Capítulo 15

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Londres, Inglaterra, 2005

Ruby, la hija de Ben, estaba esperando a Cassandra cuando llegó a Heathrow. Una mujer regordeta de más de cincuenta años, con un rostro brillante, cabello corto y canoso que crecía disparado. Tenía una energía capaz de cargar el aire a su alrededor; era de esas personas que no pasan desapercibidas. Antes de que Cassandra pudiera mostrar su sorpresa porque una desconocida hubiera ido al aeropuerto a recibirla, Ruby se había apropiado de la maleta de Cassandra, le había pasado un rollizo brazo en torno a ella y la guiaba a través de las puertas acristaladas del aeropuerto hacia el aparcamiento.

 Su automóvil era una vieja camioneta destartalada, cuyo interior rebosaba a perfume de almizcle y a otro compuesto floral que Cassandra no pudo identificar. Cuando se pusieron el cinturón de seguridad, Ruby sacó una bolsa con regaliz de varios sabores de su bolso y se la ofreció a Cassandra, quien cogió un cubo de rayas marrones, blancas y negras.

 --Soy adicta --explicó Ruby, metiéndose uno rosa en la boca y acomodándolo en su carrillo--. Gravemente adicta. A veces no puedo terminar el que tengo en la boca y ya estoy comiendo el siguiente. --Masticó con fuerza durante un momento, y luego tragó--. Pero, en fin, la vida es demasiado breve para ser moderado, ¿no crees?

A pesar de lo tarde que era, las carreteras estaban repletas de automóviles. Las farolas de cuello curvo brillaban con luz naranja sobre el asfalto. Mientras Ruby conducía con rapidez, pisando el freno con fuerza sólo cuando era absolutamente necesario, haciendo gestos y sacudiendo la cabeza a los otros conductores que se atrevían a interponerse en su camino, Cassandra miraba por la ventanilla, dibujando mentalmente círculos concéntricos de las corrientes arquitectónicas de Londres. Le gustaba pensar en las ciudades de ese modo. El trayecto desde las afueras hacia el centro era como coger una nave que viajara hacia el pasado. Los modernos hoteles de los aeropuertos, las anchas y tersas carreteras de circunvalación transformándose en casas de cemento, luego en grandes mansiones y, finalmente, en el oscuro corazón de casas victorianas.

 A medida que se acercaban al centro de Londres, Cassandra pensó que debía decirle a Ruby el nombre del hotel que había reservado para dos noches antes de partir hacia Cornualles. Buscó en su bolso la carpeta de plástico en la que guardaba todos sus documentos de viaje.

--Ruby --dijo--, ¿estamos cerca del Holborn?

 --¿Holborn? No, queda al otro lado de la ciudad. ¿Por qué?

 --Allí es donde está mi hotel. Claro que puedo tomar un taxi, no es necesario que me lleves hasta allí.

 Ruby la miró justo para que Cassandra pensara que había alguien a su espalda.

 --¿Hotel? No hace falta. --Cambió de velocidad, frenando justo a tiempo para evitar chocar con una camioneta azul que iba delante--. Te quedarás conmigo, y no admito objeciones.

--Oh, no --dijo Cassandra, el destello azul metálico todavía brillando en su mente--. No podría, es demasiada molestia. --Comenzo a relajar la mano que aferraba el asa de la puerta--. Además, es demasiado tarde para cancelar mi reserva.

--Nunca es demasiado tarde. Yo lo haré por ti. --Ruby se volvió otra vez hacia Cassandra, el cinturón de seguridad apretando sus prominentes pechos de tal modo que casi se le salían de la camiseta--. Y no es ninguna molestia. He preparado una cama y estoy encantada de tu visita. --Sonrió--. ¡Papá me despellejaría viva si supiera que te mandé a un hotel!

Cuando llegaron a South Kensington, Ruby aparcó marcha atrás en un minúsculo espacio y Cassandra contuvo la respiración, en silenciosa admiración por la seguridad que la otra mujer tenía en sí misma.

--Hemos llegado. --Apagó el motor e hizo un gesto hacia una casa blanca al otro lado de la calle--. Hogar dulce hogar.

El apartamento era diminuto. Encajado al fondo de una casa eduardiana, en el segundo tramo de escaleras, detrás de una puerta amarilla, tenía un solo dormitorio, una pequeña ducha y aseo, y una minúscula cocina adosada a la sala. Ruby había preparado el sofá cama para Cassandra.

--Sólo tres estrellas, me temo --dijo--. Te compensaré con el desayuno.

 Cassandra miró dubitativa la diminuta cocina, y Ruby se rio tanto que agitó su blusa color verde lima. Se secó los ojos.

--¡Por Dios, no! No quise decir que cocinaría. ¿Para qué soportar semejante agonía cuando alguien puede hacerlo mejor? Te llevaré a un café a la vuelta de la esquina. --Encendió el interruptor de la tetera--. ¿Una taza?

 Cassandra sonrió débilemente. Lo que de verdad le hubiera gustado es no tener que poner sonrisa forzada todo el tiempo. Tal vez se debiera al hecho de haber pasado tanto tiempo volando, o a sus leves tendencias antisociales, pero estaba usando cada gramo de energía para fingir amabilidad. Una taza de té significaría al menos otros veinte minutos de sonrisas y gestos de asentimiento, y, ¡que Dios la amparase!, de encontrar respuesta a las incesantes preguntas de Ruby. Pensó con cargo de conciencia en la habitación de hotel al otro lado de la ciudad. Después observó que Ruby ya estaba sumergiendo dos bolsitas de té en tazas idénticas.

--Un té estaría bien.

--Aquí tienes --indicó Ruby, entregándole a Cassandra una taza humeante. Se sentó al otro extremo del sofá y sonrió mientras una nube de almizcle se acomodaba a su alrededor--. No seas tímida --dijo señalando el azucarero--. Y ya que estás, puedes contarme todo sobre ti. ¡Qué excitante, esa casa en Cornualles!

***

Después de que Ruby se fuera a acostar, Cassandra intentó dormir. Estaba cansada. Colores, sonidos, formas, todo era borroso a su alrededor, pero el sueño no llegaba. Imágenes y conversaciones pasaban veloces por su mente, un flujo interminable de pensamientos y sentimientos sin otra conexión que ser suyos: Nell y Ben, el puesto de antigüedades, su madre, el vuelo en avión, el aeropuerto, Ruby, Eliza Makepeace y los cuentos de hadas...

 Finalmente, desistió de dormir. Apartó las sábanas y se levantó del sofá. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo distinguir la única ventana del apartamento. Una ancha repisa sobresalía del radiador, y si Cassandra hacía a un lado las cortinas, podía acomodarse sobre él, la espalda apoyada en la gruesa pared de ladrillo, los pies tocando el otro extremo. Se inclinó hacia delante contra sus rodillas y miró hacia fuera, más allá de los angostos jardines victorianos con sus muros de piedra devorados por la hiedra, más allá de la calle a sus pies. La luz de la luna brillaba serena sobre la tierra.

Aunque era casi medianoche, Londres no estaba a oscuras. Ciudades como Londres nunca lo están, sospechó, ya no. El mundo moderno había acabado con la noche. Tiempo atrás habría sido diferente, una ciudad a merced de la naturaleza. Una ciudad en donde la caída de la noche tornaba las calles oscuras como petróleo y el aire en niebla: el Londres de Jack el Destripador.

 Ése había sido el Londres de Eliza Makepeace, el Londres sobre el que había leído en el cuaderno de Nell, de calles envueltas en niebla y amenazadores caballos, el brillo de las farolas que se materializaban y volvían a desaparecer en la penumbra inducida por la niebla.

Mirando los estrechos establos convertidos en apartamentos, detrás del de Ruby, podía ahora imaginarlo a la perfección: fantasmales carreteros azuzando a sus asustadas bestias por ajetreadas calles. Cocheros con linternas sentados en lo alto de los carruajes. Vendedores callejeros y prostitutas, policías y ladrones...

El Jardín OlvidadoWhere stories live. Discover now