Capítulo 13

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Londres, Inglaterra, 1975


 El hombre era como una caricatura. Frágil, delgado y encorvado con una chepa en mitad de su espalda torcida. Los pantalones, beis con manchas de grasa, colgaban de sus angulosas rodillas, los tobillos como varillas se erguían  estoicos desde unos zapatos demasiado grandes, mechones de hebras blancas crecían en varios puntos de su cráneo por lo demás calvo. Parecía un personaje de cuento infantil. De un cuento de hadas.

 Nell se apartó de la ventana y estudió nuevamente la dirección de su libreta. Allí estaba, escrita en su enrevesada caligrafía:

Libros antiguos del Sr. Snelgrove, Cecil Court n.º4, cerca de la calle Charing Cross. El mayor experto en Londres en libros de hadas y en libros antiguos en general.

 ¿Podría saber algo sobre Eliza?


 Los archiveros de la Biblioteca Central le habían dado su nombre y dirección el día anterior, si bien fueron incapaces de recabar más información sobre Eliza Makepeace que la que Nell ya había encontrado, pero le dijeron que si había alguien que podía ayudarla a avanzar en su investigación era el señor Snelgrove. No era el más sociable de los hombres, eso era evidente, pero sabía más sobre libros antiguos que ningún otro en Londres. Era tan anciano como el tiempo mismo, había bromeado uno de los bibliotecarios, y probablemente había leído el libro de cuentos de hadas apenas terminó de imprimirse.

 Una fresca brisa le rozó el cuello desnudo y Nell se cubrió los hombros con su abrigo. Con intención decidida, abrió la puerta.

 Una campanilla de bronce tintineó contra la puerta, y el anciano se volvió a mirarla. Sus gruesas gafas reflejaron la luz, como dos espejos redondos, y unas orejas imposibles hacían equilibrio a cada lado de la cabeza, el pelo blanco asomando por ellas.

 Inclinó la cabeza y el primer pensamiento de Nell fue que le estaba haciendo una reverencia, una reminiscencia de los modales de tiempo atrás. Cuando los pálidos ojos vidriosos aparecieron por encima de las gafas se dio cuenta de que estaba intentando verla con claridad.

 --¿Señor Snelgrove?

 --Sí. --Voz de maestro irritable--. Así es. Bueno, pase, por favor, está dejando que entre esa desagradable brisa.

 Nell se adelantó, consciente de la puerta que se cerraba a sus espaldas. Sintió que se escurría una leve corriente y que el aire estancado volvía a quedar inmóvil.

 --Nombre --dijo el hombre.

 --Nell. Nell Andrews.

 Parpadeó.

 --Nombre --volvió  decir, pronunciando con cuidad-- del libro que está buscando.

 --Por supuesto. --Nell volvió a mirar su libreta--. Aunque no es que esté buscando un libro.

 EL señor Snelgrove volvió a parpadear con lentitud, una caricatura de la paciencia.

 Nell se dio cuenta de que ya se había hartado de ella y se quedó perpleja: estaba habituada a ser ella la hastiada. La sorpresa le provocó un irritante tartamudeo.

 --Es-es decir --hizo una pausa, intentando recomponerse--, que ya tengo el libro en cuestión.

 El señor Snelgrove inspiró ruidosamente y sus grandes fosas nasales se cerraron. 

 --Podría sugerir, señora --replicó--, que si usted ya tiene el libro de marras, tiene muy poca necesidad de mis humildes servicios. --Inclinó la cabeza--. Buenos días.

El Jardín OlvidadoWhere stories live. Discover now