Cuando la muerte desapareció

Por onrobu

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¿Qué harías si, durante una maratón de películas de terror con tus amigos, empiezas a escuchar ruidos en la p... Más

Prólogo
PRIMERA PARTE: Una pieza clave en el juego
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
SEGUNDA PARTE: Búsqueda y huida
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
TERCERA PARTE: Las marcas que deja en la mente
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 28
Capítulo 27
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
CUARTA PARTE: La muerte
Capítulo 48 (I)
Capítulo 48 (II)
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52

Capítulo 1

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Por onrobu

—¡Baja a desayunar de una vez —gritó dejando un par de boles vacíos encima de la barra de la cocina. La voz le salió ronca, seca. Era lo primero que decía esa mañana, que decía cada mañana.

Se restregó los ojos con somnolencia mientras encendía solo uno de los fluorescentes de la cocina en un intento de evitar el resplandeciente brillo blanco que emanaban. Aun así, se encontró parpadeando ante la luz, cegado durante unos breves instantes.

Fuera todavía no había salido el sol, la negrura de los minutos previos al amanecer solo rota por alguna que otra ventana del vecindario iluminada. Y si miraba más allá, la completa oscuridad del bosque, salvaje e indómito.

Abrió ligeramente la ventana para poder oler el aroma a hojas y humedad que lo impregnaba, pero con él una brisa fría se coló en sus huesos: se acercaba el otoño, con sus tonos dorados, ocres y rojos, y sus alfombras de hojas cubriendo el suelo. Con sus vientos gélidos y capas de escarcha cubriendo cristales de coches y ventanas.

Inspiró un par de veces más antes de volver a cerrar la ventana refugiándose en la calidez del hogar.

Tras un suspiro de calma rebuscó en uno de los armarios hasta encontrar las dos cajas de cereales: la suya, un simple muesli con frutos rojos; y la de su hermana, un seguido de formas amorfas de vivos colores que supuestamente eran unicornios.

Se le escapó una sonrisa. Aproximadamente en dos de cada tres desayunos surgía el debate de si eran realmente unicornios o si eran sus excrementos. Y cada una de las veces su hermana le echaba en cara que era un guarro, solo para que él acabase preguntándole si comer excrementos era peor que comerse unos animales mágicos bañados en purpurina que evacuaban cereales de colores. Él se quedaría con la opción que no implicase la muerte de un ser mágico: las defecaciones.

Dejó ambas cajas en la encimera antes de girarse con impaciencia hacia las escaleras. Cada día Elia tardaba más en bajar.

La voz de su hermana pequeña lo pilló desprevenido. No solía contestar a su grito matutino de apresurarse a bajar, simplemente se limitaba a descender las escaleras trotando con una sonrisa en el rostro que oscilaba entre la diversión y el arrepentimiento. Aunque por más que prometiese ir más ligera por las mañanas, siempre acababa haciendo todo lo contrario, cada día parecía tardar más que el anterior.

Y si bien lo sacaba de quicio, adoraba escuchar sus pisadas y preparar la mirada enfurruñada para recibirla. Ya no se la tragaba. Se había hecho mayor.

«Qué rápido pasa el tiempo» pensó con sorpresa.

«Eso lo dicen los viejos» se reprendió tan pronto se dio cuenta. Él también se estaba haciendo mayor. Aunque si su abuela le escuchaba decir eso acabaría igual de reprendido que un niño de parvulario.

Se le escapó un suspiro divertido un tanto cansado, no había dormido demasiado bien.

—¡Apolo ha muerto! —gritó su hermana—. ¡Otra vez!

Le tomó unos segundos ubicar su voz. Estaba en el salón.

—¡No es precisamente una novedad! —contestó también con un grito. Dejó en la encimera el cartucho de leche de avena todavía sin estrenar antes de dirigirse hacia la pequeña pecera redonda dónde Apolo flotaba flácidamente unos centímetros por encima de las plantas acuáticas, las piedrecitas multicolor y su casita-castillo estilo Hogwarts.

Ambos lo observaron con atención durante unos segundos.

—¿De qué debe haber muerto ahora? —se cuestionó la pequeña sin apartar la vista del diminuto cuerpo del pez naranja. Su ceño se había fruncido de manera adorable.

Su hermano no contestó mientras examinaba el pez unos segundos más.

—¿Lo enterramos junto a los otro Apolo? —le propuso finalmente.

La chica clavó su mirada en él: —Lo tiramos por el váter.

Isaac asintió con solemnidad.

Después del quinto Apolo muerto habían dejado de enterrarlos entre los geranios de su padre. Ese era el decimotercero, pero su hermana seguía decidida a tener un pez naranja y no había persona en la tierra que no sucumbiera a su carita de pena cuando pedía un pececito naranja.

Sin demasiadas dilaciones procedieron a la vaterción. Ninguno de los dos sabía ya que palabras dedicarle a Apolo, que parecía empeñado en morir una y otra vez irremediablemente, así que en silencio observaron como desaparecía engullido por el agua.

Al menos el váter estaba limpio y desprendía un agradable olor a pinos y limón. Así no parecía un acto tan frío y cruel.

Después de la ceremonia, y de haberle prometido a Elia que el próximo Apolo sería diferente (Isaac no acababa de entender por qué se empeñaba siempre en ponerle el mismo nombre), volvieron a su estudiada rutina.

Con el cielo adquiriendo ya poco a poco cálidas tonalidades, se instalaron en la barra de la cocina para desayunar mientras acababan de ver el capítulo de CSI que habían empezado la mañana anterior. Iban ya por la novena temporada.

—¡Elia! ¡Cómo tardes más te dejo aquí! —gritaba el mayor media hora después. Su hermana bajó galopando las escaleras mientras se acababa de colocar la mochila.

—¡Ya estoy! ¡Ya estoy! No seas tan gruñón.

—Ja ja. Muy graciosa. Pero gruñón se pondrá papá cuando se entere de que has vuelto a llegar tarde —la chinchó con las cejas levantadas.

Su hermana le sacó la lengua al pasar por la puerta. Cada día apuraban más.

Isaac soltó un suspiro divertido antes de emprender la marcha hacia el instituto. A paso rápido anduvieron las calles que tanto se conocían, que los habían visto crecer, jugar, caer y volver a levantarse de nuevo para seguir jugando.

La señora de la 3226 los saludó desde su sillón de cuadros en el porche.

Era el epíteto de la vida americana, solo faltaba el autobús amarillo, pero vivían demasiado cerca del instituto como para tomarlo.

«Y andar es sano» siempre repetía su madre.

Ambos saludaron a la mujer antes de girar en la esquina donde un impaciente Áleix los esperaba con una bufanda rodeándole el cuello, la nariz bien roja y el pelo castaño claro bailándole alrededor de la cabeza al son de la brisa matutina.

Consultaba la hora en el móvil cada veinte segundos, o puede que cada diez, como si así el tiempo fuera a pasar más deprisa. Acababa siendo todo lo contrario.

Ni siquiera los saludó.

—¿Ha pasado Apolo a mejor vida? —les preguntó con los ojos algo más abiertos de lo normal. Siempre que lo hacía la respuesta era afirmativa.

Isaac asintió con resignación mientras su amigo se sumaba un punto más. Había sentido la muerte de Apolo ya trece veces. Era... bastante siniestro.

Por suerte o por desgracia, no tardaron mucho en olvidarse del tema y, a paso rápido para no llegar tarde, empezar a conversar animadamente.

Cuando a un par de calles del instituto el autobús escolar los adelantó fue cuando se dieron cuenta de que tenían de empezar a correr. No llegaban.

Jadeando pesadamente, algunos más que otros, llegaron al recinto académico entre risas y recriminaciones. Elia se alejó de los dos chicos sacándoles la lengua y resollando la que más. No era muy dada al deporte.

Por su parte, Isaac y Áleix se internaron en el edificio más cercano en busca de sus respectivas taquillas, que, gracias a sus apellidos (Leyland y Limmer) se encontraban una al lado de la otra. Allí, como cada mañana, les esperaba Naia recostada contra los casilleros con un libro entre las manos.

Ese día se encontraba frunciendo el ceño ante las páginas de un volumen viejo mientras jugueteaba con una de sus pequeñas trenzas.

Era muy curioso, un día se la podían encontrar mordiéndose el labio delante de un romance cursi subido de tono mientras que al día siguiente despotricaba a todo volumen delante de un ensayo sobre política migratoria y tres días más tarde ni los saludaba absorta como estaba delante de uno de ciencia ficción militar donde nadie salía con vida. Los devoraba todos, a excepción, claro, de los que mandaba el instituto. Esos vagaban por su mochila durante semanas sin que el punto de libro avanzara una misera página. La noche antes de los exámenes de lectura se las pasaba completamente despierta atiborrándose de café. Y llamándolos a cada rato con mensajes de lo más extraños.

Por lo visto la novela de ese día no era la más adictiva de todas: no tardó en levantar la vista de las páginas con solemnidad. La mayoría de las mañanas simplemente los ignoraba hasta que acababa el capítulo que estuviese leyendo. O eso les decía, Isaac tenía la sensación de que muy a menudo un capítulo se convertía en unos cuantos más.

—Que en paz descanse —murmuró haciendo la cruz—. Amén.

—¿Tú también? —preguntó Isaac con las cejas alzadas mientras acababa de colocar la combinación numérica para abrir su taquilla—. ¿Cómo es posible que todos menos yo sepáis cuando se morirá Apolo? Podría haber muerto mañana. O el lunes.

—He sentido su presencia —contestó Naia.

—Una presencia muy grande para alguien tan pequeño —añadió Áleix intentando mantenerse ceremonioso. No lo consiguió. No tardó en estallar a carcajadas ganándose las miradas curiosas de un par de alumnos que corrían para llegar a sus respectivas clases. Y ellos tenían que hacer lo mismo si no querían ganarse una buena reprimenda, la profesora de francés era notablemente quisquillosa con la puntualidad. Se apresuró a sacar el libro y cerrar el candado.

Isaac contuvo la sonrisa esforzándose al máximo para conseguir proferirles un ceño alzado impasible. Su abuela siempre le había dicho que había nacido para jugar al póquer (y que cuando cumpliera la mayoría de edad se lo llevaría a Las Vegas a pasar un fin de semana y comprobar si lo había predicho correctamente).

Naia intentó contenerse, pero, ante su expresión expectante, acabó confesando.

—Elia me ha enviado un mensaje. —Rodó los ojos al confesarlo, admitiendo la derrota.

A veces olvidaba que su hermana pequeña y su mejor amiga se llevaban muy bien, pero, aunque ella supiera de la muerte de Apolo por Elia, no explicaba como lo sabía Áleix, al que ya en más de una ocasión Naia había apodado vidente de las muertes de los peces de Isaac.

Aunque para que quedase claro, eran de su hermana, él solo se limitaba a asegurarse de que Elia los alimentara (cosa que siempre hacía, no había fallado ni una sola vez) y de asistir a los innumerables funerales.

Los tres se apresuraron a entrar en su aula y estaban instalándose en sus respectivos pupitres en el momento en que la profesora de francés entró por la puerta ordenándoles al momento que abrieran el libro de ejercicios por la página deux cent trente trois.

Nadie le prestó atención alguna.

Toda la clase estaba eufórica con la noticia de la llegada de una nueva alumna, aunque hacía ya unos días que el rumor había empezado a correr y todos los profesores decían no saber nada.

Si antes había sido difícil conseguir silencio de una panda de adolescentes revoltosos, en ese momento lo era mucho más.

Vivian en un pueblo pequeño, prácticamente se conocían todos, ¿eso quería decir que una familia estaba por mudarse? ¿De dónde vendrían? ¿Cómo serían?

En un pueblecito donde apenas pasaban cosas, eso era lo más emocionante que estaba ocurriendo desde que Max Levitt, de undécimo grado, había sido arrestada al descubrirse un par de plantas de maría en su habitación. Y eso había pasado al final del curso anterior, cinco largos meses atrás. Los alumnos ansiaban novedad, emoción. Drama.

A la profesora le tomó un par de minutos y varios gritos conseguir un poco de silencio, que fue de mucha menos intensidad que el que se instaló en el aula cuando alguien llamó a la puerta.

Tres golpes suaves.

Todos y cada uno de los alumnos se giraron en sus respectivas sillas para clavar la vista en ese endeble trozo de madera que los separaba del pasillo imposibilitándoles ver quién había al otro lado. Se hizo el silencio más absoluto. Silencio que se acentuó todavía más (si eso era posible), cuando esta empezó a abrirse lentamente.

A diferencia de las películas, no emitió crujido espeluznante alguno.

Al lado del profesor de matemáticas apareció una chica que no habían visto nunca.

—¡Te lo dije! —le susurró Áleix a Naia con una sonrisa socarrona.

Esta le dedicó una mueca antes de volver a centrar toda su atención en la chica, quien en ese instante recorría la clase con una mirada altiva. Se mordió el labio conteniendo una sonrisa ladina. Parecía ser la primera chica nueva de la historia que no lucía intimidada al entrar en una nueva clase cuando todos los alumnos ya estaban sentados y en consecuencia mirándola fijamente. Eso aumentó todavía más la expectación y el interés.

El profesor de matemáticas tomó el turno de palabra rompiendo el insólito silencio que se había impuesto en el aula.

—Buenos días.

» Como ya habréis escuchado, porque es increíble como corren los rumores en este instituto, tenemos una nueva alumna. Espero que le deis una cálida bienvenida.

» ¿Quieres presentarte tú? —le preguntó con un extraño nerviosismo. Contempló los alumnos con una rápida mirada antes de clavarla en su acompañante. Parecía expectante, nervioso. Isaac lo observó con atención. ¿A qué se debía su inquietud?

La chica lo ignoró completamente tomándose su tiempo para recorrer todos y cada uno de los alumnos con la mirada. Isaac tuvo la sensación de que sus ojos juguetones se demoraron en él unas milésimas de más.

Una nueva sonrisa adornó sus labios.

—Alma Eterna Muerta. —Su sonrisa maliciosa siguió bailando en su rostro a pesar de las risas que corrieron por la clase. Y bueno, esa vez no pudieron reprenderlos, porque ¿quién demonios llama a su hija Alma si se apellida Eterna Muerta? Que madre mía también que casualidad llegar a tener dos apellidos así.

Las risotadas no parecieron afectarle en absoluto, sin titubear en ningún momento y con paso firme y decidido se adelantó hasta sentarse en el único sitio libre que quedaba, justo en el centro del aula.

Parecía tomarse su nombre muy en serio: iba completamente vestida de color negro en un look un tanto agresivo, añadiendo, que, tanto sus ojos como su pelo (con un afilado corte a la altura de la barbilla), eran del mismo color.

Y luego estaba la seguridad con la que se movía; su postura corporal: cabeza alta y mirada al frente; la fluidez de sus movimientos; su bronceado de película nada propio de los climas nublados de su zona... Era algo que no estaban acostumbrados a ver. Tenía un aura atemporal y peligrosa a la vez.

Emanaba problemas por cada uno de los poros de la piel, aunque Isaac imaginaba que serían bien pequeños y cerrados.

El nombre había causado tal shock que la profesora tardó un par de minutos en reaccionar, permitiéndoles susurrar con excitación entre ellos. El ruido volvió a invadir el salón.

Conseguir silencio fue todavía más difícil que de costumbre, pero tras algunas amenazas de expulsión retomaron la clase sin dejar de observar a la chica nueva, que no parecía tener intención alguna de prestar atención.

Isaac dudaba que pudiera sacar un boli y una libreta de los bolsillos de sus pantalones, puesto que no llevaba nada encima. Ni mochila, ni bolso, ni cartera ni nada similar. Pero, aunque lo hiciera ¿qué haría? ¿detallar las conjugaciones del verbo avoir? No pudo evitar tener la sensación de que esa chica no encajaba en un instituto. Y esa sensación no hizo más que augmentar cuando de repente, algo en su mente hizo click.

Esa sonrisa... esa seguridad... le sonaba. Le recordaba a algo, o a alguien. Parecía... Le sonaba...

¿Era posible que la conociera? Y si era así ¿cómo había conseguido olvidar ese nombre? ¿esa sonrisa ladeada?

Le resultaba familiar pero distante y desconocida a la vez.

La contempló tan disimuladamente como pudo, aunque tampoco tenía mucha importancia: todos los alumnos la miraban con mayor o menor descaro.

No la conocía en absoluto, no le sonaba de nada, pero a la vez... Era como una especie de intuición, como cuando una palabra se queda en la punta de le lengua. Sabes qué quieres decir, pero a la vez eres incapaz de recordarlo. Y cuando más lo piensas, más lo olvidas, siendo cada vez más consciente de que no lo vas a recordar.

Sus cavilaciones se esfumaron de su mente cuando la profesora lo mandó salir a la pizarra a que leyera un texto de libro. Odiaba tener que fingir no saber cómo pronunciar ciertas palabras, pero debía hacerlo si no quería suscitar preguntas. Al fin y al cabo ¿cómo se explicaba que entendiera y hablara francés a la perfección si nunca lo había escuchado antes de entrar por primera vez a una clase de francés hacía un par de semanas? ¿Si todo el mundo sabía que no hablaba francés en casa ni en ningún lugar? Ni él mismo lo entendía, y eso no le gustaba en lo absoluto.


Todos los jueves los alumnos de último año salían una hora antes. El tutor del grupo había decidido que se saltaban la hora de tutoría que tenían asignada. Si había algún tema a tratar ya buscaría algún momento durante la semana para hacerlo. Los alumnos no habían puesto objeción alguna.

Junto a Naia y Áleix, Isaac se dirigió a la tienda de animales del pueblo para comprar otro Apolo y darle una sorpresa a Elia cuando llegase a casa una hora más tarde.

—Por lo visto la chica nueva ha hecho campana en biología —se encontraba diciendo Áleix. Parecía que Alma le había causado una muy buena impresión.

—Sí, la chica nueva es increíble —murmuró Naia con ironía negando con la cabeza para mostrar su irritación. Las distintas cuentas plateadas que llevaba entretejidas en sus trenzas tintinearon con el movimiento.

—Tiene nombre —puntualizó Isaac con cansancio. Una vez acabada su intervención en clase de francés, todas las dudas respecto a ella habían vuelto a aflorar en su mente. Y eso le ponía de mal humor. Odiaba no tener respuesta, tener la palabra en la punta de la lengua, pero ser incapaz de recordarla, de ubicarla. Y a la vez, ser consciente de que lo sabía. Que lo sabía, pero era incapaz de recordarlo.

Un parpadeo algo más lento de lo habitual fue el único signo visible de la contrariedad que lo asediaba.

—Me niego a llamarla Alma. Eso solo hace que recordarme que va seguido de: Eterna Muerta. ¿Qué clase de padres ponen ese nombre a su hija? Me parece o moralmente estúpido o estúpido de por sí.

—No sé si lo que acabas de decir tiene mucho sentido, pero en todo caso, yo solo la llamo chica nueva porque si no Naia me da un tortazo. —La mencionada sonrió con malicia ante la especificación de Áleix.

—Eso mismo.

Isaac negó con la cabeza mientras soltaba un suspiro divertido.

Mientras sus amigos charlaban con efusividad se distanció de la conversación. Sin dejar de andar cerró los ojos unos instantes disfrutando de la leve brisa otoñal que recorría las calles.

Dejó que todas las preguntas que se hacía escaparan de su mente. Que todas sus preocupaciones desaparecieran durante unos segundos. Y simplemente disfrutó del olor a humedad, a hojas, a tierra mojada y la calidez del sol sobre su piel.

Su ritmo cardíaco descendió. Sus músculos se destensaron ligeramente. Volvió a abrir los ojos, pero dejó que su mente vagara sin rumbo hasta que Naia se dirigió específicamente a él atrayéndolo de nuevo hacia la conversación.

—¿Por qué no pruebas con otra especie a ver si así vive?

Habían llegado a la tienda de animales y contemplaban una inmensa pared cubierta de acuarios, varios de ellos vacíos. Los peces bailaban delante de ellos.

Áleix intentó llamar la atención de un Guppy golpeando suavemente el cristal. El encargado le lanzó un carraspeo acusador. Apartó la mano con rapidez fingiendo que nada había ocurrido.

—Elia me mataría si no le trajese un Apolo.

—Ese puede llamarse Apolo —insistió ella mientras señalaba un pez de color morado.

Era bonito, pero Isaac sabía que por más que intentara convencer a su hermana de comprar un Apolo lila, sería en vano. Elia podía llegar a ser muy cabezota, igual que su madre, que su padre, que él. Pero por algún motivo sus padres habían llegado a ser directora general de cirugía y director de pediatría respectivamente, y no era simplemente por el talento. Ser insistente era un requisito para conseguir el puesto. Y venía de familia.

Negó con la cabeza mientras le hacía señas al vendedor para que se acercase. Le indicó el pez escogido y este, tras lanzarle una mirada de desprecio al ser el decimotercer pez que compraba en poco tiempo, lo pescó con un recipiente. Se alejó de ellos para colocarlo en una bolsa de plástico y comprobar los parámetros del agua y demás.

—Al menos es barato —murmuró Áleix entre dientes mientras se dirigían hacia el mostrador, al lado de la puerta de entrada. Naia les lanzó una mirada reprobadora cuando empezaron a reír. Estaba a punto de decir algo, seguramente un pensamiento profundo y mordaz a la vez, cuando Áleix la interrumpió.

—¿Esa no es la chica nueva?

—¿Dón...? —Naia no acabó la pregunta.

—Nos está mirando fijamente.

—¿Por qué nos está mirando así?

La tienda tenía una gran vidriera que permitía ver a los peatones el interior del local. Y a ellos ver la calle. Allí estaba ella. Desde el otro lado de una carretera casi desértica los observaba fijamente. El rostro completamente inexpresivo. Los labios ligeramente fruncidos, pintados de algún color oscuro que no lograban distinguir, eran el único toque de color que la adornaba.

Estaba aún observándola cuando la sensación de familiaridad volvió a invadir a Isaac. La conocía. Conocía a esa chica. Pero ¿de dónde? ¿De cuándo? ¿Por qué era incapaz de ubicarla? ¿De recordar nada de ella?

¿Y por qué el miedo se le estaba instalando en el cuerpo?

Por más que intentaba acordarse, ningún recuerdo hacía presencia. Solo dolor. Se llevó una mano al puente de la nariz, cerrando los ojos con fuerzas. La cabeza lo estaba matando...

Y ella seguía allí. Examinándolos. Diseccionándolos. Como si mirara a través de ellos. A través de él.

No pudo sostenerle la mirada por más tiempo. Se agachó con rapidez detrás de un mueble con una pecera tropical. Al verlo, Naia y Áleix no tardaron en sumársele.

Entre el desconcierto y la excitación que los recorría no repararon en la mueca de dolor que decoraba las facciones de Isaac.

Unos segundos más tarde, la chica sacó la cabeza por encima, el corazón martilleándole en el pecho a toda velocidad debido al susto y la incredulidad. No solían ser observados por gente desconocida de manera escalofriante. La emoción también bailaba entre sus emociones.

—Vamos a obviar que tiene peces alrededor de la cabeza. Sigue mirándonos fijamente.

Volvió a esconderse.

Los tres compartieron una mirada de confusión, la de Isaac un tanto preocupada y adolorida. La cabeza le estaba martilleando, el corazón se le había encogido dentro del pecho. La conocía. Tenía que conocerla, ¿cómo, si no, explicaba el miedo que lo estaba azotando? Una sensación de vértigo, de aturdimiento, fatiga y malestar arrastrándose por su interior hasta invadir cada una de las millones de terminaciones nerviosas de su cuerpo.

Cerró los ojos con fuerzas en un intento de que pasara. ¿Qué le estaba ocurriendo? Un leve gemido de dolor escapó de entre sus labios.

Por su parte, Áleix y Naia habían vuelto a sacar la cabeza y observaban a la chica con desconcierto y excitación a partes iguales. No tardaron en volver a esconderse y empezar a murmurar a toda velocidad en voz baja, barajando opciones.

—...puede que esté enamorada de ti...

—¿Y si ve fantasmas?

—El fantasma eres tú, pedazo de...

En ese momento el vendedor apareció en su campo visual examinándolos con curiosidad. Alternaba su mirada entre los tres y la calle que estos observaban, Apolo XIV flotando entre sus manos dentro de su pecera temporal.

—¿Todo bien?

—Claro.

Levantó las cejas en señal de impaciencia e Isaac no pudo atrasar más el momento, se levantó y se dirigió al mostrador con cierta dificultad, el suelo danzando bajo sus pies. De refilón miró hacia la calle.

Alma había desaparecido. 


Y hasta aquí el primer capítulo de 'Cuando la muerte desapareció'. ¿Qué os ha parecido? Espero que os haya gustado. ¡Os leo!

¿Isaac conocerá a Alma? ¿o su cabeza le está jugando una mala pasada?

Pero todavía más importante ¿estamos todas de acuerdo en que saber idiomas sin estudiarlos sería lo más de lo más? Me habría ahorrado tantos dolores de cabeza...

En fin... os dejo continuar leyendo.


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