Capítulo 7 Leonardo

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Capítulo 7 Leonardo


Leila se retorcía para poder liberarse, pero las cadenas de hierro forjadas a mano y la soga gruesa que la amarraba, cubierta con un líquido aceitoso maloliente que le ardía en la piel, no la dejaban moverse. Leila chillaba y rugía como una gata salvaje atada al poste de madera mientras este era colocado erecto en medio de la plazoleta del patio frontal de la mansión de Argengau.

El poste caía fuertemente dando un cantazo – doloroso – en el suelo para colocarse en una base de madera improvisada y rodeada por montones de ramas y paja seca dispuestas a arder. Uno de los aldeanos traía en sus manos una antorcha encendida y riéndose la lanzó hacia la pira ante los ojos aterrados de Leila. De inmediato aquello comenzó a arder. Algo en ella le decía que sería su fin.

Imágenes de su vida - y su muerte - pasaban por su mente. Su niñez, adolescencia y juventud, llena de lujos y comodidades como hija del duque Lord Bruce von Dorcha de Argengau no fueron suficiente aliciente para domar su espíritu y librarla de un terrible final... Su madre lo había predicho aquel funesto día cuando decidió salir a cabalgar... Luego había llegado Leonardo a su ya caótica vida... El muy miserable la había envuelto en sus redes demoniacas y la había hecho suya en el bosque, llevándose consigo su virginidad y su alma. El muy cobarde la había dejado agonizando desangrada hasta la muerte en medio de la arboleda. Y ahora ella sería quemada por ser el ente abominable en el que se había convertido.

Leila sentía veía el fuego elevarse incandescente bajo sus pies descalzos. La multitud iracunda daba alaridos frenéticos de victoria. Su piel ya comenzaba a sentir el ardor que provocaban las llamas en su piel expuesta. Leila se revolvía aun más y daba gritos de dolor. Y en medio de su agonía le parecía escuchar que alguien gritaba su nombre. De seguro sería el propio Lucifer que la llamaba reclamando lo que quedaba de su cuerpo maldito.

¡Allí! ¡Allí estaba el ángel de la muerte! Encapuchado de negro, caminaba despacio entre la multitud airada

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¡Allí! ¡Allí estaba el ángel de la muerte! Encapuchado de negro, caminaba despacio entre la multitud airada. ¿Pero sería posible que aquello fuera solo una alucinación fortuita? Sí. Lo más probable Leila deliraba de dolor y agonía. Ya la Parca la había visitado... Acaso ella ya no estaba muerta desde hacía una semana atrás.

El encapuchado se movía con gracia, casi flotando en medio de los agricultores que ansiaban presenciar el momento final de destrucción. Y Leila sabía que ya estaba muy cerca. Su blanco vestido comenzaba a arder y el olor a carne quemada ya inundaba el aire mientras ella gritaba desgarradoramente. El ángel de la muerte se colocaba justo en medio de los aldeanos que se reían de su infortunio. El espectro funesto descubría su cabeza y Leila, dentro de su agonía contemplaba el rostro de la muerte... era el rostro de Leonardo. –¡Leonardo!– gritó Leila.

Leonardo soltaba su capucha y de un solo movimiento desenvainaba de cada uno de sus costados una espada. El fulgor de las llamas se reflejaba en las plateadas láminas metálicas que comenzaban a blandir a diestra y siniestra acabando con quien se le acercaba para contraatacar. El rápido movimiento era como las hélices de un molino de viento que giraban en sus muñecas de una manera sobrehumana. Leonardo se movía con rapidez y destreza, dando saltos y giros como el más ágil de los guerreros y se abría paso, dejando a su lado una estela de cuerpos desmembrados y decapitados. Un aldeano que se abalanzaba hacia él, era un hombre muerto.

Leila miraba atónita a aquella criatura con destreza sobrenatural, acabar de manera inverosímil con todos. El olor a sangre era insoportablemente delicioso y su garganta ardía con un deseo incontrolable mientras corría el preciado líquido carmesí a borbotones por el suelo. El dolor terrible causado por las quemaduras que recibía pasaba a un tercer plano, opacado por la lucha de Leonardo y el férreo aroma a sangre derramada. Los colmillos de Leila se mostraban aterradores, afilados y alargados mientras se retorcía para poder zafarse de sus cadenas.

Leonardo ya había acabado casi con todos los presentes y otros tantos habían huido aterrados para salvar su vida de aquel vámpir que masacraba sin piedad a todos cuantos se le enfrentaban. Las espadas chorreaban la sangre de los mortales y se escurría sobre el suelo empedrado de la plazoleta uniéndose al mar rojizo que cubría los adoquines del patio.

Los ojos de Leonardo brillaban, reflejando el fulgor de las llamas que ardían mientras Leila se quemaba. —¡Leila!— gritó Leonardo. De inmediato aquella criatura de la noche dio un brinco, pasando por encima de la montaña de cuerpos y aterrizando en medio de las la pira ardiente—. He venido por ti, mi amada.

El vámpir cortó la soga y liberó a Leila. La tomó en sus brazos de manera sobreprotectora y volvió a saltar hasta llegar al suelo donde ya no había peligro ninguno para ellos. Rápidamente, Leonardo colocó a la pelinegra en el piso empedrado de la plazoleta quitándose su capa la envolvió para extinguir las llamas que ya cubrían la parte inferior de su vestido.

—Leonardo... mi amor. Has vuelto—, Leila decía en un susurro apenas audible.

—Yo jamás me fui—, le respondía el conde tiernamente mientras sostenía el débil cuerpo de Leila.

Leila respiraba trabajosamente. Sus colmillos superiores se retractaban y sus ojos se cerraban. Leonardo la colocó suavemente en el suelo. Se levantó y caminó hacia el montón de cuerpos que yacían tirados en medio del patio. Sacó de su bolsillo un frasco de cristal y colocándolo cerca de un cuerpo que aun chorreaba sangre de su cuello cercenado, lo llenó del rojo líquido. Luego se arrodilló a un lado de la mal herida mujer y vertió un poco de la sangre sobre sus labios pálidos.

Leila abrió un poco su boca y lamió sus labios para no dejar escapar ni una gota del líquido vital. Era más que obvio que ésta se encontraba muy débil. Lentamente reaccionó y abrió sus ojos para contemplar a un Leonardo que le sonreía, ya más aliviado. —¡Ven mia rosa nera, vámonos de aquí!— El hombre levantó a Leila en brazos y cargándola montó su caballo. Ambos cabalgaron en la oscuridad de aquella noche de luna llena hacia la inmensidad de la llanura.

LeilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora