Domingo del Falso Amanecer

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Ninguna palabra humana puede describir el mundo, tal como lo vi anoche. Nada puede servir para explicaros cómo me sentía, cómo bullía la sangre en mis venas o qué energía susurraba en mi interior, pulsando con fuerza. Por eso, he hecho un compuesto con dos imágenes y muchos filtros.

Una ilustración del Paraíso Perdido de John Milton, elaborada por Gustave Doré en 1866 y el Germania, 1914, de Friedrich August von Kaulbach. He cambiado colores, filtrado, recortado y manipulado mucho. Aún así, sólo consigo que muestre lejanamente lo que quería decir.

El paisaje, en los alrededores del camposanto, estaba cubierto por esas criaturas aterradoras; el cielo, en el horizonte, relampagueaba furiosamente con colores imposibles, tonos llegados de algún lejano infierno y que sólo podía captar por completo gracias al Nuiz de demonio que poseía; y yo, una guerrera llena de ira y dispuesta a todo.

- Bien - aceptó Sol, hablando por el móvil, y le indicó a Enrique que detuviese el coche. Ninguno habíamos pronunciado palabra, en el trayecto - Radar dice que Popov está al otro lado de ese promontorio - yo también le sentía. Y a Rosa María. Pero, como no dominaba mi Nuiz no podía establecer distancias y posiciones con la misma habilidad que Radar. Yo simplemente avanzaba hasta darme de bruces, como había ocurrido con la tumba de mi padre. Claro, eso ahora mismo, no resultaba muy conveniente - Seguiremos a pie.

Fui tras ellos, un poco aturdida. Me sentía como borracha, totalmente embriagada por la atmósfera de la noche. Pensé que sería magia, esa magia en la que nunca había creído: magia por todos lados, magia libre y salvaje llegando por aquellas fisuras desde un abismo espantoso...

Mis huellas se marcaban firmemente en la tierra, quemaban la hierba. Steampunk vibraba entre mis manos.

- ¿Te encuentras bien? - me preguntó Enrique. Asentí, pensando que... Tenía delirios, espantosas visiones de sangre derramándose, cálida y densa, sobre piedras muy oscuras; de almas aullando eternamente en un umbral hecho de luz que no era luz, era... no sé. No lo sabía entonces y sigo sin saberlo. Era, simplemente, otra cosa. Algo pegajoso, que hacía que la piel se estremeciese ante la remota posibilidad de que pudiera tocarla - Si la cosa se complica, en el momento que lo digas, salimos corriendo.

Pobre Enrique, recuerdo haber pensado. ¿Hacia dónde pensará correr?

Desde el promontorio, vimos el cementerio, que quedaba al otro lado del valle. Estaba coronado por esa luz, ese torbellino de destellos y colores tan distintos de los que que conocíamos.

- La madre... - murmuró Sol.

- ¿Qué pasa allí? - preguntó Enrique, mirando asustado.

- El portal está prácticamente completo - contesté. No sé por qué lo sabía, pero no tenía ninguna duda; supongo que me lo decía mi naturaleza Edterran, cada vez más poderosa en mi interior - El Amo espera, en el otro lado. Casi puedo sentirle... - me estremecí - Casi percibo sus pensamientos.

- No - me dijo Sol - Ciérrate, Rebeca. No eres un Edterran. Si te percibe, no sabemos qué puede ocurrir.

Vi la construcción metálica, una plataforma en la que estaban Popov y sus acólitos. Pude oír una melodía: era un canto, lento, monótono, como el que describía mi padre de sus tiempos jóvenes, el que había oído durante la ceremonia en aquella casa. Tenía un claro efecto hipnótico, adormecedor. Al menos, para mí. No pareció afectar ni a Sol ni a Enrique, aunque no llegué a preguntarles.

Frente a la plataforma, atada a un árbol que se alzaba a pocos metros, estaba Rosa María, completamente desnuda, como la Andrómeda encadenada pintada en 1869 por Gustave Doré que acompaño. Pensé que se encontraba inconsciente, porque colgaba flojamente de las cadenas, pero entonces se movió para cambiar de postura, con un gesto de dolor.

REBECA GOYRI. Asomándome al mundo, por si te veo...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora