El Domingo del Perdón de Loa

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Un grabado más de la serie The homes of Ober-Ammergau, pintados por Eliza Pratt Greatorex en 1872. También lo he coloreado yo. Me ha parecido oportuno utilizar otro, como si el conjunto de los utilizados indicasen más claramente que se cuenta una historia concreta, en el blog.

Decidimos no esperar el ataque de Loa. Javier y Sol estuvieron de acuerdo en que era demasiado peligroso jugárselo todo a que fuésemos capaces de contenerlo, si enviaba hordas y hordas de zombis que no a saber si podríamos matar, así que, aunque había división de opiniones (Enrique no quería ni considerarlo, Jon dudaba, Javier estaba de acuerdo con el plan), decidí salir de nuevo en viaje de exploración, usando el poder de Brau.

Ahora le entiendo, cuando dice que cada vez tiene menos ganas de regresar al mundo real. Volar es algo único, soberbio., se siente uno ligero y feliz Y eso que yo no controlo ese Nuiz tan bien como él. Al margen de ir adelante o atrás, o flotar en una dirección u otra, poco más consigo hacer la mayor parte de las veces.

Hoy salí dos veces de mi cuerpo. La primera, a mediodía, bajo un sol de justicia que envolvía en un resplandor dorado el mundo de plata. Gracias a ese viaje, supe que el Pueblo D estaba vacío. Loa y sus hombres habían abandonado la casa del doctor Contreras. Sorprendida, busqué por los alrededores, alejándome en una espiral que se abría poco a poco, intentando localizar alguna pista.

Creí que estaría por el Cementerio C, porque divisé varias marcas rúnicas en las cercanías, seguramente parte del conjuro que tenía preparado para alzar masivamente a los muertos, pero no estaban por allí. Supuse que el aura a magia corrupta que envuelve ahora aquel sitio como el hongo de una bomba atómica también les afectaba a ellos y se mantenían a distancia. Lo supe cuando capté algo, voces que llegaban de la ermita perdida en el bosque. Estaban allí.

Volví a mi cuerpo y se lo conté a los demás. Decidimos que se fueran de Villa A todos los "civiles" (mi madre, Beatriz, la mujer y el adolescente, Pablo, que rescatamos de Pueblo B, además de Radar, que todavía no había recuperado el sentido) en el coche más grande, el Hummer, conducido por el doctor Contreras, protegido por Vito y Diego.

Como no era mala que se alejasen un buen trecho y se alojasen en otro lado, decidimos que fueran hasta Bakio, donde debían esperar nuestras noticias. Allí podrían quedarse en la que fue la casa de veraneo del doctor. Nos aseguraron que estaba organizada y disponible, ya que, poco después de irnos nosotros hacia el sur, el doctor Contreras, Vito y Diego, fueron allí, para comprobar si había posibilidades de suministro de provisiones. Al parecer, queda poca gente en Bakio, pero queda, algunos amigos del doctor, y lo bueno de todo es que, al ser un pueblo costero, se puede pescar. Por eso, entre lo que se consigue del huerto, las gallinas, las tres vacas y algunas ovejas que han recolectado, y lo que se trae semanalmente de Bakio, hay que reconocer que la dieta de Villa A es de lo más completa.

Enrique, Javier, Jon, Sol y yo nos quedamos aquí, con intención de dirigirnos a última hora de la tarde hacia el campamento de Marea, en el bosque. Desde allí, todos continuarían camino hacia la ermita, pero yo permanecería con uno de los soldados de Marea, y enviaría mi cuerpo astral por delante, para tener una visión adelantada de lo que iban a encontrarse los demás. Así, de haber algo de peligro, o algo importante en el momento, podría regresar y avisarles por el móvil.

Parecía un plan tan sencillo...

El problema fue que, Loa, había matado a sus propios hombres.

Los cuatro soldados estaban muertos en el interior ruinoso de la ermita. Yo me deslicé hacia allí tentativamente, atravesando la pared, asomándome ligeramente, como hice en casa del doctor Contreras el otro día. Me costó distinguir algo; aunque se había hundido parcialmente una zona del techo, el bosque era tan denso allí que la ermita estaba en penumbra. Por eso, al principio, no me di cuenta... Pensé que, simplemente, estaban esperando órdenes, rígidos como estacas. Pero, no; estaban muertos. Tenían los cuellos desgarrados y las pecheras de las camisas empapadas de sangre, que dibujaba grandes charcos a sus pies. Los habían degollado, pero permanecían de pie, tensos, con los ojos muy blancos. Seguían portando sus armas, uno de ellos con la pistola flojamente colgando de su mano.

REBECA GOYRI. Asomándome al mundo, por si te veo...Where stories live. Discover now