Capítulo 8

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Brisbane, Australia, 1975


 Nell repasó rápidamente los documentes por última vez --pasaporte, pasaje, cheques de viaje--, luego cerró su bolso y se sermoneó con dureza. Lo cierto es que se estaba convirtiendo en una compulsión. La gente volaba todos los días, o al menos eso le habían hecho creer. Se ataban a los asiento dentro de gigantescas latas de metal y consentían ser catapultados hacia los cielos. Respiró hondo. Todo saldría bien. Ella era una superviviente, ¿no?

 Se obligó a recorrer la casa, a revisar que las ventanas estuvieran cerradas. Examinó la cocina, se aseguró de no haber dejado el gas abierto, el hielo de la nevera derritiéndose, o las luces encendidas. Por fin, cargada con sus dos maletas salió por la puerta trasera y cerró con llave. Sabía por qué estaba nerviosa, claro, y no era sólo por olvidarse de algo, o por el miedo a que el avión cayera desde los cielos. Estaba nerviosa porque estaba regresando al hogar. Después de todos esos años, casi una vida, por fin volvía a casa.

 Todo había sucedido repentinamente. Su padre, Hugh, había fallecido apenas un par de meses atrás y le faltó tiempo para abrir la puerta de su pasado. Él debió de imaginar que lo haría cuando le envió a Phyllis la maleta, con la orden de que se la entregara a Nell cuando ya no estuviera. Debió de haberlo adivinado. 

 Mientras aguardaba junto al camino al taxi, Nell contempló su casa color amarillo pálido. Tan alta desde ese ángulo, como ninguna de las otras casas que había visto, con su graciosa escalera trasera clausurada desde hacía años, los toldos de las ventanas a rayas rosadas, azules y blancas, las dos ventanas del altillo en lo más alto. Demasiado angosta, demasiado cuadrada para que alguna vez fuera considerada elegante, y, sin embargo, a ella le gustaba. Su falta de gracia, sus remiendos, su falta de orígenes claros. Víctima del tiempo y de una sucesión de dueños, cada uno intentando dejar su marca sobre la resistente fachada.

 La había comprado en 1961, después que Al muriera y ella y Lesley regresaran de los Estados Unidos. La casa estaba descuidada, pero su ubicación en las laderas de Paddington detrás del viejo teatro Plaza la hacía sentir lo más próxima a su hogar que podía estar. Y la casa había recompensado su fe, incluso le había suministrado una nueva fuente de ingresos. Había dado con un cuarto repleto de muebles desvencijados en el oscuro sótano, y entrevisto una mesa que le encantó: patas en espiral, como cebada, y una tabla plegable. Estaba en bastante mal estado, pero Nell no lo había pensado dos veces; compró papel de lija y resina, y se dedicó a devolverle la vida.

 Había sido Hugh quien le había enseñado cómo restaurar muebles. Cuando regresó de la guerra y nacieron sus hermanas, Nell se había habituado a seguirlo durante los fines de semana. Se convirtió en su asistente, aprendiendo a diferenciar los ensambles cola de paloma de los de peine, la resina del barniz, la alegría de coger un objeto roto y repararlo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo hiciera. Hasta que vio la mesa y supo cómo tenía que llevar a cabo esa cirugía, no recordó cuánto había amado esa tarea. Sintió ganas de llorar al encerar las ensortijadas patas con la resina y respirar el aroma familiar, sólo que ella no era de las que lloraban.

 Una gardenia medio marchita cerca de su maleta llamó la atención de Nell, y recordó que no había pensado en alguien para que regara su jardín. La niña que vivía detrás había accedido a poner leche para los gatos que la visitaban y había hablado con una mujer para que recogiera su correo de la tienda, pero las plantas se le habían pasado por completo. Como para mostrarle en dónde tenía la cabeza, se había olvidado de aquello que la enorgullecía y alegraba. Tendría que pedírselo a una de sus hermanas, telefonear desde el aeropuerto, o incluso desde el otro extremo del mundo. Les daría una sorpresa, de esas que habían llegado a esperar de Nell, la hermana mayor.

El Jardín OlvidadoWhere stories live. Discover now