"Los caídos" cuarto libro de la saga "Todos mis demonios". Capítulo 4.

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4. Luna menguante.

Al otro lado de la pequeña ventana, la luna menguante brillaba. Dentro, ardían tres soles a punto de convertirse en supernovas capaces de convertir en polvo a toda la humanidad.

Por encima de su diario parisino, Vicente espiaba en dirección a Anežka. La chica dormía acurrucada en la amplia butaca, arropada con una manta beige. Incluso dormida, ella desparramaba una gran cantidad de energía (la cual como nos encontrábamos encerrados dentro de la cabina, no tenía por dónde escapar).

Al otro lado del avión, yo frente a Vicente, sostenía una taza de café entre las manos, procurando entretenerme bebiendo, cosa que obviamente, no daba resultado. Los nervios, la presencia de Anežka, mi discusión con mi esposo (eso continúa sonándome raro), ser consciente de que volvería a ver a Eleazar en un par de horas…a mi padre-pensé-, al Diablo, Lucifer, hacía que mi temperatura se mantuviese mucho más alta de lo normal.

Esta suerte de fusión nuclear se completaba con Vicente, no sé si por algo en particular, o por la suma de todo, él también irradiaba demasiada energía.

Fugaces, sus ojos pasaron sobre mí cuando cerró el diario. Con la mano sana, se estiró y apagó la luz de encima de su cabeza. Su otra mano, herida y vendada, descansaba sobre su pecho. Se acomodó sobre el asiento y cerró los ojos.

- Qué demonios sucede aquí- me pregunté en silencio-. Decidida a no dejar las cosas como estaban, coloqué la taza sobre la mesita y me levanté de mi lugar. Fui hasta él y me paré frente a sus rodillas. Mi cercanía le hizo abrir los ojos.

- ¿Qué?- me preguntó en un susurro.

Me incliné sobre él y comencé a besarlo.

- Nada cambiará- le juré cuando colocó su mano sana y caliente sobre mi muslo.

- No hagas promesas que luego no podrás cumplir.

- Voy a mantener mi palabra.

- Esto es lo mejor que yo haya tenido jamás y no quiero perderlo.

- No vamos a perderlo- acomodándome sobre su regazo rodeé mis hombros con su brazo-. Tú y yo hasta el fin de los tiempos, por siempre.

- Sea lo que sea que eso signifique- apostilló él. Cosa que no me gustó.

Tengo tendencia a querer quedarme siempre con la última palabra, quizá, esta, por primera vez, debió ser la oportunidad en que debí hablar, en vez de callar, sin embargo, como sus ojos me pedían silencio, lo abracé y cerré la boca.

Antes de llegar  París llamé a Eleazar a su celular, otra vez no contestó (era la tercera que me saltaba la casilla de mensajes; mucha tecnología y así y todo cada vez que deseaba ponerme en contacto con alguien, no podía), de modo que le dejé un mensaje avisándole que en un par de horas llegaría a su departamento. Preferí no adelantarle nada sobre los motivos que me llevaban no solamente a llamarlo, sino a visitarlo. Esta sería la primera vez desde la noche en que nos salvó a Vicente y a mí, que nos veríamos las caras. Es más, desde entonces no habíamos tenido mayor comunicación. Eleazar me llamó dos veces, la primera para saludarme por mi casamiento, y la segunda, como no le respondí el llamado, para ver si yo aún continuaba con vida.

El frío de París no tenía mucho que envidiarle al de Praga.

En un inmenso auto de alquiler metimos nuestro equipaje y emprendimos camino al departamento de Eleazar. Si bien la ciudad parecía todavía dormida, el día ya despuntaba. El sol teñía el concreto de la autopista, sus carteles, la nieve y la pintura de nuestro auto, de dorado. Incluso nuestros rostros tenían algo de color.

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