Caracas, Venezuela. Marzo de 1988.

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Walter Torres salió una hora más temprano de lo usual de la estación de policía de la ciudad de Caracas en la que trabajaba como oficial desde hacía siete años, cuando se había graduado con buenas referencias de la academia policial. Abandonó el edificio a eso de las seis de la tarde, justo cuando el sol le decía adiós al cielo de la capital, dándole la bienvenida a una lejana luna menguante y a las pocas estrellas que las luces de la ciudad permitían ver.

Subió en su auto, un viejo chevrolet color negro, esperando ansiosamente llegar rápido a casa. Esa noche, se cumplían cuatro años desde que había contraído matrimonio con Helena Véliz. Se habían conocido en un bar durante las fiestas de navidad, cuando Helena le derramó sin querer un trago en la camisa nueva que Walter había decidido estrenar aquel día. Aún al oficial de treinta y dos años le resultaba cómico recordar aquel incidente. Tanto, que aún conservaba aquella camisa manchada de rojo cereza, una camisa que se ponía cada noche de aniversario para recordarle a su mujer que de esa forma tan novelesca se habían conocido.

A Walter y a Helena no les resultaba raro aquel hecho, pues ellos creían firmemente en el destino y lo que deparaba. Su religión, o mejor dicho, su creencia en los espíritus de la naturaleza que regulaban la vida en la tierra, había sido uno de los puntos en común que los había unido para siempre.

Lo que ocurría era que Walter Torres y Helena Véliz no eran humanos simples y corrientes. Eran practicantes de magia, un arte ancestral que trataba con la naturaleza y la fuerza de la mente. 

Walter Torres había descubierto que tenía 'el don' -como se decían entre ellos a aquellas personas que poseían magia en sus venas- cuando tenía dieciocho años y había ingresado a la academia de policías, donde a través de un sueño logró salvar a tres de sus compañeros de una muerte segura en un accidente de auto, pues los frenos estaban dañados.

Aquel descubrimiento hizo que Walter Torres investigara más acerca del tema, y si habían otras personas que podían hacer lo mismo que él. Y lo logró, no sin cierto esfuerzo. Luego de haberse graduado de la academia, un día decidió ir de compras al mercado de la ciudad, donde se topó con un carrito de especias que tenía un curioso símbolo tallado en la madera: Un círculo, en su interior había un octágono, y dentro de éste había un pentagrama.

Walter Torres había soñado con ese símbolo varias noches antes de ver aquel carrito, por lo que se acercó, por curiosidad, para ver quien era el dueño de aquel puesto. se llevó una sorpresa cuando vio quién lo poseía, pues era una mujer alta, tan alta que podía fácilmente medir dos metros, o tal vez más. La mujer era pálida, de piel tan lechosa y delicada que parecía que jamás en su vida se había expuesto al sol. Su cara era severa, como la de alguien que había vivido bastantes cosas malas en su vida, y su cabello era negro y lacio, amarrado fuertemente en una coleta de caballo. Estaba vestida con jeans y una camisa larga, y se sorprendió cuando la mujer, en un tono tan severo como su cara, le dijo que ella había soñado con él, con Walter. En el sueño, él se le acercaba y le pedía ayuda para controlar su magia, y ella aceptaba.

La mujer, que dijo llamarse Alaysa, era nada menos que la reina de las brujas de la zona central del país, y a ella le debían respuesta cualquier brujo o bruja que formara parte de su aquelarre.

Algún tiempo después, al conocer a la que se convertiría en su esposa, él le reveló sus habilidades, y para sorpresa de él, ella le confesó que sabía acerca de sus poderes, pues había soñado que la siguiente persona que conocería tendría las mismas habilidades que ella: La premonición y la telepatía.

 Tenía siete años trabajando para la policía, al igual que siete años formando parte del aquelarre de Alaysa, cuya última integrante, según recordaba claramente Walter, había sido una chica rubia y muy bien parecida llamada Sonia, que vivía en el muy cercano pueblito de San Antonio, un foco de atención, ya que los bosques montañosos que lo rodeaban actuaban como escondite para las criaturas mágicas, específicamente para los vampiros.

El solo pensar en aquella palabra le hizo sentir una sensación molesta en el estómago. Primero, porque Walter pensaba que aquellos seres provenían del mismo Infierno; segundo, porque los odiaba con todo su ser. Es que los brujos y los vampiros habían tenido infinidades de guerras, hasta que un buen día decidieron convertirse en especies neutrales, a cambio de que ningún vampiro atacase a algún brujo o viceversa.  

Ese pacto se vio fracturado a finales de noviembre del año pasado, cuando se enteraron de la muerte de un brujo a manos de un vampiro. De no haber sabido que aquel brujo había sido un nigromante, una nueva guerra habría comenzado. Por ahora, los vampiros que vivían en San Antonio estaban a salvo.

Walter Torres se estacionó frente a su casa, cuando se percató que las luces estaban apagadas. Extrañado, se bajó de su auto y cerró la puerta. Caminó hacia la entrada de su casa y, para su sorpresa, la puerta estaba abierta. Frunció el ceño, esas no eran cosas normales de su esposa. Ella siempre cerraba las puertas cuando se hallaba sola. Bajó la mano hasta su cintura, donde se cercioró que aún llevaba su arma reglamentaria. Algo raro estaba sucediendo.

Entró sigilosamente a la casa, donde no pudo observar nada. Todo estaba sumido en la más completa oscuridad.

'Helena, cariño, ya estoy en casa' pensó Walter, esperando una respuesta mental de parte de su esposa, la cual no obtuvo.

Caminó hasta donde sabía que estaba el interruptor y lo presionó. Lo que vio lo aterrorizó. La sala de su casa estaba completamenta llena de sangre. habían huellas rojas por todos lados. El miedo que invadió a Walter Torres le impidió por un momento moverse, hasta que recuperó la movilidad en sus piernas. Él no había previsto algo como aquella escena en todo el día. Algo andaba mal.

Caminó lentamente hasta las escaleras, donde vio que en cada escalón habían charcos del líquido vital, haciendolo creer lo peor. El segundo piso de su casa también se hallaba a oscuras, y varias lágrimas comenzaron a correr por su rostro. No, no quería pensar en eso, quería creer que la sangre era de otra persona.

Entonces vio la puerta de su cuarto entreabierta. Caminó hacia ella y la abrió completamente. Encendió la luz, solo para comprobar que el horror que había estado pensando desde que entró a su casa era cierto. Helena, su amada esposa, estaba muerta. Pero eso no era lo peor, sino en la posición en la que se hallaba: puesta en una cruz invertida sobre la pared, mientras la  poca sangre que le quedaba en el cuerpo se escurría de entre las numerosas heridas que tenía. Parecía haber sido atacada por un animal enorme.

-¡Helena!- gritó entre sollozos, y se arrodilló en el suelo, tapándose la cara con las manos. Estaba en completo shock, la persona que más quería había sido asesinada brutalmente por algún maníaco... Que podía estar aún en la casa.

Walter Torres no poseía el grado de magia necesario para hacerle daño a alguien o defenderse, así que se puso de pie, dispuesto a salir de la habitación, pero al darse la vuelta chocó con alguien, un hombre alto, de cabellos rubios y despeinados, de rasgos fuertes y ojos de un color verde esmeralda, con la piel tan pálida que daba la impresión de que estuviera muerto. El hombre le sonrió a Walter, quien inmediatamente se movió para poder sacar el arma, cosa que jamás llegó a hacer.

Estrella Fugaz (Sol Durmiente Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora