EL DEBIDO PROCESO

By dkaydonna

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A causa de un mal asesoramiento curricular, la joven estudiante de derecho May Lehner termina en la clase del... More

PRÓLOGO
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISEIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
VEINTIDOS: PARTE UNO
VEINTIDOS: PARTE DOS
VEINTITRES
VEINTICUATRO
VEINTICINCO
VEINTISEIS
VEINTISIETE
VEINTIOCHO: PARTE UNO
VEINTIOCHO: PARTE DOS
VEINTINUEVE
TREINTA
TREINTA Y UNO: PARTE UNO
TREINTA Y UNO: PARTE DOS
TREINTA Y DOS
TREINTA Y TRES
TREINTA Y CUATRO
TREINTA Y CINCO
TREINTA Y SEIS
TREINTA Y SIETE
TREINTA Y OCHO
TREINTA Y NUEVE
CUARENTA
CUARENTA Y UNO
CUARENTA Y DOS
CUARENTA Y TRES
CUARENTA Y CUATRO
CUARENTA Y CINCO
CUARENTA Y SEIS: PARTE UNO
CUARENTA Y SEIS: PARTE DOS
CUARENTA Y SIETE
CUARENTA Y OCHO
CUARENTA Y NUEVE

OCHO

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By dkaydonna



1

El destartalado coche de los padres de May dobló a la derecha en una intersección y desembocó en un camino no urbanizado que conducía a la vieja casa que la había visto crecer. Estaba emplazada en un conjunto de casas igual de viejas, separadas una de la otra por amplios terrenos, donde había desde cultivos de frutas o verduras, arboles de más de veinte metros, hasta vacas, caballos, gallinas y cerdos que pasaban de uno a otro sitio, haciendo caso omiso a las cercas rotas y los hitos de cemento.

May aprovechó la ocasión para asomar medio cuerpo por la ventana y respirar el aire rural que provenía de los campos de trigo, los árboles sacudiéndose ante las corrientes de aire y la tierra fértil recién regada. Se había enamorado de la ciudad, eso era cierto, pero el campo siempre tendría ese encanto que la obligaría a retornar sin importar dónde estuviera.

Una vez que su padre hubo aparcado el coche, May descendió, con la pequeña maleta arrastrándose detrás de sus presurosos pasos. Su amigo de la infancia la esperaba sentando en un escalón del pórtico de su casa, como hacía sagradamente todos los sábados desde que ella se había ido a estudiar a la ciudad. Al verla, se alzó sobre su considerable estatura y en dos pasos llegó hasta ella para levantarla en el aire. May dejó escapar un grito cuando él comenzó a girar rápidamente sobre sus pies.

— ¡Eh, Lesta, cuidado, me mareo! — exclamó, aunque en realidad estaba más o menos acostumbrada a las bruscas muestras de cariño de su amigo. La última vez, se la había echado al hombro sin ningún cuidado para luego darle una fuerte nalgada que había provocado una carcajada en todos los presentes, incluida ella. Sí, las cosas en el campo eran un poco diferentes a la gran ciudad.

Lesta la devolvió al suelo a regañadientes.

— ¿Qué? ¿Acaso ya eres una princesita delicada de la gran ciudad? — inquirió, mientras May trataba de arreglarse el cabello y la ropa.

— Nada de eso, acabo de comer y no quería salpicarte la ropa de vómito, ya sabes — respondió.

Lesta arqueó una ceja, al tiempo que se cruzaba de brazos. Sus ojos grises hacían un agradable contraste con el tono bronceado de su piel.

— Oh, vamos, cómo si no lo hubieras hecho antes — dijo y May le lanzó una mirada amenazante.

— Ni se te ocurra mencionarlo — le advirtió, medio en serio, medio en broma.

Solo porque los padres de May se unieron a la charla, Lesta resolvió cambiar el tema. En realidad, tampoco era como si deseara contar algo como eso. Era su secreto, como las muchas otras cosas que habían vivido juntos y que siempre serían exclusivamente de ellos dos.

2

El almuerzo familiar transcurrió como siempre, esto es, liderado casi en absoluto por el padre de William, un hombre adusto, de voz grave y de gestos muy marcados. A nadie le cabía duda cuando Benjamin Horvatt estaba molesto porque golpeaba la mesa reiteradamente con un puño o llamaba a gritos a algunos de los asistentes para que le trajera un poco más de vino.

Por fortuna, en esta ocasión el padre de William no golpeó la mesa ni llamó a gritos a nadie. Se limitó a hablar sobre sus clientes, sus estrategias jurídicas y a interpelar cada tanto en tanto a sus dos hijos, como una forma de demostrarle a los demás miembros de la familia — tíos y abuelos — lo brillante que eran en todo lo que hacían. Por supuesto, el hermano mayor de William no solo fue el gran destinatario de sus preguntas, sino que también se llevó todos los halagos. Su hombre era Franz Horvatt, tenía treinta y cinco años, y a pesar de que no era más brillante que William, el padre tenía una inexplicable fascinación por él.

— Sí, William de seguro llegará lejos — solía decir cuando eran niños — Pero Franz, vamos, él simplemente se comerá el mundo.

William se la había pasado toda su vida bajo la sombra que el mismo padre obligaba a Franz a proyectar sobre él. Y aunque Franz rechazaba los halagos e intentaba hacer que la atención fuera también sobre hermano, Benjamin siempre terminaba por sacar a flote los defectos de William y a murmurar que no era suficiente. Nunca sería suficiente, en realidad. William había recibido la indiferencia de su padre como un pesado saco de plomo que le había generado en su adolescencia un montón de frustraciones, pero que hoy en día se presentaba más como un escozor en el estómago que otra cosa. De hecho, en aquella oportunidad, incluso llegó a experimentar cierto alivio al no ser el blanco de comentarios de su padre. Se dedicó a disfrutar la comida en silencio casi la mayoría del tiempo y hasta se distrajo con la mano que Elena deslizó sobre su pierna izquierda, debajo de la mesa.

Al fin de cuentas, con aquel brillante futuro por delante, no era como si siguiera necesitando la aprobación de su padre, ¿verdad?

3

May se la pasó gran parte del día en los establos, alimentando a los caballos y cepillando sus sedosos pelajes. A la hora de almuerzo, devoró la preparación de su madre y luego, con el estómago a punto de reventar, se tendió sobre el césped, donde permaneció el resto de la tarde. Lesta se instaló a su lado, con la guitarra en una mano y su viejo perro siguiéndole siempre muy de cerca.

Ya de noche, May aprovechó de charlar un rato con su madre. Se llamaba Pavel Robb y aunque no era una mujer muy culta, poseía el don de decir siempre lo correcto, en el momento oportuno.

— ¿Qué tal las cosas con ese maestro del que me hablaste el otro día? — preguntó, en medio de la charla, recordando de pronto el día en que May la había llamado al borde de la desesperación.

May emitió un suspiro. Al mismo tiempo se dejó caer sobre la cama. Llevaba el pijama puesto, pero no había querido meterse todavía debajo de las sábanas. Eran apenas las diez de la noche y como en la gran ciudad eran todos pájaros nocturnos, ella había terminado por acostumbrarse a dormir después de las doce.

— No tengo idea de si van bien o no — admitió, recordando de nuevo el mensaje pendiente, la cita del libro y a Effiel, sobre todo a Effiel — Pero, al menos me puso una buena calificación en ese condenado trabajo.

Pavel le dio un pellizco amable a May justo en el dedo gordo del pie derecho. Ella reaccionó emitiendo gritito acompañado de una carcajada.

— Parece que no es tan mal sujeto después de todo, o ¿no? — preguntó, sonriendo a su vez.

May tuvo que darle la razón porque, en rigor, William Horvatt había aguantado con bastante paciencia cada uno de sus orgullosos arrebatos. Cualquier otro maestro habría puesto el grito en el cielo después de recibir un "¡Es usted imposible!", pero William Horvatt, por el contrario, había aguantado la rabia como todo un caballero y calificado luego su trabajo con una nota muy justa. Sí, ciertamente no era un mal sujeto. Incluso, cabía la posibilidad de que ellos dos pudieran ser algo así como amigos.

Tenían intereses en común, ¿no? Además, detrás de ese aspecto impenetrable, tal vez hasta se escondía un hombre apasionado, ardiente..., ¿verdad?

Su madre ya se había retirado a su habitación cuando May comenzó a fantasear con la idea de que William Horvatt fuera en realidad un amante desenfrenado. No quería hacerlo, pero el asunto se había metido en su mente como una infección y le arrancó por completo cualquier atisbo de sueño.

A las dos de la mañana seguía pensando en él, removiéndose en la cama y sacando intermitentemente los pies de debajo de las sábanas, asaltada por un sofocante calor. Solo porque de lo contrario no podría conciliar el sueño, decidió coger su teléfono y comenzó a pelear con la precaria red de internet. Cuando finalmente consiguió conectarse, empezó a redactar un correo sin importarle que el último mensaje enviado todavía no tuviera respuesta. Al demonio, si no sucumbía a ese impulso no volvería a dormir. Tenía que escribirle.

No, necesitaba escribirle.

4

Su teléfono sonó cuando estaba a punto de ser arrastrado por la corriente de un profundo sueño. Sin abrir los ojos, William extendió una mano y lo buscó a tientas sobre la mesita de noche. Iba a revisarlo solo porque se estaba haciendo cargo de un caso complicado y podía ser alguna novedad de parte del cliente. Por la mañana, eso sí, le haría saber sin falta lo impropio de la hora.

Sin embargo, no se trataba de un mensaje de su cliente. Con los ojos entrecerrados, constató que era un mail de May Lehner, la molesta estudiante. Entonces, algo se desató dentro de su cuerpo. ¿Rabia? Sí, debía ser eso. ¿Qué demonios pensaba esa chica enviándole un mensaje a esas horas de la madrugada?

Se incorporó sobre sus codos, convencido de que se sentía furioso. No obstante, cuando se disponía a borrar el mensaje, su dedo se paralizó sobre el botón, por lo que fue incapaz de hacerlo. Frustrado, dejó el teléfono sobre la mesita de noche, pero al cabo de un rato otra sensación tomó sus acciones y lo llevó, inevitablemente, a abrir el dichoso mensaje para leerlo completo.

"No era culpable, pero me encontraba en un punto donde ya me cuestionaba mi propia inocencia. Había sido tratado como culpable desde el primer día, obligado a dormir aislado, como si supusiera un peligro para la sociedad; a comer con las ratas, como un castigo por mis crímenes; y a soportar interrogatorios confusos, en habitaciones oscuras y atado de pies y manos. Cada hora que transcurría en aquel encierro, yo dudaba un poco más de mis propios recuerdos, mis lazos familiares y de mi sombra incluso. Tal vez, en el próximo juicio yo terminaría incriminándome"

La sensación que lo había llevado a leer el mensaje era de repente un ardor sofocante que lo obligó a sacar los pies de la cama e incorporarse del todo. Reconocía esa cita, por supuesto que sí. No tenía necesidad de leerla de nuevo para recordar cada palabra en su mente y replicarla luego en alguna hoja de papel. Era la primera parte del emblemático libro de Effiel, El Debido Proceso, donde el protagonista relataba la detención que había sufrido y los estragos que en su mente comenzaba a generar el encierro y la ausencia de un debido proceso.

El "efecto cárcel", se llamaba a esa serie de efectos psicológicos provocados por el encierro y los malos tratos. Effiel lo trataba con un poco más de detalle en otro de sus libros insignes. De seguro esa chica sabría de qué libro se trataba.

William no estaba pensando realmente en ello cuando cogió el teléfono y comenzó a redactar un mensaje de respuesta. La furia, si alguna vez la sintió, yacía muy lejos, noqueada por aquella nueva sensación, tan increíble y peligrosa que, en cuanto fue consiente de ella, solo un minuto después, se detuvo al instante y lanzó el teléfono sobre la cama.

— Mierda, ni de broma — masculló, porque había estado a punto de iniciar un temible juego con esa chiquilla molesta.

Eran las dos de la mañana, por dios.

 

...

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