Capítulo XV.

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Samael


Para alguien como yo, un ser que no está sujeto a los cambios del mismo modo que un mortal, es difícil olvidar incluso sensaciones. El único medio, la única forma existente en el mundo para eliminar lo que —a ojos de Dios— un arcángel tiene terminantemente prohibido sentir, es la ambrosía.

Suprime recuerdos, los bloquea, los mantiene ocultos en un rincón oscuro, detrás de un muro muy grueso que no puedes rascar, y cuando llega el momento adecuado, tu mente los deshecha porque resultan inservibles. Porque esos recuerdos ya no tienen ningún propósito. Porque aquello a lo que estabas atado, finalmente te ha soltado.

Ambrosía es una palabra que los arcángeles aborrecen escuchar. Es una medida desesperada. Una salida fácil para un irreflexivo acto de imprudencia, porque la línea que separa a un arcángel de ser seducido por la mortalidad, es angustiantemente fina. Y Dios no tolera los descuidos.

Recurrir a la ambrosía es tener la certeza de que el motivo por el que la bebes dejará de ser un problema. No hay retorno. No hay forma en la que puedas recuperar todos esos recuerdos que la ambrosía te quitó, y precisamente eso fue el problema conmigo, porque todas mis memorias detrás de ese grueso muro, no fueron desechadas, solo estaban adormecidas.

Estaban en un maldito limbo, y tenerlas de regreso fue un proceso física y emocionalmente doloroso. No creí que fuese capaz de pensar en esa palabra sin avergonzarme, sin detestarla, sin creer firmemente en lo absurdo de su concepto mismo, pero cuando volvieron a mí todos esos momentos, los errores, mis malas decisiones, mezclados con la intensidad y la comprensión de unos ojos verdes, sentí que perdí el dominio de mí mismo.

No estaba razonando. Mis arrebatos, originados por esos recuerdos, me estaban llevando a destruir el Infierno desde los cimientos, y no quería detenerme porque lo único que había en mi cabeza, además de dolor, era la certeza de que toda la Creación tenía que pagar por lo que me había sido arrebatado, hasta que en un breve instante de lucidez, determiné la razón de todo esto. Ese problema que debí cortar desde la raíz y que ahora yacía recluido en un rincón del Infierno, encerrado en una jaula.

Mi Padre no es de los que se ensucian las manos. No interviene, y esa falsa propaganda de «Dios actúa de formas misteriosas» es su excusa, un pobre argumento para encubrir destrucciones bíblicas y cuyo su único fundamento sea lo mismo que lo puso en evidencia en el Antiguo Testamento: los alcances de su ira. La Creación sabe lo que un Dios iracundo es capaz de hacer, por eso no va a intervenir. No otra vez. Y menos cuando tiene detrás de él a un maldito arcángel desesperado por atención.

Absenta.Where stories live. Discover now