Una identidad inesperada - Ho...

By Elein88

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Gandalf teme que la ayuda de Bilbo no sea suficiente para la misión que Thorin pretende llevar a cabo, así qu... More

1. Iriel
2. Rhein
3. Uno más
4. Una oscura amenaza
5. Un secreto compartido
6. Una morada amiga
7. Una noche bajo la luna
9. Confesiones por el camino
10. Las entrañas de la montaña
11. Un casco quebrado
12. Un rescate inesperado
13. Un respiro
14. Otro anillo
15. Un extraño despertar
16. Dol Guldur
17. Recuerdos de pesadilla
18. El Nigromante
19. Un vuelo interminable
20. Capturados
21. Una fiesta inesperada
22. Thranduil
23. Ciudad del Lago
24. El preludio de la tormenta
25. Un cambio de planes
26. Entrando en la montaña
27. Smaug
28. Una alianza equivocada
29. Una cruel decisión (parte 1)
30. Una cruel decisión (parte 2)
31. El coraje de un hobbit
32. El rescate
33. El lago en llamas
34. Volver a empezar
35. Un nuevo enemigo: la Piedra del Arca
36. Traición
37. La llamada de una guerra
38. Por aquel a quien amas
39. Demonios en la oscuridad

8. El Concilio Blanco

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By Elein88

El día transcurrió con rapidez. Los enanos se las apañaron para irrumpir en la pacífica calma que caracterizaba a la raza de los elfos y a sus ciudades. Sus ásperas voces resonaban en aquel refugio donde reinaba la tranquilidad más absoluta a lo largo y ancho de sus muros. Una aburrida tranquilidad en la opinión de los enanos. Durante la mañana evitaron cualquier contacto con sus anfitriones siempre que les fue posible. Los elfos tampoco parecían querer acercarse mucho a sus nuevos invitados. Siempre que se cruzaban con alguno, estos caminaban con paso ligero, sin inmutar sus rostros, sólo saludándoles con alguna ligera inclinación de cabeza. A pesar de que era evidente que no se encontraban cómodos, ninguno mostró ningún gesto de descortesía, al contrario, se ofrecían a complacerles en todo lo que pedían. La impecable hospitalidad de los elfos era bien conocida, aunque los enanos se negaran a admitirlo.

Thorin aprovechó la mañana para pedirles mapas e información sobre la región. Consultó todos aquellos libros y pergaminos con Gandalf y Balin, debatiendo cuál sería el mejor camino para llegar a la montaña. Pronto comprendieron que el más corto no sería precisamente el menos peligroso. Sopesaron todos los senderos, los pasos, los ríos, los bosques, las montañas. El camino que debían tomar era abrupto y angosto. Deberían renunciar a la ayuda de las monturas, aquellos animales serían más una carga que una ayuda en esos terrenos. Tendrían que apañárselas a pie, cargando con las provisiones ellos mismos. Gandalf se acercó a Iriel para darle esta información, la joven debía dejar a su caballo al cuidado de los elfos. Iriel casi se alegró, no quería que le pasara nada a esa gentil criatura, ya había tenido bastante suerte de llegar hasta allí sana y salva. Los elfos la cuidarían bien. Se acercó hasta las cuadras para explicárselo al animal. Lo habían bañado y cepillado, ahora era mucho más hermoso y su albino pelaje brillaba todavía más. El caballo mordisqueaba felizmente la comida que tenía a su alcance. Incluso parecía confraternizar con algunas yeguas que se encontraban a su lado. Iriel esbozó una amplia sonrisa. Acarició el hocico del animal durante un buen rato y finalmente lo abrazó.

—Te dejo al cuidado de estos elfos, ellos te darán todo lo que necesites. —Aunque sabía que le dejaba en un lugar mejor, una despedida rotunda le dolía demasiado, así que le hizo una promesa, necesitaba convertir aquel adiós en un "hasta que nos volvamos a ver"—. No te preocupes, te prometo que volveré a por ti cuando todo esto haya acabado.

Dejó las cuadras y subió hasta la plaza principal para volver a reunirse con los enanos. Allí estaban todos, entretenidos en sus conversaciones, intentando ignorar lo que parecía élfico y distinguido, que era todo cuanto había a su alrededor.

Lo que no rechazaron fueron los suculentos manjares que les ofrecieron a la hora de comer. Los enanos empezaron a comer con las manos antes de que hubieran terminado de colocar todos los platos sobre la mesa, lo que provocó más de una mirada de repulsión por parte de los elfos que servían la comida. Gandalf, Thorin, Iriel y Bilbo eran los únicos que parecían conservar sus modales. Thorin parecía algo más centrado tras la conversación con Dwalin. Su gesto volvía a ser duro, las corazas que envolvían sus sentimientos habían vuelto a ocupar su puesto. El haber dedicado toda la mañana a trazar un sendero para la expedición le permitió volver a centrarse en su verdadero objetivo y dedicarle todos y cada uno de sus pensamientos. Iriel evitó mirarlo durante toda la comida, decidió concentrarse en Kíli y Fíli que hacían malabares con manzanas y melocotones e intentaban disparar granos de uva hacia el pelo de Nori, que no se percató de este inofensivo ataque a traición hasta que uno de ellos le golpeó la nariz.

Comenzó una guerra de comida sin piedad entre todos ellos. Arrojaron panecillos, naranjas, plátanos, huesos con restos de carne, espinas de pescado, zanahorias y todo lo que se les puso por delante. Bilbo aprovechó para ocultarse bajo la mesa en cuanto presintió que podía salir mal parado. Iriel cogió uno de los platos y lo usó como escudo ante cualquier proyectil que se le acercaba. Todos los objetos arrojadizos parecían esquivar al mago y al rey enano, que se encontraban concentrados fumando. Esta misteriosa aura de protección que les envolvía no era sino obra del sentido común que, muy en el fondo, poseían los enanos. Todos los allí presentes sabían que no serían perdonados si alcanzaban a uno de los dos con sus proyectiles, incluso en aquella batalla caótica eran conscientes de ello y por eso controlaron su brazo evitando lanzar nada en esa dirección. Las risas sucedieron a aquella divertida pelea.

Llegó la tarde y algunos aprovecharon para disfrutar de una placentera siesta. Su descanso se vio interrumpido por los elfos, que con buena voluntad, se acercaron para deleitarles con la suave melodía de sus arpas y sus flautas, pero no a todos los enanos les gustó ese refinado sonido. Óin cubrió su trompetilla con un pañuelo viejo y siguió durmiendo.

En una de las pocas conversaciones que tuvieron con ellos, mientras esperaban a que Elrond acabara con sus obligaciones y les atendiera, descubrieron cómo se llamaban las impresionantes espadas que había adquirido en la caverna de los trolls. Los que les facilitaron esta información fueron unos elfos jóvenes, aunque era difícil asegurarlo ante una raza cuya edad escapaba a los estragos del tiempo. Eran tres, uno castaño con una túnica gris, otro moreno con los cabellos recogidos en una diadema plateada y otro castaño caoba con una túnica aguamarina que resaltaba el color de sus ojos verdes. Todos ellos parecían sorprendidos de que semejantes tesoros hubieran acabado en sus manos.

—Fueron fabricadas en Gondolin por los Altos Elfos del Oeste para las guerras contra los trasgos. Ésa. —El elfo de ojos verdes señaló hacia la elegante y curvada espada de Thorin—: es Orcrist, la Hendedora de Trasgos. La vuestra —prosiguió haciendo una reverencia al mago—: es Glamdring, Martillo de Enemigos, la cual perteneció una vez al rey de Gondolin.

Ambos parecían satisfechos del orgulloso nombre que ostentaban sus espadas. Bilbo no se atrevió a preguntar el nombre de la suya. No le importaba que no tuviera una honorable historia bajo su filo, él se encargaría de demostrar su valía con ella y le pondría un nombre digno de sus hazañas.

El sol empezaba a ponerse ya en el valle. Elrond se acercó hacia sus invitados, por fin había acabado los asuntos del día y podía ofrecerles unos minutos de su compañía. Elrond quería hablar a solas con el mago, pero se percató de que ni Thorin ni Balin tenían intención de apartarse de su lado.

—He oído que me estabais esperando para hablar de algo importante. Por favor, acompañadme, iremos a un lugar más apropiado.

Se alejaron del patio y acompañaron al señor de los elfos hacia uno de los salones de su morada.

—¿Y bien? ¿En qué os puedo ayudar?

El mago se adelantó para dirigirse a él.

—Veréis, ha llegado a nuestras manos un mapa que no sabemos interpretar. Creemos que contiene un mensaje cifrado, pero nuestros conocimientos no son suficientes. Confío en que los vuestros sobre antiguas lenguas sean capaces de descifrarlo.

La duda se dibujó en el rostro de Elrond.

—Mostradme el mapa y veré qué puedo hacer.

Gandalf se giró hacia Thorin con la mano extendida. El enano no se movió ni un milímetro. Gandalf agitó el brazo con una mirada inquisitiva. Thorin le devolvió la mirada sin inmutarse.

—Ese mapa es un legado de mi pueblo.

Gandalf entornó los ojos en señal de agotamiento de su paciencia. ‹‹Por el amor del cielo, Durin, menuda testarudez ha heredado tu linaje››.

—Entrégamelo, Thorin Escudo de Roble. —El mago siempre apelaba a su nombre completo cuando quería darle gravedad a su voz.

El enano siguió resistiéndose, pero una parte de él sabía que necesitaban la ayuda del elfo. Sacó el mapa de sus bolsillos y se lo entregó al mago con amargura. Estaba entregándole el tesoro de su pueblo, lo único que le quedaba de su abuelo. Su amargo recuerdo le azotó el corazón. Recordó cómo se había obsesionado con el brillo del oro, cómo pasaba noche tras noche contando monedas y piedras preciosas, y sobre todo cómo admiraba aquella joya que reflejaba por igual la luz del cielo y las entrañas de la montaña. De su montaña. La Piedra del Arca se había perdido bajo las garras del dragón.

La envejecida mano de Balin se apoyó sobre el hombro de Thorin, recordándole que no estaba solo. Gandalf entregó el enrollado mapa. Elrond no pudo ocultar su expresión de asombro cuando lo desplegó.

—¡Erebor! ¿Por qué...? —Por una vez el sereno rostro del elfo pareció preocupado, las palabras se atropellaron en su garganta—. ¿Para qué queréis información sobre este lugar? ¿Cuál es el motivo de vuestro interés por la Montaña Solitaria?

Thorin iba a contestarle, pero Balin le detuvo. Gandalf se apresuró a contestar en su lugar.

—Nuestro motivo es puramente intelectual. Dime, amigo Elrond. —Intentando desviar la conversación—. ¿Puedes leer los secretos que oculta?

Elrond examinó el mapa en silencio. Finalmente contestó.

—Este mapa está escrito con runas lunares, no pueden verse a simple vista.

Thorin y Balin se miraron sorprendidos. ¿Cómo no se les había ocurrido? Gandalf felicitó al elfo.

—¿Y puedes leerlas?

—Las runas lunares sólo pueden ser leídas bajo los rayos de una luna en la misma fase y estación en la que fueron escritas. —Volvió a explorar el pergamino—. Éstas fueron escritas bajo un solsticio de verano con luna creciente.

Cogió el pergamino y empezó a caminar por los pasillos de su propiedad. Todos los demás le siguieron sin decir nada. Subieron unas escaleras hasta que salieron a una estancia de piedra completamente iluminada por la luna. Era el observatorio. Elrond se acercó hacia una enorme piedra de cristal que se encontraba al borde del despeñadero y apoyó el mapa sobre ella.

—Los astros parecen estar de vuestro lado. Esa misma luna brilla esta noche.

Los labios de Thorin dibujaron una sonrisa de triunfo. Aquello no podía ser un simple capricho del destino. Demasiadas casualidades estaban guiando su viaje. Los cuervos regresando a la montaña, la recuperación del viejo mapa de su abuelo, la llave secreta custodiada por un padre que creía haberle dado la espalda a su pueblo hace muchos años y ahora, la luz de una enigmática luna revelando un mensaje oculto. Todas las señales apuntaban a la misma dirección. Había llegado la hora. La hora de reclamar su hogar, la hora de que aquel majestuoso reino resurgiera del olvido mostrando su esplendor al mundo. Thorin estaba completamente convencido de su deber. Era ahora o nunca.

—‹‹Estad cerca de la piedra gris cuando llame el zorzal y el sol poniente brillará sobre el ojo de la cerradura con las últimas luces del Día de Durin›› —leyó Elrond. Aquellas palabras sobresaltaron a los enanos. El Día de Durin no se hallaba muy distante y todavía les quedaba un largo camino por delante. No podían perder más el tiempo.

Thorin hizo una reverencia al elfo y agarró el mapa con brusquedad para salir de allí. Mientras se alejaban del observatorio a grandes zancadas, le pareció escuchar cómo Elrond interrogaba al mago sobre sus verdaderas intenciones, ambos se habían quedado junto a la piedra de cristal. A Thorin no le importaba lo que pensaran los elfos sobre su misión, si creían que era un irracional suicidio o una pérdida de tiempo, él tenía muy claro lo que debía hacer. Se apresuró a las dependencias de los enanos para informarles de todo lo que habían averiguado y preparar la marcha. Tras contarles a sus hombres sus nuevas intenciones se dirigió a las despensas de los elfos. Allí les informó de que todo el grupo partiría al alba y que necesitaban provisiones para regresar a casa. Por supuesto aquellos elfos dieron por hecho que se dirigían hacia sus casas en las Montañas Azules y Thorin no pensaba sacarlos de su error. El resto de los enanos empezaron a preparar sus cosas para la partida.

Ahora que ya no contaban con la ayuda de las monturas debían coger sólo lo que fuera estrictamente necesario. Armas, utensilios de cocina, varias cuerdas, navajas y poco más. Iriel también empezó a rebuscar en su mochila, debía liberarse de bastante carga. La mochila era demasiado grande e incómoda para llevarla a cuestas durante todo el viaje. Los elfos adivinaron sus pensamientos y poco después le ofrecieron una bolsa de cuero mucho más manejable. Aquella bolsa era perfecta. Se pasó la correa por la cabeza y el hombro para probársela. La bolsa le quedaba a la altura de la cintura. Tenía varios bolsillos en su interior para poder ordenar sus pertenencias. Agradeció el regalo a los elfos y empezó a guardar sus cosas. Se aseguró de envolver los viales que contenían el veneno de los hombres-lobo con varios pañuelos, no quería que se rompieran antes de haberles dado uso. Guardó también un gancho y varios frascos con hierbas medicinales.

Una vez terminados los preparativos de su partida, todos fueron a sus camas a descansar. Tardarían mucho tiempo en volver a dormir en un lugar tan cómodo, debían aprovecharlo bien.

Con los primeros rayos del alba Gandalf se presentó ante Thorin. El enano llevaba un buen rato despierto, pensando.

—Debo asistir al Concilio Blanco junto a los más sabios guardianes de la Tierra Media. Cuando haya terminado me reuniré con vosotros en el Paso Alto de las Montañas Nubladas.

Thorin ni siquiera se molestó en reprocharle al mago su nueva ausencia.

Gandalf se alejó de allí mientras los enanos emprendían la marcha. Elrond le estaba esperando en la Cámara del Concilio. Tras solucionar los misterios del mapa de Thrór, ahora debía encargarse de unos oscuros asuntos que no habían dejado de atormentarle durante semanas. Subió las escaleras apoyándose en su retorcido bastón hasta que llegó a la gran cámara. Se trataba de un edificio circular cubierto por una cúpula con amplios ventanales en el techo. Su emplazamiento ofrecía una impresionante vista de todo el valle. Cada columna estaba decorada por detalladas doncellas élficas en elegantes posiciones. Nada más entrar le pareció ver unos cabellos dorados entre ellas. Un sentimiento de pureza le invadió. La Dama de Lórien se encontraba allí.

La sonrisa de Galadriel ahuyentó por un momento todos los temores del Istar. La luz que desprendía esta mujer elfa era capaz de purificar todos los males. La portadora de Nenya, uno de los tres anillos élficos, era una mujer de extraordinaria belleza y sabiduría. Ella le escucharía, pues siempre lo había hecho.

El mago se apresuró a tomar asiento junto a la gran mesa de piedra que se encontraba en mitad de la sala. Tenía que contarles a Elrond y a Galadriel todo lo que había averiguado. Iba a empezar a hablar cuando una nueva presencia apareció en el lugar.

—¿No pretenderíais comenzar el Concilio Blanco sin mí, Saruman el Blanco?

Había viajado hasta allí desde el sur de las Montañas Nubladas, desde Isengard, donde tenía su morada. En el centro de este fortificado lugar se erigía una puntiaguda torre de roca negra, Orthanc, cuya estructura recordaba mucho al bastón que portaba el mago. Aquel hombre era el jefe de los cinco magos de la Tierra Media. Gandalf no podía negar su gran sabiduría y poder pero sospechaba que una sombra corrompía poco a poco el alma de su superior. Saruman nunca había creído en las advertencias que le había anunciado con sensatez el mago, esta vez no iba ser diferente. No había contado con su presencia en aquella sagrada reunión, esto complicaba un poco las cosas.

Saruman tomó asiento bajo la mirada de todos. Elrond invitó a hablar al mago.

—Algo estremece nuestro mundo, una amenaza invisible está empezando a moverse bajo nuestros pies.

Saruman le interrumpió.

—¡Otra vez con lo mismo! Gandalf, tu mente sí que está imaginando enemigos invisibles. No hay nada amenazando la Tierra Media, el Señor Oscuro fue derrotado hace tiempo.

—Hemos vigilado la tierra durante cientos de años, vivimos una época de paz, no hay nada que indique que eso vaya a cambiar —le respondió el elfo, su voz sonaba calmada y paternal, a diferencia de la de Saruman. La Dama de Lórien caminaba alrededor de la mesa, con las manos entrelazadas sobre su vientre, escuchando en silencio las palabras de sus compañeros. Gandalf volvió a hablar.

—Lo que yo he visto no ha sido producto de mi imaginación. Las criaturas de nuestro mundo lo perciben, tanto las oscuras como las nobles. Gaurhoth...

Los elfos se estremecieron al escuchar esa palabra.

—He visto hombres-lobo fuera de su hogar, trolls que se alejan de sus profundas cuevas y se adentran en la tierra, olifantes sin control huyendo en manadas...

Saruman volvió a interrumpirle.

—Eso no son señales, esas inferiores criaturas habrán decidido cambiar de rumbo, nada más.

Los elfos se miraron entre ellos, una creciente tensión se reflejaba en sus ojos. Gandalf siguió hablando.

—El Bosque Verde está enfermo. Las arañas se han arrastrado hasta él desde Dol Guldur. He hablado con Radagast, el Pardo...

Saruman interrumpió esta vez con desprecio. Su voz resonó agresivamente entre las columnas.

—¿Radagast, el Pardo? Yo no me molestaría en escuchar las palabras de ese mago demente. Las setas le han envenenado el cerebro.

La ausencia de simpatía que sentía por su compañero era innegable. Gandalf intentó rebatirle educadamente.

—Es cierto que es una persona peculiar que muchos considerarían que roza la locura, pero sigue siendo un sabio aliado. Un oscuro veneno se extiende por el bosque, como una magia tenebrosa. Ha seguido su rastro desde Rhosgobel hasta Dol Guldur.

Esta vez fue Elrond quien interrumpió al mago.

—¿Y qué ha encontrado en las ruinas de esa antigua fortaleza?

Gandalf tragó saliva, todavía se estremecía ante lo que Radagast había descubierto.

—Una magia más oscura que la que conocemos. Ha visto caminar a los muertos. Ha visto el poder... de un nigromante.

Los elfos se estremecieron, Galadriel detuvo sus pasos. Saruman dio un golpe en el suelo con su bastón y comenzó a reír.

—¿Te das cuenta de las majaderías que estás diciendo? Un nigromante... Radagast ha debido contagiarte con sus alucinaciones.

La voz de Galadriel empezó a entrar en la mente de Gandalf con total claridad. La mujer elfa le estaba hablando sólo a él. Compartía los temores del mago y no quería manifestar sus pensamientos delante de Saruman. Ambos mantuvieron una conversación privada mientras Saruman seguía despotricando en contra de su compañero amante de los animales. El Concilio se prologó más de lo esperado, tenían muchas especulaciones que debatir. También abarcaron el tema de los enanos, pero Gandalf se negó a revelar nada sobre la expedición, aunque estaba seguro de que el señor elfo había adivinado sus intenciones al examinar el mapa.

Finalmente la reunión se disolvió y cada uno volvió a sus asuntos. Cuando Gandalf creyó que se había quedado solo, caminó cabizbajo. Comenzó a mecer su larga y plateada barba cuando Galadriel apareció a su lado. Le miró durante un rato sin pronunciar palabra. Aquellos ojos azules proyectaban una calma antinatural, un refugio para el alma, aunque en esta ocasión le miraban preocupada, como queriendo ocultar un dolor que afligía a su corazón. Finalmente habló y su voz se escuchó tan pura que parecía increíble que procediera de un ser terrenal.

—¿Por qué te estás implicando tanto en la misión de los enanos? Sabes que se dirigen hacia un destino funesto.

El mago dejó de acariciarse la barba y le devolvió la mirada más sincera que fue capaz de expresar.

—Porque creo que están haciendo lo correcto, porque sus corazones son valientes y sinceros y se merecen recuperar lo que perdieron, porque ha llegado la hora de que alguien le plante cara a ese despiadado dragón cuya codicia podría ser aprovechada en algún momento por una amenaza mayor que las que conocemos, porque si mi humilde ayuda puede servir para cambiar el destino de esta gente, haré cuanto esté en mi mano para que así sea.

La elfa volvió a formular una pregunta, una que la intrigaba desde que llegó.

—Mithrandir, ¿por qué el mediano y la mestiza?

El mago guardó silencio unos segundos, esta pregunta no podía ser respondida con la razón, sino con sus sentimientos, meditó un poco más.

—¿Por qué Bilbo e Iriel? —El mago sonrió—. Quizás porque este viejo mago tiene miedo, y ellos me infunden coraje. Desde que los conocí, mi instinto me dijo que ambos estaban destinados a un papel importante en el futuro de nuestra amada tierra, pero desconozco cuál es ese papel. Espero... no haberme equivocado con ellos y que el destino sepa guiarles al lugar donde pertenecen.

Conforme había ido revelando sus presentimientos, sus ojos habían ido perdiendo brillo, sus manos habían comenzado a temblar y había agachado la cabeza. Un profundo miedo embargaba al mago. Miedo a estar siguiendo los pasos equivocados, miedo a estar arrastrando a un destino errado a personas inocentes, miedo a que al final el mal del mundo les ganara la batalla, miedo a fracasar como protector de la Tierra Media.

La elfa tomó las temblorosas manos del mago con las suyas, que relucían puras, limpias y elegantes en contraposición con las desgastadas y sucias manos del anciano. Ella le miró con dulzura y le dedicó una deslumbrante sonrisa. Su voz sonaba como una melodía en su corazón.

—No temas, Mithrandir, yo no voy a abandonarte. No dejes que tus miedos te alejen del sendero correcto que estás construyendo bajo tus pies. —Apartó un par de cabellos enredados de las sienes del mago. Aquel hombre estaba trabajando duro y estaba cargando solo con una gran responsabilidad que no era sólo suya—. No estás solo, yo acudiré en tu ayuda siempre que me necesites. Toma esto, espero que pueda resultarte útil en tu camino.

La Dama de Lórien le entregó entonces una caja plateada. Dentro guardaba varios instrumentos valiosos que habían sido creados en edades más antiguas, algunos de ellos tan extraordinarios que el mago sólo los había conocido a través de viejos manuscritos. El mago aceptó todos aquellos tesoros con los que le había obsequiado. Ahora sentía una barrera de luz disipando las dudas y las sombras que atormentaban a su corazón. No tenía palabras para agradecerle a la elfa, así que prefirió no decir nada, agachó la cabeza y besó la delicada mano que portaba a Nenya.

No tenía tiempo que perder, tenía que acompañar a sus quince compañeros en su arduo viaje, poco a poco se aproximaban a tierras cada vez más peligrosas.

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