Capítulo 31: Papeles invertidos

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Jade salió esa misma noche

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Jade salió esa misma noche. Sí, me puse tan contenta que confieso me sentí un poco mal al comparar mi sonrisa con su rostro triste al regresar. Ni siquiera le presté atención a las disculpas de tío Gerardo, que quiso justificar no nos dedicara una sola mirada a papá y a mí, antes de marcharse a su cuarto. No me importó, estaba demasiado feliz, al saber que al fin estaba en su casa que hasta acepté papá me acompañara a casa. Todo iba bien hasta que mi tía puso una posibilidad sobre la mesa.

—Deberías hablar con ella antes de irte —me pidió mi tía cuando me despedí de ella.

—No creo que sea una buena idea —admití incómoda. Yo no era su persona favorita, y suponía que no le haría mucha gracia verme, mucho menos después de un día tan complicado.

Era mejor dejarla descansar.

—Te aseguro que sí —insistió. Torcí los labios—. Vamos, linda, hazlo por mí —dijo a sabiendas que si era ella quien me lo pedía me sería imposible negarme.

Le di un vistazo a papá, que me esperaba en la puerta charlando con el tío Gerardo, en silencio le pregunté su opinión y su ligero asentimiento fue lo único que necesite.  Respiré hondo ante la sonrisa de mi tía que me lo agradeció, acomodé la asa de mi bolso y me encaminé a su cuarto sin esperar nada bueno.

El suave llanto que escapaba de la puerta abierta de Jade me hizo un nudo en el estómago. La luz estaba encendida así que por la rendija distinguí a mi prima, recostaba en su cama, dando la espalda. Estaba tan acostumbrada a su imagen perfecta que verla así, tan vulnerable,  estrujó mi corazón.

Tranquila, un pequeño comentario y te vas, eso también es hablar, me animé sacudiendo mis hombros para liberar la tensión antes de armarme de valor y golpear la madera.

El sonido la hizo pegar un respingo, se giró deprisa encontrándose conmigo esperando en el umbral. Su cara fue un poema, un poema de esos que te hacen llorar aunque ni siquiera los entiende.

—Dulce...

Había estado llorando, su voz entrecortada, rostro rojizo y ojos hinchados eliminaron dudas.

—¡No me mates, por favor! —le supliqué alzando las manos antes de entrar. Pensé que se levantaría y me echaría de una patada, pero no, se quedó ahí como si ni siquiera tuviera fuerzas para odiarme—. Solo quería saber cómo estabas. Dios, esa fue una pregunta muy tonta —me regañé, cerrando los ojos al meditarlo—, pero no se me ocurre una mejor —admití.

Jade no me reclamó mi falta de imaginación, se echó al colchón enterando la cara en la almohada.

—Horrible, miserable, avergonzada, como la estúpida más grande del mundo —escupió.

Sin estar acostumbrada a verla llorar me acerqué al borde de la cama, sentándome a su lado para hacerle compañía. Esa descripción encajaba conmigo muchas veces.

Un dulce y encantador dilemaWhere stories live. Discover now