Capítulo 10

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Brisbane, Australia, 2005


 Mucho antes de convertirse en centro de antigüedades, había sido un teatro. El teatro Plaza , un gran experimento allá por los años treinta. Sencillo en su exterior, una enorme caja blanca recortada sobre la colina de Paddington, su interior era otra historia. El techo abovedado, azul oscuro con nubes recortadas, había estado iluminado originalmente, para crear la ilusión de la luz de la luna, mientras que cientos de pequeñas luces titilaban como estrellas. Había sido un buen negocio durante décadas, cuando los tranvías traqueteaban delante de su fachada, y los jardines chinos florecían en los valles pero, aunque había prevalecido frente a fieros adversarios como el fuego  las inundaciones, había caído, suave y rápidamente, víctima de la televisión en los años sesenta.

 El puesto de Nell y Cassandra estaba directamente debajo de arco del proscenio, a la izquierda del escenario. Una madriguera de estantes oscurecidos por innumerables piezas de bisutería, rarezas, libros viejos y una ecléctica recopilación de objetos coleccionables. Hacía ya mucho tiempo que los otros vendedores habían comenzado a llamarlo Aladino en broma hasta quedarse con ese nombre. Un pequeño cartel de madera con letras doradas proclamaba ahora que era La guarida de Aladino.

 Sentada en un taburete de tres patas, al fondo del laberinto de estantes, Cassandra tenía dificultades para concentrarse. Era la primera vez que iba al centro desde la muerte de Nell y se sentía rara sentada en medio de los tesoros que habían adquirido juntas. Se le hacía extraño que las cosas estuvieran allí cuando Nell ya no estaba. Como si de alguna manera fuera una suerte de deslealtad. Cucharas que Nell había pulido, etiquetas con precios en su indescifrable escritura como patas de araña, libros y más libros. Habían sido la debilidad de Nell; todos los anticuarios tenían una. En concreto, amaba los libros de finales del siglos XIX. Escritos Victorianos con maravillosos textos impresos e ilustraciones en blanco y negro. Si un libro tenía una dedicatoria de quien lo obsequiaba a quien lo recibía, tanto mejor. Un registro del pasado, una pista de las manos por las que había pasado hasta llegar a ella.

 --Buenos días.

 Cassandra alzó la vista y vio a Ben sosteniendo una taza de café.

 --¿Haciendo inventario? --preguntó.

 Cass retiró unos mechones de fino cabello de los ojos y tomó la taza que le ofrecía.

 --Más bien moviendo cosas de un lado a otro, y de vuelta al mismo lugar, la mayor parte de las veces.

 Ben tomó un sorbo de su propio café y la observó por encima de la taza.

 --Tengo algo para ti. --Buscó por debajo de su chaleco de punto y extrajo una hoja de papel del bolsillo de su camisa.

 Cassandra desplegó la hoja y alisó sus pliegues. Papel impreso, blanco, A4, en el centro una fotografía en blanco y negro de una casa. Una cabaña, en realidad, de piedra, por lo que podía verse, con manchas --¿tal vez enredaderas? --en las paredes. El tejado era de tejas, una chimenea de piedra, visible detrás de la cumbrera. Dos macetones balanceándose precariamente en lo alto.

 Sabía qué casa era ésa, por supuesto, no tenía necesidad de preguntar.

 --Estuve indagando un poco --dijo Ben--. No pude contenerme. Mi hija, la de Londres, se las arregló para contactar con alguien en Cornualles y me envió esta foto por correo electrónico.

 Así que ése era el aspecto que tenía, el gran secreto de Nell. La casa que había comprado en un arrebato y cuyo secreto guardó para sí todo ese tiempo. Era extraño el efecto que la imagen le producía. Cassandra había dejado el título de propiedad sobre la mesa de la cocina toda la semana, lo había mirado cada vez que pasaba, y poco más, pero al ver esa foto por primera vez le pareció real. Todo se aclaró: Nell, que se había ido a la tumba sin saber quién era verdaderamente, había comprado una casa en Inglaterra y se la había dejado a Cassandra, pensando que ella entendería el porqué.

El Jardín OlvidadoWhere stories live. Discover now