Capítulo 26.

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Celeste Arismendi estaba en camino a su casa luego de un agotador día en la universidad. Estaba furiosa pues había estado estudiando como una demente para pasar el último examen antes del final de semestre, y el profesor había tenido las agallas de no aparecer. Si había algo que la enloquecía entre muchas de las cosas que molestaban a Celeste Arismendi, estaba el hecho de que le hicieran perder el tiempo.

Ella fácilmente habría podido posponer las jornadas de estudios en las que se sometió para poder salir con su grupo de amigos, pues Celeste era una chica inteligente y rápida con los números.

Para hacer de ese día más insoportable, se le había perdido el dinero que tenía en el bolsillo para poder pagar un taxi luego de salir del examen, por lo que tuvo que subirse a uno de esos autobuses amarillos enormes que forman parte de la ruta universitaria por la ciudad. Ela odiaba tener que compartir asiento con los demás, por lo que siempre tenía un fondo de ahorro para su transporte privado.

La verdad, Celeste Arismendi no era una chica del todo agradable, tenía ese aire antipático de todas las chicas lindas de su edad, además que su personalidad hosca y directa le hacían parecer más bien una anciana gruñona. Incluso ella misma lo sabía, se repetía constantemente que su alma era vieja, que no pertenecía a esta locura de tiempo moderno.

A sus veintiún años, Celeste Arismendi no había tenido un novio o algo que se le asemejara, pues quién querría estar con una chica que podría darte un puñetazo en la cara si intentabas darle un beso, tal como sucedió una vez en pleno pasillo de la universidad.

La aversión de Celeste hacia las personas en general tenía su razón de ser. El haber pasado sus años adolescentes bajo la mirada aparentemente omnisciente de su padre la había abstenido de hacer las locuras típicas de la juventud, como or ejemplo viajar sola. Mientras que su hermana mayor, Rosa, sí lo había hecho, y en dos ocasiones.

Aún resentía el hecho de que su padre le permitió a Rosa ir a estudiar periodismo fuera de Puerto la Cruz, una ciudad que no contaba con dicha carrera para la época. Por un segundo, justo en aquel momento tan duro en la vida de la familia Arismendi, cuando la madre de ambas murió de un extraño tipo de leucemia, a Celeste se le había pasado la idea de que su padre no dejaría que Rosa volviera a Caracas a continuar sus estudios, cosa que no fue así. 

Celeste sentía celos de Rosa y la obvia preferencia de su padre por ella.

Incluso ahora, que ambas estaban grandes, su padre no dejaba de preguntar a la nada, -sabiendo que era una indirecta con ella- dónde estaría su hermana y qué estaría haciendo en aquel pequeño y odioso pueblo de San Antonio. Celeste no quería saber nada de su exitosa hermana, la gerente de una editorial, la prometida de un exitoso empresario. Si pudiera hacer que Rosa se quedara en aquel hueco lleno de árboles y niebla para siempre, ella lo habría hecho.

Fue mientras pensaba en lo injusta que había sido su vida, cuando un idiota le golpeó la cabeza con el bolso.

-¡Fíjate por dónde te mueves, imbécil!- gritó mientras se ponía de pie para enfrentar al chico, casualmente el que una vez había intentado robarle un beso.

-Disculpa, Godzilla. No sabía que todo el autobús era tu territorio también.- dijo el chico con una sonrisa socarrona. Juan Carlos era alto y musculoso, típico de los deportistas universitarios. De no ser porque tenía la dentadura como un caballo y la nariz exageradamente grande, Celeste le habría respondido al beso aquella vez. 

Mentira, igual le habría golpeado.

-Parece que extrañas mis puños, ¿ah, Juan Carlos?- dijo Celeste adoptando una pose muy familiar. Cerró sus puños y los colocó delante de su cuerpo en una posición de boxeador casi perfecta. Las otras veinte personas dentro del autobús se conmocionaron y empezaron a vitorear. Extrañamente, apoyaban a Celeste.

Estrella Fugaz (Sol Durmiente Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora