ANÓNIMA

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Llevaba mucho tiempo sin ir por casa, allí donde había nacido, crecido y donde me había convertido en la persona que soy hoy en día.

Nada parecía haber cambiado, únicamente los colores estaban más desvaídos debido al paso de los años transcurridos desde mi marcha.

No me sentía muy segura de mi decisión de regresar, pero ahora no lo hacía sola, él venía conmigo, todo era mucho más fácil cuando lo sentía  a mi lado.

Aparcamos delante de la casa. El mero hecho de poner un pie fuera del coche y escuchar el estallido de la grava bajo mis pies, hizo que mi pulso se acelerase. Él observó detenidamente mi rostro, mi expresión lo decía todo. Por ello me cogió de las manos y apretó ligeramente mis dedos infundiéndome el valor que precisaba para seguir adelante. Me conocía tan bien, siempre sabía lo que yo necesitaba en cada momento del día. Así sosteniendo una de mis temblorosas manos, dirigimos nuestros pasos hacia la entrada.

Llamé tímidamente, la puerta respondió con un gran estruendo a mis débiles golpes. Él rodeo con sus brazos mi cintura, manteniéndose a mi espalda. Era el pilar que me sostenía en pie, era el seguro para que mi mente no echara a volar hacia absurdos pensamientos, que seguro habrían provocado mi huida hacia el coche, para no volver nunca, jamás.

Un chasquido de una cerradura abriéndose y el sonido de unos goznes oxidados chirriando, me devolvieron a la realidad e hizo que esa sensación de paz que me producía el contacto de sus manos en mi cuerpo, disminuyera, pero no desapareció, siempre que él estuviese a mi  lado así sería.

Respiré hondo, el aire cálido que salió de dentro del edificio al abrirse la puerta baño mi cara, se metió en mis poros, acaricio mi olfato  y me hizo recordar momentos pasados y ya prácticamente olvidados. El olor a madera quemándose en le chimenea, me transporto a cuando yo no era más que una cría, ignorante de la realidad que me rodeaba pero feliz al fin y al cabo, y me recostaba delante de las llamas con un libro de cuentos infantiles en las manos, mientras fuera la nieve caía dejando una espesa manta blanca, mullida y fría.

Un paso, luego otro, adelante, estaban ya todos, un decena de pares de ojos me observaban, me analizaban, cada movimiento, cada gesto era meticulosamente escrutado por mi familia. Cuánto rencor se podía respirar en el ambiente, avaricia también, miradas codiciosas, falsas por todas partes.

Ya estaba allí, no había vuelta atrás. ¿Dónde estaba el motivo de mi regreso? Estudie el salón detenidamente para ver si había algo que me diese una pista. Al fondo entre al gran espejo que lo reflejaba todo en su esplendor y la ventana por la que había visto pasar los largos y fríos días de infierno, estaba la puerta que daba a su dormitorio. Una luz tenue, amarilla y oscilante escapaba de esa estancia. Agarre fuertemente su mano haciéndole daño incluso, camine con decisión, pisando con valor y me enfrente a él, mi padre.

El gran lecho que siempre había presidido estas cuatro paredes había desaparecido, en su lugar la mortecina iluminación que provenía de las velas situadas a ambos lados de un ataúd fastuosamente decorado, bañaban un rostro pálido, muerto.

El olor a parca lo impregnaba todo, hacia muy poco que se había presentado aquí para reclamar el alma se este ser, que por desgracia formaba parte de mi. Al mirarlo ya no sentí nada, ni odio, ni amor de hija, nada, estaba vacía de sentimientos hacia él, la paz purifico mi espíritu, todo había acabado por fin, nunca jamás volvería a hacer daño.

Me di la vuelta, abracé a mi amor, lo besé y le susurré ¡Vámonos! Salimos por la puerta y tras nuestros pasos una oleada de murmullos llenó de indignación toda la casa, sin embargo no me afectó, era libre, por fin el mal había muerto para mí.

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