Capítulo 28: Los fantasmas no son buenos consejeros

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Me sentí una ladrona cuando me llevé el dinero que había prometido le entregaría a Doña Lena a cambio de su hospedaje, pero es que a mí pesar era lo único que tenía en mis manos

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Me sentí una ladrona cuando me llevé el dinero que había prometido le entregaría a Doña Lena a cambio de su hospedaje, pero es que a mí pesar era lo único que tenía en mis manos. Le di un último vistazo a su casa mientras el taxista me ayudó a subir las maletas en la cajuela. Seguro debió preguntarse de dónde había salido vestida así, como una princesa, novia o la llorona. Ni siquiera me di tiempo de cambiarme de ropa, apenas logré guardar mis cosas salí. Confieso que una parte de mí, ridícula e irracional, guardó la ligera esperanza de que Andy saliera por esa puerta y me llamara, incluso permanecí un rato esperando, no para impedir me marchara, solo para que me regalara un abrazo como el que me dio la noche que llegué, pero aunque mantuve mis ojos fijos en ese punto sabía que no lo haría porque se lo había pedido y él siempre cumplía su palabra. No podía romperle el corazón y esperar curara el mío.

Teniendo claro estaba donde merecía, me perdí en mi reflejo en la ventanilla después de dictarle al conductor el camino. Me había resistido tanto como pude, pero no pude escapar del destino. Contemplando mi maquillaje corrido en el cristal me burlé al creer sería el mejor día de mi vida. El mejor día de mi vida, repetí riendo amargamente. Resoplé antes de echar la cabeza atrás, clavando los ojos en el techo del vehículo los sentí escocer, pero me negué a llorar. Contuve el huracán que amenazaba con estallar en mi interior porque sabía aún me faltaba lo más difícil.

Lo comprobé cuando el automóvil se detuvo y no pude huir.

Un nudo a causa del miedo, la nostalgia, la tristeza me cortó la respiración al reencontrarme con esa familiar puerta. Con la mirada perdida en la madera, con recuerdos arremolinándose, mis dedos temblorosos buscaron las llaves que siempre llevaba conmigo. Hasta el sonido del llavero me hizo temblar. Mi corazón crujió en mi pecho cuando la cerradura cedió. Contemplándolo como una niña que teme a la oscuridad aguardé en el umbral, reuniendo el valor para enfrentarme a los fantasmas del otro lado.

«Que papá pagara la luz, pagara la luz», deseé cuando me animé a dar un paso. Mis dedos intentaron hallar el interruptor en la pared, lo encontraron enseguida, mi viejo hogar se iluminó en un chispazo.

De vuelta al principio.

La luz se posó sobre los muebles abandonados que antes habían servido como trampolines, castillos o montañas. Respiré hondo ante el cruel silencio que me recibió. Todo era diferente. Distraída dejé mis maletas a un lado mientras mis ojos repasaba los rincones que empezaban a borrarse de mi memoria. Divisé las escaleras y obedeciendo un impulso me dejé guiar por esos escalones en los que solo resonaba el eco de mis tacones. Respiré para mantenerme firme mientras luchaba contra las sombras que se burlaban de lo fácil que era hacerme pedazos.

Tras encender otra bombilla di con mi vieja habitación abierta, con la poca luz que se colaba por la rendija creí apreciar mis olvidados posters y el enredón rosa que tanto me gustaba, quise comprobarlo, pero algo robó mi atención. Mis ojos se fijaron en el cuarto al fondo, mi corazón se estrujó, al reconocer el sitio al que siempre acudía cuando me sentía pérdida.

Un dulce y encantador dilemaWhere stories live. Discover now