"Los caídos" cuarto libro de la saga "Todos mis demonios" cap. 11

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11.     Los caídos.

Alcancé a César cuando iba remontando los escalones de piedra en los que desembocaba el frío y húmedo corredor y lo seguí por la plana superior haciéndome eco de su silencio. Al echar un vistazo a mí alrededor me percaté de que el cuarto en el que había estado se encontraba en gran parte bajo el nivel de la tierra, salvo aquella ventanita cuya forma y ubicación, apuntaba al cielo impidiendo la vista de nada más. Por las ventanas delante de las cuales pasamos rumbo a la cocina, me percaté de que nos encontrábamos en un lugar algo elevado, alrededor del cual, después de un amplio patio adoquinado, se alzaba un bosque denso y oscuro.

- Es por aquí- indicó César apuntando la primer puerta a nuestra izquierda. La abrió para mí y me cedió el paso. Pese a que era de noche, la cocina se encontraba invadida por una luz plateada que hacía brillar los ceramios blancos de las paredes y las baldosas graníticas del piso.

La cocina era enorme, algo antigua sin embargo bien preparada para atender a las necesidades de un centenar de comensales. Anafes, varios hornos, amplias mesadas. Pilas de cacerolas, sartenes, platos y vasos; tres heladeras tanto más modernas y un freezer blanco del tamaño de una un auto pequeño.

Olía a ajo y a levadura.

Todo a lo largo de la amplia cocina, discurría una mesa de unos seis o siete metros de largo. No llegué a contarlas pero arriesgo que la rodeaban unas treinta sillas o algo así.

Al final de la cocina, en la pared, había un pasa platos, y junto a este, una puerta de doble hoja, más allá un enorme refectorio vacío, equipado con el mismo tipo de mesas y sillas que la que había aquí. Junto a la puerta un carro en el que se apilaban bandejas vacías.

César entró y cerró la puerta.

Mi anfitrión encendió las luces.

- Toma asiento donde gustes- pasó junto a mí y siguió de largo, yo me había quedado parada en el espacio entre la mesa y unas cajas de madera apiladas contra la pared-. Debe haber sobrado algo de la cena- murmuró más para sí que para mí, mientras caminaba rumbo a la heladera-. Puedo calentártela en el microondas-. Abrió la heladera y espió dentro-. Sí, no es nada del otro mundo. Servirá para sacarnos del apuro-. Metió un brazo dentro del refrigerador-. Es pasta-. Sacó una fuente de metal, cubierta con papel film-. Es una fuente de energía instantánea; te vendrá muy bien.

Cerró la heladera y caminó hasta la mesada en la que se encontraba uno de los tres microondas. Dejó la fuente sobre esta y fue a buscar un plato-. Vamos, siéntate- insistió mientras tomaba un tenedor, un chuchillo y una cuchara de un cajón en el que estaban acomodados decenas de cubiertos-. No voy a pensar que eres débil simplemente por aceptar la comida que te ofrezco-. Sus labios insinuaron una sonrisa, se dio la vuelta y comenzó a servir pasta en el plato hondo que tomara del final de una inestable torre-. Es todo lo contrario, si te alimento es porque sé que eso te tranquilizará. Sé que también te hará más fuerte, pero confío que eres inteligente y centrada, y que no te lanzaras a partirme el cuello cuando tu hombro sane. Además, creo que eres una persona de honor, y como esta noche te salvamos la vida, no acabarás con la mía, no al menos hasta que te cuente todo lo que sé- ahora sonrió con ganas-. Bromeaba, no creo que vayas a matarme, sé que no eres de ese tipo de demonios.

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