Capítulo 3 Rescates y Huídas Forzosas

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Capítulo 3 Rescates y Huídas Forzosas

I

Con cuidado, Leonardo colocaba a una muy débil Leila sobre el suelo. El desnudo y frágil cuerpo de la jovencita palidecía por la falta de sangre. Su rostro reflejaba el espectro de la muerte y sus ojos negros miraban vacíos al firmamento. Una fina hilacha de sangre seca salía de la comisura de su boca.

A la distancia se escuchaba el estruendoso galopar de unos corceles en tropel. Un grupo de hombres se acercaba a caballo, a varias millas de distancia. Imperceptibles para el oído humano, pero Leonardo podía distinguir el sonido con gran claridad y precisión, como si los jinetes y las bestias estuvieran sólo a unos metros de allí. Venían adentrándose en el boscaje, tal vez a un par de kilómetros. Los sonidos metálicos que producían los corceles al galopar le decía que sus sillas estaban recubiertas de metal y cadenilla y otros accesorios que le indicaban que eran caballos con ligeras armaduras, montados por soldados fuertemente armados.

—¡El conde!­­ ¡Viene por su hija!— Leonardo se dijo así mismo.

Draccomondi acomodó el cuerpo de Leila recostado sobre el grueso tronco del roble bajo el cual hacía unos minutos se habían entregado en un momento de pasión y lujuria prohibida. Cubrió el cuerpo de la mujer como mejor pudo con sus ropajes y la observó en su agonía. Los ojos de Leonardo miraban a la moribunda doncella con una mezcla de lástima e impotencia. Aún desnudo, tensaba su cuerpo por la incertidumbre y el coraje. ¿Qué debía hacer? ¿Quedarse y luchar por su amor -¿Amor? Los vampiros no amaban... solo deseaban y mataban- o esperar a que pasaran los días y volver por ella en la oscuridad de la noche sin ser visto? Leonardo pensaba, miraba a Leila que yacía inmóvil en el suelo y prestaba atención a los sonidos circundantes.

Los hombres a caballo ya estaban muy cerca, llegando al cauce del arroyo. Eran unos treinta jinetes armados hasta los dientes con espadas, lanzas, arcos y flechas y vestidos con armaduras ligeras y cascos de batalla. Leonardo podría luchar tal vez con siete u ocho a la vez... pero no con tantos, ni desarmado.

Dentro de sí, una vorágine de sensaciones todas contradictorias lo atormentaban. Tendría que tomar una decisión rápido si no tanto él como Leila podrían morir y la perdería para siempre. No quería dejarla y menos allí tirada. Su instinto le provocaba protegerla, a luchar por ella hasta matar. Pero después de ponderar las posibles alternativas por unos breves instantes, la determinación era contraria a sus deseos.

Leonardo nunca había sido un cobarde. Si irresponsable, libertino y ¿por qué no? un asesino... un horrendo asesino infernal que se alimentaba de sangre humana para poder vivir. Tendría que escapar sólo. ¿Huir? La palabra huir nunca había estado dentro de su vasto vocabulario cultivado por más de un siglo, pero las circunstancias no le daban otra opción. Volvería por Leila en un par de días y así podrían irse los dos cuando ella estuviera repuesta... Sí, era lo más sensato.

De inmediato, Leonardo se vistió y una vez terminado, le dio un tierno beso en la frente a Leila y salió corriendo a toda carrera de aquel lugar. Su cuerpo se movía con una velocidad impresionante, sobre humana, haciendo que se desvaneciera en un segundo entre la espesura del bosque.

Pasados unos minutos, los soldados llegaron al arroyo. Era un grupo de casi treinta hombres dirigidos por el Conde Bruce Von Dorcha, quien al ver a su hija mal herida en el suelo, rápidamente se bajó de su caballo. Corrió aterrado a socorrer a su hija. La pobre estaba desnuda, cubierta por la tela de su traje.

 La pobre estaba desnuda, cubierta por la tela de su traje

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