Figueroa & Asociado (Trilogía...

Od ktlean1986

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Una mujer sube las escaleras del edificio abandonado de calle Independencia con la mirada fija en el último p... Více

DEDICATORIA
PRÓLOGO
CAPÍTULO UNO: ENCUADRE
CAPÍTULO DOS: PROFUNDIDAD
CAPÍTULO TRES: CLAROSCURO
CAPÍTULO CUATRO: EXPOSICIÓN
CAPÍTULO CINCO: PANORÁMICA
CAPÍTULO SEIS: DIFUMINACIÓN
CAPÍTULO SIETE: INCANDESCENCIA
CAPÍTULO OCHO: PERSPECTIVA
CAPÍTULO NUEVE: SOMBRA
CAPÍTULO DIEZ: BALANCE
CAPÍTULO DOCE: RESPLANDOR
CAPÍTULO TRECE: ILUMINACIÓN
CAPÍTULO CATORCE: REVELACIÓN
CAPÍTULO QUINCE: FIJACIÓN
EPÍLOGO

CAPÍTULO ONCE: CONTRASTE

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Od ktlean1986


En torno a los andenes se agolpaban decenas de personas que querían ver lo que había ocurrido. Algunos ya estaban en la estación antes de lo sucedido; otros, como Emilia, habían llegado de las inmediaciones después de escuchar los gritos y el chirrido del tren al frenar. La curiosidad se alzaba en un murmullo discordante, mezclada con un morbo que en esos casos siempre disminuye la importancia de víctima y elevaba la del suceso. A Emilia le habrá tomado unos cinco minutos atravesar la estación a causa de la multitud. Y solo cuando estuvo más cerca, la joven pudo identificar entre el ruido, similar al zumbido amplificado de muchos insectos, preguntas que nadie respondía aún: ¿Qué pasó? ¿Es un hombre o una mujer? ¿Está muerto?

Emilia sintió que una náusea le subía por la garganta.

Cuando llegó al punto donde se aglomeraba la mayor cantidad de gente, se abrió paso entre ellos a punta de codazos y sintió más que nunca que se movía dentro de un sueño, el que aún no adquiría los rasgos de una pesadilla. Lo haría, pronto, y ella lo sabía. De momento, sin embargo, todo parecía teatral, como una puesta en escena. El tumulto, una masa informe de cabezas y ropa, se abrió poco a poco para que Emilia llegara a su destino: el andén de la derecha, que recibía a los trenes recién llegados y donde una máquina aún humeaba entre los murmullos de la gente, detenida metros antes del lugar que le correspondía.

Una cuerda había sido puesta a modo de límite entre la escena del accidente (o crimen) y los mirones. Más allá, un par de carabineros interrogaban al maquinista y a su ayudante. Estos últimos parecían a punto de desmayarse, en el especial el más joven, que apoyaba el sombrero de su uniforme contra el pecho y se balanceaba ligeramente sobre los pies. Un guardia de la estación escoltaba a los pasajeros recién llegados hacia la salida del andén y aunque estos debían estar tan confundidos como aquellos que observaban todo desde el otro lado de la cuerda, de sus bocas no salía ni un murmullo y sus ojos evitaban mirar hacia las vías.

Emilia también había evitado hacerlo, pero en ese momento hizo vagar los ojos hasta el espacio lleno de sombras frente a la locomotora. Alcanzó a ver a otro par de carabineros, quienes por la inclinación de sus cabezas al parecer miraban hacia el suelo. De pronto, uno de ellos se agachó, parándose rápidamente al segundo siguiente. Se giró hacia la gente y su semblante pálido se contorsionó al gritar.

—¡Un doctor! ¡Necesitamos un doctor!

Hubo un revuelo entre los que rodeaban a Emilia, sumado a una serie de murmullos que se asemejaban mucho al entusiasmo. La víctima estaba viva. La Médium sintió que sus náuseas se acentuaban.

—¡Rápido, alguien que nos ayude!

—Yo... —se oyó murmurar Emilia—. Yo soy... —Como si alguien la empujara (y tal vez alguien lo hizo entre la multitud), se adelantó unos pasos. Lo siguiente lo dijo en voz alta y estridente—. ¡Yo soy enfermera!

De golpe muchos la miraron, con atención y también desconfianza. Debían ver lo que era evidente: que era solo una mujer, joven además, demasiado escuálida para ser una verdadera ayuda. La mentira de Emilia percibida gracias al instinto y al prejuicio. Pero lo cierto era que nadie podía saber que ella mentía y esa certeza la envalentonó. Alzó la cuerda y se acercó a las vías a paso firme, irguiéndose todo lo que su corta estatura le permitía. Uno de los carabineros que había estado interrogando a los maquinistas se le acercó. Era, probablemente, más joven que ella.

—Señorita, no se acerque... Hay mucha...

—¿Sangre? ¿Cree que es la primera vez que veo algo así?

Sorteó al carabinero y los primeros indicios de su nerviosismo se hicieron sentir. Tenía la frente llena de sudor y las manos tan fuertemente empuñadas que le dolían. No sabía por qué estaba haciendo eso. Alguien necesitaba asistencia médica y ella no tenía los conocimientos necesarios para ayudarle. Pero ahí estaba, cada vez más cerca del borde del andén. Ya podía ver a los carabineros en las vías de pies a cabeza y, detrás de ellos, unos zapatos, el faldón de un abrigo, una mano.

Tragó saliva y a punto estuvo de echarse atrás. Fue entonces cuando sintió dos presencias a su espalda, una a cada lado. No tuvo que girarse para verificar que eran ellos. Alonso le habló con calma y firmeza.

—A su derecha hay una escalera, Emilia.

Movida por algo que no podía definir, una especie de determinación que venía desde lo más profundo de su mente, buscó la escalera con la vista y luego se acercó para bajarla. Los carabineros la observaban, al igual que todos en la estación, y, cuando llegó abajo, ambos se le aproximaron. Habló el que tenía un tupido bigote sobre el labio.

—Está por irse —susurró—. Pero no podemos dejarlo morir ahí sin hacer nada... Haga lo que pueda.

Emilia asintió, con la vista ya clavada en el cuerpo ubicado un metro más allá. Era un hombre de mediana edad. Más cercano a los cuarenta que a los treinta, si uno le hacía caso al color ya manchado de canas de su pelo. Por su ropa, Emilia dedujo que era algún oficinista o trabajador público, o quizás alguien que había viajado a la capital para hacer un trámite importante. Se llamaba Eliodoro Urbina, pero eso lo sabría después.

Otra cosa que sabría después era que el impacto con el tren le había roto la columna en tres partes y por poco le cercenó la pierna derecha, la que había quedado prendida a su cuerpo y se torcía en un ángulo extraño y grotesco. Apenas respiraba cuando Emilia llegó a su lado, porque un par de costillas habían perforado sus pulmones y estos se llenaban de sangre a cada segundo. Sin embargo, movía los ojos de un lado a otro, buscando, desesperado, algo que ya nadie podía darle.

La Médium se agachó junto a él y, a sabiendas que no podía hacer nada más, sacó su pañuelo y con delicadeza le limpió el hilo de sangre que escapaba de la comisura de la boca. El hombre, al sentir el contacto, pareció querer decir algo, pero el único sonido que produjo fue un gorgoteo. Emilia apretó los labios y por primera vez desde que su madre había muerto, sintió que estaba a punto de llorar. Una mano se posó en su hombro y por el rabillo del ojo vio que era Felicia quien la consolaba. Alonso, por su parte, rodeó el cuerpo del hombre y también se agachó a su lado.

De pronto, la víctima suspiró. Su mirada, errática y llena de pánico hasta hace unos segundos, fue vagando lentamente hasta fijarse en Alonso. Cuando moribundo y fantasma se miraron, Emilia sintió una energía extraña envolviéndolos a todos. No podía moverse, ni hablar. Solo veía al detective tan sorprendido como ella, con la boca abierta y el semblante pálido.

—Po... por f... favor... —murmuró el hombre y Alonso, pasados unos segundos y superada su sorpresa, buscó la mano de la víctima y la tomó entre la suya.

—Estarás bien al otro lado. Solo sigue las voces buenas, las amables.

Si el hombre quiso decir algo más, no pudieron saberlo. Lo recorrió un espasmo que abrió sus ojos al máximo y luego murió en medio de una exhalación. Alrededor, todos los murmullos se habían acallado casi por completo y se oían pájaros en la distancia y el bullicio quedo de la calle cercana. Pasados unos segundos, Emilia escuchó a unos de los carabineros hablar, pero no entendió sus palabras. Era un ser inmóvil en el centro de otros muchos que comenzaban a moverse, a dar instrucciones. La mano de Felicia en su hombro la apretó con fuerza.

—Emilia, párese.

La joven obedeció de manera mecánica. Al girarse para dejar de mirar el cuerpo, no vio a la fantasma, si no al par de carabineros a su espalda. Por la escalera bajaba un hombre que tenía toda la apariencia de ser un médico de verdad.

—Señorita... —alcanzó a decir el carabinero del bigote antes de que el doctor se pusiera frente a él y le hablara con voz imperiosa.

—¿Ya falleció?

—Sí. La señorita hizo lo que pudo —mintió el carabinero. Lucía cansado y de mal humor—. Pero no había mucho que hacer.

—Entiendo, entiendo. Voy a emitir el acta de defunción. —El médico, calvo y solo un par de centímetros más alto que Emilia, la miró de pies a cabeza—. ¿Cuál es su nombre?

Emilia lo miró durante unos segundos antes de responder.

—Luisa Corvalán.

—Quédese por acá cerca.

—¿Para qué?

—Es por si necesito ayuda.

—¿No cree que ya he hecho suficiente? —espetó Emilia. De haber sido más consciente de lo que estaba ocurriendo, se habría sentido sorprendida ante su tono. Tal vez—. Quiero irme de aquí.

El carabinero la miró y asintió.

—Vaya tranquila. Gracias.

La invitó con un gesto a subir por la escalera hacia el andén, de vuelta a donde los maquinistas y los otros carabineros habían visto lo sucedido. Más bien, parte de lo sucedido. Fue solo ella, en teoría, la que vio cómo el hombre encontraba consuelo antes de la muerte de manos de un fantasma. Pasó frente al grupo y aunque todos la miraron, ninguno se acercó. Caminó hacia el gentío, sintiendo por primera vez un temblor en las piernas que le hizo temer estar a punto de desmayarse. Pero no lo hizo; cerró los ojos y se obligó a respirar con lentitud mientras avanzaba. Cuando la multitud quedó a su espalda, volvió a sentir la presencia de los detectives a su lado.

—Vaya a nuestra oficina, Emilia —murmuró Felicia, como si temiera que alguien además de la Médium la oyera—. Nos vemos allí.

Emilia asintió y mirándolo de reojo, alcanzó a ver el semblante de Alonso Catalán antes de que este y su compañera desaparecieran. No supo definir lo que vio en sus ojos, pero lo que fuera, no le gustó. Parecía asustado, tanto o más que ella. Y eso no podía ser bueno.

La gente, incluso aquellos que estaban demasiado lejos como para haber visto algo de lo ocurrido, la rehuían. O al menos eso pensó mientras caminaba hacia la Alameda. Tal vez, se dijo, todos lograban oler en su presencia el hedor de la muerte.


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—No recuerdo el viaje a Independencia. Puede que durante un trecho caminara y luego tomara un bus. No lo sé. Tenía la mente en miles de cosas, Cristóbal, pero sobre todo en el hombre muerto.

—Me describió sus heridas, pero usted no pudo saberlo en ese momento, con solo mirarlo.

—No. Lo que pasa es que leí la autopsia.

—¿Cómo?

—Fue tiempo después... mucho tiempo después de que supiéramos la verdad sobre los asesinatos de la estación. Cuando ya a nadie le importaban esas muertes.

Asentí. Estaba claro que Emilia había completado la investigación a retazos, como hacía yo con lo que ella me contaba. Me removí en la silla, aún incómodo con la descripción que había escuchado sobre la muerte del hombre. También yo tenía muchas cosas en la cabeza y al tal Eliodoro Urbina en un lugar estelar en mis pensamientos.

—¿Cuando llegó ellos ya estaban allí?

—Sí. Se veían como si nunca hubieran salido de la oficina.

Tal vez nunca salieron de la oficina, pensé. Pero casi de inmediato me dije que era una estupidez. Los fantasmas no pueden estar en dos lugares al mismo tiempo (28).

—Ni ellos ni yo estábamos como para andar con evasivas, así que apenas entré a la oficina...


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Apenas Emilia entró en la oficina, Alonso, de pie detrás del escritorio, le señaló la silla a modo de invitación. En esa ocasión, pese a su costumbre, la joven se sentó. Se sentía cansada; en realidad, se sentía al borde del agotamiento. Mientras se sentaba, ambos fantasmas la miraron en silencio y luego Felicia, también de pie y a poca distancia de Catalán, comenzó la conversación.

—Suponemos que tiene muchas preguntas, Emilia. Esperamos poder responderlas todas.

La aludida la miró con detenimiento por unos segundos, tratando de ver más allá de su expresión tranquila y fría. Los ojos de Felicia, de color castaño, se posaron en los suyos, sin inmutarse excepto por un leve pestañeo.

— ¿Por qué ese hombre lo vio? —preguntó de pronto la Médium, girándose hacia Alonso—. ¿Por qué pudo tocarlo?

El fantasma, sin ninguna sonrisa que suavizara su expresión, también se sentó. Se apoyó en el respaldo y miró a Emilia de costado, aparentando relajo.

—Vayamos por parte. ¿Por qué ese hombre me vio? Pues bien... se cree que cuando alguien está a las puertas de la muerte se encuentra en un estado... ambiguo. Por lo mismo puede llegar a ver cosas. Más cosas de lo normal. La mayoría de la gente cree que son ilusiones producto del pánico. Pero la verdad es que son avistamientos del Más Allá o de los muertos que permanecemos en este plano.

—Como si se fundieran los tres planos —acotó Felicia, tal vez por la expresión de ligera confusión de Emilia.

Esta, al escucharla, asintió.

—Usted le habló de unas voces... ¿Qué voces?

Alonso desvió durante un par de segundos la mirada, clavándola en la puerta a espaldas de Emilia.

—Las del otro lado, claro.

— ¿Cómo sabe de esas voces?

—Es lo más probable. Ellos, después de todo, están esperando. Qué esperan, nadie lo sabe. Pero están allí, detenidos al igual que nosotros aquí. Al menos ellos están en el lugar que les corresponde. Y llegar allí es un viaje que no todos completan. Algunos vuelven cuando están muy cerca... —El suspiro que escapó de la boca del fantasma no removió las partículas de polvo que flotaban a su alrededor. Era la mímica de un suspiro, sin aliento—. Otros ni siquiera comienzan el viaje. Los que están en el Más Allá saben que algunos corren el peligro de quedarse y por eso los llaman para guiarlos en el camino. El resto no tiene las mismas buenas intenciones.

— ¿Los engañan?

Alonso asintió.

—Nadie sabe mucho del Más Allá, pero al final algo está claro: está tan lleno de mierda como acá. Solo son distintos lados del velo.

— ¿Y ustedes? —Emilia hizo vagar la mirada por ambos fantasmas—. ¿En qué parte del viaje tuvieron que regresar?

—Creo que por primera vez, Emilia, tenemos que responder a sus preguntas individualmente.

La Médium, sin comprender, abrió la boca mientras el detective se ponía de pie.

—Yo nunca lo comencé. La maldición que pesa sobre mí hizo que mi alma nunca se separara del todo de mi cuerpo. Es más, puedo describirle muy bien lo que pasó luego de mi muerte porque la presencié como el mejor testigo: de cerca y siendo totalmente invisible para mis asesinos. Por ejemplo, vi cuando mataron a Felicia... —Alonso, siempre tan calmo, se pasó la mano por su pelo en un gesto lleno de nerviosismo. A pesar de estar tan cerca de su compañera, al verlos Emilia sintió, por primera vez desde que los conocía, que estaban a mucha distancia, a una distancia infinita—. Por supuesto, no entendí lo que estaba pasando. Sentía pánico, frío e incluso dolor. No tanto como hubiera sentido de estar vivo, pero...

— ¿Sigue sintiendo?

—No lo sé. Eso es lo más interesante de esto... No sé hasta qué punto, si toco algo, lo siento en la punta de los dedos... o recuerdo cómo se sentía cuando estaba vivo. La mano del hombre de hoy estaba fría y húmeda... pero eso es justo lo que recuerdo de cómo se sentía la mano de Bruno Figueroa cuando moría. ¿Entiende?

—Pero usted toca las cosas. Lo he visto... muebles como este escritorio, la fotografía... Y Felicia hoy me tocó... Se supone que los fantasmas no pueden tocarnos.

—Corrección: no todos los fantasmas. Pero entiendo su sorpresa. Sabemos que no caemos en las categorías normales ni en las extrañas, al menos a las que usted está acostumbrada. Quizás una forma de entenderlo es que en nosotros confluyen dos ramas de lo paranormal, Emilia. Por un lado todo lo que tiene que ver con la vida después de la muerte y, por el otro, lo que podríamos llamar Magia u Ocultismo.

Emilia torció el gesto sin poder evitarlo y Alonso, por primera vez desde que ese interrogatorio había comenzado, dejó deslizarse una sonrisa en su rostro. No sé con certeza lo que pensó, pero me lo imagino. Yo lo he pensado muchas veces desde que comencé mis tratos con Médiums de distinto tipo: es extraño e irritante lo incrédulos que pueden llegar a ser con todo lo que no tenga que ver con los fantasmas.

—Veo que tiene dudas, Emilia.

—Sé que... lo que los mantiene aquí es una maldición. De sangre, específicamente. Pero cuando mi abuelo escribió de ese tipo de cosas siempre lo hizo de manera vaga. No sé cómo funciona nada que tenga que ver con lo que usted llama Magia, Alonso.

—Pocos lo hacen. Solo los iniciados lo hacen realmente. Mi mamá, además de ser una mujer ambiciosa y de fuerte carácter, fue iniciada desde niña. Sabe leer las cartas, hacer "trabajos", mal de ojo... y cosas peores. Podría pasar días hablando de las cosas que la vi hacer mientras ella pensaba que yo dormía, incluso antes de que conociera a Valentín Díaz. Pero no es lo que nos compete ahora. Solo puedo decirle que es un terreno peligroso, donde hombres y mujeres tan capaces y sabios como su abuelo han evitado entrometerse. Almonacid en particular le dejó siempre ese lado de nuestro mundo a amigos más habituados a él, como Cabral.

— ¿Pero qué implica para ustedes? Me refiero a lo que verdaderamente significa... ¿Son más que fantasmas?

Los detectives la miraron y la manera en que lo hicieron le dejó claro que sus palabras habían transparentado lo que pasaba por el fondo de su mente.

— ¿Algún término específico en el que esté pensando, Emilia? —preguntó Felicia y la Médium vio la furia asomando tras el rostro frío de la fantasma.

—Pienso en uno, sí. —Respiró hondo antes de continuar—. Es el único que parece encajar.

Se estiraron los segundos hasta que por fin Emilia susurró la palabra, sin saber que Alonso también lo haría y que yo, décadas después, los imitaría. Nos imagino a los tres conectados por dicha palabra en distintos períodos del tiempo.

—Espectros.

Se hizo silencio en la oficina de Figueroa & Asociado y en mi ático. Pocas veces he sido tan consciente del paso de los segundos como en ese momento. Y nunca Emilia me había parecido tan vieja, ni tan humana. No supe por qué, pero mi instinto me dijo que ese instante que acababa de relatarme era una de las mayores culpas que guardaba.

—Tú también lo pensaste, ¿cierto? —me preguntó cuando la quietud se le hizo insoportable.

—Sí. —Emilia casi sonrió de alivio y fue eso lo que casi me obliga a callar. Pero nunca he sido muy bueno para esconder lo que pienso—. Me lo planteé, pero lo deseché de inmediato.

— ¿Por qué?

—Porque no creo que ser un parásito sea la única manera de estar entre los dos mundos. Felicia y Alonso son extraños, pero no son parásitos. ¿O usted cree que sí?

—Tienes que comprender algo, Cristóbal —dijo de inmediato la anciana—. Yo era joven, inexperta y por sobre todo, nunca había conocido a fantasmas como ellos. En el fondo, estaba asustada porque no los entendía. Y a pesar de lo que acababa de decirles, yo sabía muy bien que no eran Espectros. Tal vez compartieran algunas características con estos, pero no lo eran. Sobre todo porque ningún Médium había tenido que ver con lo que eran y porque incluso el Espectro más fuerte debe estar atado a un puntal (29).

—Pero aún así se los dijo...

—Porque estaba confundida y también porque los estaba probando.

—Ellos... ¿cómo reaccionaron?

Emilia sonrió con tristeza antes de continuar con la historia.

—Felicia me dio la espalda durante unos segundos. Alonso no cambió de postura... solo me miró. Pero por primera vez sentí que estaba decepcionado de mí.

Y aquello, por supuesto, hizo que Emilia se encogiera en su silla por la vergüenza. Sin contar a las personas que la esperaban en su casa, es decir su padre y los Manquian, Felicia Figueroa y Alonso Catalán era lo más cercano a amigos que tenía en ese momento. Y en aquella investigación, era en los únicos en los que aún podía confiar. Sus miedos y sospechas, la falta de información y experiencia le habían jugado en contra. Pero yo sé, aunque ella no me lo dijera, que lo que al final la había empujado a hacerlo fue la certeza de que Luisa sabía más que ella sobre los detectives. Eso le pesaba desde la charla que ambas habían sostenido en el cementerio.

—Lo siento... —dijo y por unos segundos no supe si me lo decía directamente a mí o en el pasado a los fantasmas. Tal vez fue a ambos—. No debí decir eso.

Alonso negó con la cabeza.

—Bruno Figueroa me enseñó que nunca hay que sentir arrepentimiento por nuestras dudas. Solo por no hacer nada para resolverlas. Es comprensible que piense eso de nosotros, dado todo lo que ha visto. Y aunque duele escucharlo de su boca, Emilia, creo que en su posición habría hecho lo mismo.

Felicia, que durante las palabras de su compañero había estado con la mirada fija en la pared más cercana, volvió a posar sus ojos en la Médium.

—No somos Espectros. Usted lo dijo la primera vez que estuvo aquí: somos Marcados. Lo que pasa es que ni nosotros sabemos qué significa exactamente eso. Puedo decirle que es una existencia incompleta, pero es una existencia al fin y al cabo. —La Intrusa hizo una pausa durante la cual se concentró en las arrugas inexistentes de su falta oscura. Cuando volvió a hablar, miró a Alonso con algo tan cercano al anhelo que Emilia contuvo el aliento—. Mi paso fue diferente al de Catalán. Yo sí entré en el túnel, si es que lo podemos llamar así. Perdí la consciencia tras mis heridas y luego entré en ese estado transitorio que permite ver cosas y escuchar voces. Yo las escuché... y puedo decirle que son muchas. Cientos y cientos de voces. Entre ellas la de mi padre... Fue él quien me dijo que volviera, que mi tiempo aquí no había terminado. Así que le obedecí, como siempre.

—Y volvió, pero siendo una Intrusa... ¿La maldición fue para los dos, entonces?

En ese punto, Felicia y Alonso cruzaron una mirada. En realidad, fue Alonso quien miró a la mujer con tal intensidad que, tras una pausa, ella lo miró de vuelta. En el rostro de Felicia había una expresión de empatía que suavizó sus facciones. En silencio decidieron que sería el Alonso el encargado de continuar la explicación.

—Paula Catalán me maldijo solo a mí, su hijo. Pero una maldición es algo que daña colateralmente. No sabemos qué hubiera pasado en el caso de que Felicia terminara su viaje hacia el Más Allá. Pero al volver, lo que ocurrió es que también fue afectada por mi maldición. Nos ató a los dos... aunque no puedo explicar por qué.

Emilia notó el ligero temblor en el rostro de Alonso al decir lo último y por un breve instante tuvo la fuerte sospecha de que el fantasma le estaba mintiendo. Pero la sospecha se fue tan pronto como llegó.

—Entiendo —murmuró la Médium—. ¿Y cuáles son sus características? ¿Las conocen todas?

—¿Cómo saberlo? —respondió Alonso con algo más de entusiasmo—. De momento le podemos decir que, al no tener un puntal, podemos movernos a cualquier lugar que conozcamos con solo desearlo.

—¿Pueden estar en dos lugares al mismo tiempo?

—Ningún fantasma puede hacer eso y nosotros no somos la excepción. —Al escuchar eso, Emilia dejó escapar un leve suspiro de alivio. Saber que al menos en eso eran como todos los demás le proporcionaba una enorme tranquilidad.

—¿Y pueden tocar lo que ustedes quieran... siempre?

Alonso negó con la cabeza con el rostro tenso debido al dolor.

—Casi todo —dijo Felicia—. O a casi todos. Nosotros dos no podemos entrar en contacto.

—¿Cómo? —Emilia casi soltó una carcajada. Así de irrisorio sonó a sus oídos lo que Felicia acababa de decir. Pero al ver los ojos distantes de Alonso, posados en ese momento en la superficie del escritorio, se dio cuenta que era en serio. Que ese par de fantasmas, compañero el uno del otro por la eternidad, no podían tocarse por más que quisieran—. ¿Por qué?

—Ironía del destino, tal vez. —Alonso intentó sonreír. Lo logró apenas—. ¿Hay alguna otra pregunta sobre nosotros que quiera hacer, Emilia?

La joven tal vez las tenía, pero no dijo nada. Alonso asintió ante su silencio.

—Retomemos el tema que nos compete entonces.


*******************************


Felicia y Alonso le relataron a Emilia, con un nivel de detalle que al mismo tiempo constituía un relato conciso y desprovisto de emoción, lo que habían estado haciendo mientras ella hablaba con Javier Valdebenito. Al escucharlos, la Médium pensó que le hubiera gustado presenciarlo.

Apenas los fantasmas se separaron de ella, se internaron en la estación con el fin de interrogar directamente a los Intrusos que pudieran encontrar y, sobre todo, que accedieran al interrogatorio. No fueron muchos, pero los suficientes. Entre ellos, hablaron con el mismo soldado de la Guerra del Pacífico de la vez anterior. Con él confirmaron la teoría que mantenían desde la conjuración de Marín, sobre la muerte primero de la niña y luego de la madre, quien se creía había tomado la decisión de lanzarse a las vías debido al dolor. Poco tiempo después de su suicidio habían comenzado a sucederse muertes extrañas, que habían puesto más y más nerviosos a los fantasmas del lugar.

— ¿Es que ellos saben que los asesinatos los está cometiendo uno de ellos? —preguntó Emilia cuando sintió que era un buen momento para interrumpir el relato.

—Sí, pero también por algo más importante y siniestro. Lo que ellos sienten, Emilia, es que, como sospechábamos al principio, el que está detrás de todo esto es un Médium.

No el títere, si no el que lo controla, pensó con tanta fuerza que fue como si Javier Valdebenito le hablara al oído. Al ver su seriedad y falta de sorpresa, Alonso alzó las cejas.

— Sus investigaciones parecen haberle hecho pensar lo mismo.

—En realidad fue Valdebenito el que me lo dijo.

Felicia se removió en su puesto.

—De modo que lo encontró.

—Más bien fue él quien me encontró a mí.

— ¿Fue una conversación satisfactoria?

—No lo sé... pero me dijo lo mismo que ustedes lograron averiguar, así que supongo que sí.

— ¿Algo más que quiera contarnos?

Alonso la miró de tal forma que Emilia supo que su pregunta era meramente retórica. La clave era elegir muy bien qué le contaría, si el vaticinio que el Búho había hecho sobre su futuro o el símbolo dibujado en un trozo libre de pared en la animita. Tras meditarlo un par de segundos, se dijo que lo primero era algo personal y que no estaba obligada a compartirlo.

—Sí, hay algo más. Hace unas noches ustedes nombraron a la Logia de las Ánimas. Por lo que pude entender, ayudaron a Marín a solucionar un problema con ellos.

—Así es. —Alonso se puso de pie y rodeó el escritorio con las manos en los bolsillos y una sonrisa traviesa en el rostro, ambos gesto muy típicos de él cuando la conversación tomaba un curso que a él le entusiasmaba—. Nuestros encuentros con la Logia no han sido del todo... amables. Pero me imagino que eso no es una sorpresa para usted.

No, no lo era. Emilia una vez me contó su primer contacto con la Logia, ocurrido aproximadamente un año antes del caso de Estación Central. Escenario: catedral de Santiago. Resultado: la prohibición terminante para ella de volver a ingresar en el recinto, al menos hasta que el cardenal de ese momento muriera y lo sucediera otro. En cuanto a la Logia, ese suceso y otros que contaré más adelante fueron los cimientos de la guerra que siempre han mantenido con Emilia y con nosotros.

—Los conozco lo suficiente. Y al parecer Marín también.

—Para su desgracia, sí —dijo Felicia—. Digamos que en una de sus investigaciones, Marín se metió en un lugar que la Logia considera su territorio. Lo detectaron y, al saber que era un Médium y no un simple Desencarnado, lo detuvieron.

—¿Lo detuvieron? —preguntó Emilia con rabia—. ¿Con qué derecho?

—Seguramente si se los pregunta a ellos tendrán una muy extensa respuesta para usted. —Alonso se encogió de hombros antes de decir lo siguiente—. Lo importante es que Marín, que ya nos conocía, intentó conjurarnos. Por supuesto no lo logró, porque no se lo permitimos, pero al menos le sirvió para que nosotros supiéramos de su situación y del lugar donde lo tenían. Así que lo ayudamos.

—¿Diplomáticamente?

Felicia y Alonso sonrieron al mismo tiempo.

—La diplomacia no es lo nuestro.

Entonces Emilia también sonrió. Pero pronto, al recordar el motivo que la había llevado a sacar a colación a tan agradable grupo de personas como los miembros de la Logia, se puso seria otra vez.

—Vi un símbolo en la animita de Romualdito. No puedo asegurar que tenga que ver con ellos, pero recuerdo algo que escribió mi abuelo en sus memorias: que el símbolo que usaba la Logia para identificarse, y que cada miembro lleva tatuado en el antebrazo derecho, representa los tres planos. El nuestro, el de ustedes los fantasmas y el Más Allá. Javier Valdebenito llegó cuando yo miraba el dibujo y dijo justo eso.

—¿Cómo era el símbolo? ¿Puede describirlo?

Emilia hizo algo mejor. En una libreta pequeña que solía llevar en el bolsillo de su abrigo, dibujó lo que había visto. Al terminar, lo puso sobre el escritorio para que los fantasmas lo vieran. Antes de que hablaran, la Médium supo que sus sospechas habían sido correctas.

—Son ellos —dijo Alonso para luego mirar a Felicia—. ¿Será una coincidencia o...?

— ¿Coincidencia? ¿Con ellos? Nunca.

—Pues si no es coincidencia... y dado que ya parece evidente que hay un Médium involucrado en todo esto, podemos suponer que la Logia, tal vez, tiene también algo que ver.

Emilia torció el gesto: asesinatos tal vez cometidos por un fantasma, un Médium como la figura que movía los hilos en las sombras, un Conjurador de compañero en el cual no confiaba, un Vinculante que al parecer sabía más de sus poderes de lo que había pensado al principio, su prima Luisa y ahora la Logia de las Ánimas. Todo eso revuelto en el caso más difícil de su carrera hasta el momento. Era demasiado para alguien que se consideraba tan inexperta como ella.

—También existe la posibilidad de que la Logia tenga la mira puesta en lo que está ocurriendo, al igual que nosotros.

—Sea como sea, su proximidad con esto no es como para mantener la calma. Le pedimos que esté aún más alerta, Emilia.

Esta asintió ante la petición y se puso de pie. A menos que los detectives quisieran decirle algo más, la reunión podía darse por terminada. Cuando ya se acercaba a la puerta para retirarse, Alonso la llamó.

—Emilia, la noche en que Marín conjuró a la niña... ¿hubo algo que le llamara la atención?

La Médium supo de inmediato a qué se refería, pero, no supo por qué, en vez de hablarle de Larraín, negó con la cabeza, se despidió y se fue.


***************************************** 


El fin de semana terminó y llegó el lunes. Como Emilia no había recibido ningún tipo de instrucción de parte de Felicia y Alonso, decidió retomar vetas dejadas de lado en su propia investigación, de modo que volvió a la Biblioteca Nacional. Debido a su soledad, todo fue más fácil en esa ocasión, desde convencer a Gonzalo de que la dejara pasar, hasta llegar y hablar con Fabiola. Cobijada en el subterráneo, rodeada de libros y archivos, Emilia se sintió tranquila y segura por primera vez en mucho tiempo.

—Cuéntame un poco de lo que ocurre allá afuera —le dijo la Intrusa mientras Emilia la veía ordenar con parsimonia unos códices—. ¿Qué tiempo hace?

—Hace frío, aunque no tanto como el año pasado. Todas las mañanas hay neblina y llueve al menos una vez a la semana.

—Extraño la lluvia.

Emilia asintió. Una vez Fabiola le había dicho que la nostalgia por la vida era así: un cúmulo de pequeñas faltas, detalles que habían estado y ya no.

—Yo extraño un poco el sol —murmuró y ambas rieron.

Estuvieron charlando un poco más, hasta que no pudieron seguir evitando el motivo de la visita de Emilia. Entonces se acercaron a la mesa, donde la joven pudo ver que toda la investigación de Fabiola se reducía a una página de diario.

—Esto es todo lo que pude encontrar de él aquí. Es poco, pero interesante. Ven, acércate. —Emilia la obedeció y ambas miraron el trozo de papel que la bibliotecaria extendió sobre la mesa—. No sé qué tan reciente es lo que encontré... ¿En qué año están?

—En 1952.

Fabiola asintió, como si tomara notas mentales.

—Muy bien. Dice aquí que estuvo involucrado con un caso que no quedó del todo claro. Unos ataques incendiarios.

—¿Involucrado en qué forma?

—Fue detenido por eso. Como sospechoso.

—Tuvo que ver con lo que pasó. Pero no de una forma tan directa. Lo que hizo fue conjurar a un fantasma que se volvió un poltergeist. A veces, ellos pueden...

—¿Dónde fue eso que me estás contando?

—En Quinta Normal.

—Entonces no estamos hablando del mismo suceso. Esto fue hace quince años, en un hogar de niños ubicado en Puente Alto.

—¿Hogar de niños? —preguntó Emilia en voz baja—. ¿Marín vivía en un Hogar de niños?

—Así parece. Tenía quince años cuando parte del hogar se incendió. Mucha gente dijo que él era la única persona en el lugar antes de que comenzara el incendio.

—¿Hubieron muertos?

Fabiola negó con la cabeza levemente y Emilia dejó escapar el aire que contenía.

—¿Buscaste algo sobre su familia?

—Sabes que no tengo acceso a documentos de ese tipo. Me encantaría, pero no. —Permanecieron en silencio durante unos minutos antes de que Fabiola hiciera la siguiente pregunta—. ¿Lo de Quinta Normal también tiene que ver con un incendio?

—Los poltergeist suelen tener tendencias pirómanas. Y lo que él hizo fue conjurar a uno que luego no pudo controlar. A su hermano.

—Su hermano...

—Él me dijo que lo de Quinta Normal había sido su primera conjuración. Y tal vez sea cierto... pero entonces, ¿qué fue lo que pasó hace quince años?

—Tal vez deberías preguntárselo.

¿Debería?, pensó Emilia. ¿Era tan necesario hacerlo? O más bien desviaría su atención del caso y de todo lo que estaba ocurriendo alrededor de este. ¿Qué harían los detectives en su lugar? Y una pregunta más interesante aún: ¿sabían ellos sobre eso?

—Gracias, Fabiola.

—De nada. Cuando quieras, Emilia. 


*******************************


Volvió a su casa inmersa en todas las preguntas que se habían ido acumulando en su cabeza durante las últimas semanas. A pesar de todas sus investigaciones anteriores, de todas sus búsquedas, de los cuestionamientos que surgían y también encontraban respuestas en las memorias de su abuelo, nunca se había sentido tan abrumada. Aunque nunca ha reconocido ante mí haber sentido algo semejante, no puedo evitar pensar que en momento así un Médium, incluso un Médium como Emilia, puede llegar añorar ser igual que el resto. Poder ver menos, nada ojalá.

Tal vez eso permeaba todos sus pensamientos sin que ella se diera real cuenta, hasta que llegó a su casa y vio un auto desconocido estacionado en el jardín. Mientras abría la reja, Juan Luis salió a su encuentro y la saludó con su acostumbrado movimiento de boina.

—¿Tenemos visita?

—Su prima, Emilia.

La joven, incapaz de contener la sorpresa y el desagrado, torció el gesto.

—¿Para qué vino?

—No lo sé. Está hablando con su papá en el salón.

Emilia no se demoró más y entró en la casa. No se quitó el abrigo, sino que caminó recto hacia el lugar desde el que se escuchaba la voz de su prima y, cada algunos segundos, el tono suave de su padre. La puerta, que alguien había dejado entreabierta, le permitió escucharlos un par de minutos antes de entrar.

—...fuimos con Guillermo. Es maravilloso, tío. Deberías intentar ir. A Emilia le encantaría.

—Sabes que a Emilia no le gusta mucho salir. En eso salió a mí.

—¿En serio? Yo pensaba que mi prima no paraba en la casa. Si hasta sospechaba que tenía un novio o algo así.

Su padre guardó silencio y Emilia casi lo pudo ver aganchando la cabeza, sin saber qué responder. Supo que no habría mejor momento para entrar que ese. Abrió la puerta y sintió ambas miradas, la de su padre y la de Luisa, clavadas en ella. Le dolió ver su prima no se mostraba todo lo sorprendida que le hubiera gustado.

—Buenas tardes.

—Emilia, qué gusto. Pensé que no nos toparíamos.

—Sí, qué bueno que llegué temprano.

Se contemplaron durante unos segundos, con ese aire de calibración que tenían todos sus encuentros. Luego, Emilia miró a su padre y se acercó a él para darle un beso en la coronilla.

—¿No estás cansado?

—Un poco, hija.

—Entonces anda a recostarte. Yo seguiré atendiendo a Luisa. No te molesta, ¿cierto? —Luisa negó con una sonrisa esplendorosa en la boca.

El padre de Emilia se puso de pie con algo de dificultad y se despidió de Luisa antes de salir del salón. Lo escucharon caminar con parsimonia hasta la escalera y subir por ella en dirección a su dormitorio. Cuando la puerta de esta se cerró a la distancia, ambas primas se concentraron en la persona que tenían al frente.

—Deberías sacarlo más seguido, Emilia. Tú padre no está muy bien

—No voy a hablar contigo sobre su estado. ¿Qué quieres?

—Visitar a la única familia viva que me queda.

—¿Tú esposo se murió?

La sonrisa que dibujó Luisa en ese momento no tuvo nada de esplendorosa. Más bien fue fría y tensa.

—Me refería a familia sanguínea.

—Ah. Estamos bien y agradecidos por tu visita. ¿Algo más?

—Tal vez. ¿Cómo van las investigaciones?

—Excelente. Pero disculpa si no te doy más detalles.

—No es necesario. ¿Cómo está Javier Valdebenito?

Emilia inspiró muy fuerte por la nariz al escucharla. Y casi de inmediato, arrepentida de su reacción, se removió en el sofá que hace un rato ocupaba su padre y se esforzó por aparentar tranquilidad.

—Vivo, sorpresivamente. Vigilante.

—No lo suficiente. Santiago lo necesita y él se dedica a pedir limosna en la calle.

—¿Cómo puedes decir eso con tanta facilidad? —espetó Emilia, dejando por fin que su ira tiñera sus palabras—. ¿Qué sabes tú sobre lo que lo empujó a alejarse de todo?

—Sé lo suficiente.

—¿Qué quieres, Luisa? No tengo tiempo para escucharte.

Su prima, antes de responder, se puso de pie con elegancia y se alejó unos pasos hacia la puerta. Su movimiento, sin embargo, no tenía era un anuncio de despedida, sino una forma de darle la espalda y que así Emilia no pudiera ver su rostro.

—Vengo a ofrecerte mi ayuda. Digamos que he descubierto un par de cosas que seguramente te serán de ayuda.

—No quiero que me ayudes con el caso de Estación Central.

—No hablo del caso. —Luisa se giró parcialmente hacia ella, dejando a la vista su perfil—. Es más bien sobre Felicia Figueroa y Alonso Catalán.

—Tampoco qui...

—La madre de Alonso, la que los maldijo, está viva aún. Y tú sabes lo que eso significa, ¿cierto, Emilia?

Esta, inmóvil en su asiento, lo sabía.


(28) Llamada la Regla Número Uno por Ulises Almonacid y la misma Emilia, ya que según ellos desbarata muchas confusiones que la gente tiene sobre los fantasmas. En esta se afirma que ningún fantasma, absolutamente ninguno, puede estar en dos lugares a la vez. 

Desde que estoy en la APA y a pesar de que según la misma Emilia todas las reglas, cuando se trata del frágil terreno de lo paranormal, están sujetas a posibles cambios y comprobaciones, nunca he visto o sabido que esta en particular se ponga en duda. Así que supongo que se merece el nombre. 

Eso sí, hay que tener en cuenta que la misma regla no aplica para otros seres paranormales. 

(29) Tal vez la mayor debilidad que poseen los Espectros es su dependencia a uno o más puntales. Pero también son estos, además de un Vinculante que les dé energía (ya sea consciente o inconscientemente), lo que los vuelven tan poderosos. Se cree que entre más puntales posean (los peores Espectros han tenido al menos tres), más tangibles son, hasta el punto de que algunos se han hecho pasar por Corpóreos sin que nadie lo note. 

Pero si están atados a una persona, un objeto o, mejor aún, a un lugar, es posible conocer su ubicación o trazar un perímetro para poder atraparlo. Lo que viene después de eso es lo realmente difícil. 


GRACIAS POR LEER :)

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