra no movió ni un solo músculo de su cuerpo por un segundo. Luego dejó caer su espada al suelo. Entonces se dio vuelta y salió corriendo.

—¡No la dejen escapar!¡Tras ella!— era la orden de Monseñor Guzmán.

En la oscuridad de la noche, solo se veía el celaje de Leila mientras corría lejos a toda velocidad. Los jinetes la perseguían... Pero Leila no pelearía más.

LeilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora