LA PUREZA

By anaclarin

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La joven Desdemona Russell tiene una sola pasión: la arqueología. ¿Quién iba a decirle que su pasión la lleva... More

Introducción
1.
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8.
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15.
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17.
18.
19.
19. Cont.
20.
21.
22.
23.
24.
25.
26.
27.
28.
29.
30.
31.
32.
33.
Fin.

14.

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By anaclarin


El haber vaciado su estómago, hizo que Desdemona se sintiese mejor. Aún así, el mareo que notaba era constante. A pesar de estar tumbada en la cama de su camarote, podía sentir cada movimiento del barco. No era la primera vez que se montaba en un barco, pero sí que era la primera vez que se mareaba y tantísimo. Cuando salió corriendo de la cubierta, dejando solo al caballero, lo único en lo que pensaba era en llegar a su camarote para poder vomitar en la intimidad. Esperaba que el hombre no se hubiese dado cuenta de su malestar, y el motivo de su huida. Vomitar una caja de galletas de mantequilla era algo que una señorita educada como ella jamás debía hacer.

Era curioso, reflexionó que cuando más alejada geográficamente estaba, más se acordaba de ella, de su madre. De su insistencia a la hora de seguir las normas de educación, de lo que podía y no podía hacer. Sentía que todo lo que su madre se había empeñado en que aprendiese, se había clavado en lo más profundo de su ser más fuerte de lo que ella creía, como las raíces de un árbol.Sabía que, por mucho que intentase librarse de todo su madre estaría ahí siempre, en su corazón.

En el fondo no quería olvidar nada de lo que su madre le había enseñado. Hacerlo sería como olvidarla a ella. Tampoco podría olvidar todos los libros que había leído, pues sería olvidar a su padre. Y el sabor de la comida, el olor de su casa, las risas de sus hermanas, los colores del jardín trasero según la estación del año, los nervios de su madre, las miradas inquisitivas de su padre, las preguntas románticas de Joyce, la melancolía de Emilia, la calidez de Bibiana. El amor a su familia, ese inmenso e infinito amor jamas lo olvidaría.

Los ojos se llenaron de lágrimas, que salieron a borbotones. Echaba tanto de menos a su familia. Acurrucada en la cama, Desdemona lloró durante horas y horas. Si fuese posible, en ese preciso momento volvería con ellos. Verlos una última vez, aunque fuese un segundo. Daría la vida por ello. Lo único que le quedaba era el recuerdo de la familia a la que una vez perteneció. ¿Por qué había renunciando a ellos? Había sido tan estúpida, tan necia el creer que la promesa de una ciudad era mejor que su familia. Valoraba ahora tanto aquello a lo que había renunciado por un estúpido sueño. Sí esa ciudad existía, ya sería descubierta por alguien. ¿Merecía la pena perderlo todo por un sueño? No estaba segura. Las lágrimas se secaron en su rostro mientras dormía.

Cuando se despertó, se sintió descansada, a pesar de haberse quedado dormida vestida y sin haberse movido apenas. Había dormido profundamente y eso le había aclarado las ideas y despejado la mente. Asumió lo que había hecho, y lo que ello implicaba. De nada valía ya lamentarse. Cierto era que echaba terriblemente de menos a su familia, pero si algo le habían inculcado, era que uno tenía que ser responsable de sus decisiones. Y si ella había decidido ir a un desierto a encontrar las ruinas de una ciudad, eso haría. Esperaba poder volver algún día con su familia y que ellos la perdonasen. Era consciente de lo mucho que estaba pensando, analizando en si había hecho lo correcto o no, cuando tenía que asumir que ya daba igual, porque lo había hecho y no podía borrarlo. Encontraría esa ciudad y así su familia podría estar orgullosa de ella.

De nuevo, el rugido de su estómago le indicó que tenía que comer algo. Miró por el portillo y dedujo que ya sería de noche. ¿Habría cenado ya la gente? Trató de arreglarse lo más rápido posible, tal vez aún no era tarde y podría comer algo. Sino, tendría que esperar al desayuno del día siguiente. Los ruidos que su estómago emitía le indicaron que no podía esperar, que tenía que comer algo decente. Y las galletas que tenía en su equipaje no serían suficiente. Cuando salió de su camarote comprendió que tal vez no era tan pronto como ella creía. A diferencia de cuando había llegado, los pasillos del barco estaban en completo silencio. Horas antes los pasillos estaban llenos de gente, cargados con maletas, entrando y saliendo de los camarotes. Se escuchaban gritos de alegría, llamadas a familiares y niños corriendo. La excitación y nervios por la pronta partida llenaban el ambiente. De eso ahora no quedaba nada. La calma después de la tormenta.

Como si estuviese haciendo algo prohibido, y por miedo a hacer algún ruido que despertase a todo el barco, Desdemona se movía por los pasillos del buque como un ratón, buscando alguna indicación de dónde podría estar el restaurante. Subió a la cubierta, pues desde ahí sería más fácil. Una pareja escondida en las sombras se besaba. Evitando ser vista, Desdemona entró por otra puerta.

– ¿Necesita ayuda, señorita?– un joven vestido de camarero le miraba con una gran sonrisa.

– Estaba buscando el restaurante– respondió avergonzada por los ruidos cada vez más fuertes que salían de su estómago.

– Siga de frente, aunque me temo que tal vez se encuentre ya cerrado– el joven no paraba de sonreírle. Desdemona podría jurar que incluso cuando se giró, le sonrió.

Siguiendo la breve indicación del muchacho, Desdemona continuó por el pasillo, hasta encontrar las puertas que daban acceso al lugar. A pesar de poder acceder, se dio cuenta de que este ya estaba cerrado. Maldita era su suerte, todo por haberse quedado dormida. Si no hubiese vomitado las galletas, tal vez no estuviese tan hambrienta.

Observó la gran sala. Se imaginó que durante el día la vista sería espectacular, con los grandes ventanales dejando pasar la luz. Las mesas ya habían sido recogidas y preparadas para el desayuno del día siguiente, así que no se encontró con ningún camarero. Tenía dos opciones, volver a su dormitorio y comer más galletas de mantequilla o colarse en la cocina y buscar algo que hubiese sobrado. El solo pensar en las galletas, le revolvió el estómago, por lo que solo le quedaba colarse en la cocina.

Se dirigió hacia el final de la sala, donde una pared que sobresalía escondía las puertas por las que los camareros entraban y sacaban la comida. Deseó que las puertas no hiciesen ruido al ser abiertas y que nadie quedase en la cocina, pues podrían pensar que estaba robando. Bueno, técnicamente, estaba robando comida. Aunque, pensó, esa comida era la que ella no había podido cenar, así que en realidad no era robar.

Sin saber muy bien dónde buscar, abrió varios muebles y cajones. Cubiertos, platos, vasos, sartenes y ollas. Nada de comida. Su estómago cada vez rugía más y ella se estaba mareando de nuevo, esta vez por la falta de alimento. Miró a su alrededor, intentando pensar dónde guardarían en esa cocina la comida. Entonces vio una puerta. Tenía que estar ahí, en la despensa. Sin pensarlo, abrió la puerta. La cantidad de comida ahí almacenada hizo que casi se le saltasen las lágrimas. Había de todo, harinas, arroces, fruta, verdura, quesos... Cogió una rebanada de pan y la engulló. Buscó a ver si había quedaba algún resto de la cena, y así el evitar tener que rebuscar entre la comida. Abrió varios recipientes que contenían de todo, como ajos picados, aceite, y ¡voilá! En uno de ellos había ensalada. Con eso, y unas rebanadas de pan le bastaba por esa noche.

Estaba a punto de salir del armario de la despensa, cuando oyó unas voces en la cocina. ¿Serían cocineros? Si la pillaban, podía meterse en un serio problema. ¿Y si la devolvían a Marsella? Tal vez Liebermann ya estuviese en la ciudad francesa, esperándola para atraparla. No, no la podían pillar. Devolvió el recipiente con la ensalada a la estantería, y mientras seguía comiendo el pan, miró a su alrededor. Como no se tapase con las lechugas, ahí no había posibilidad alguna para esconderse. Solo podía esperar a que no inspeccionasen la despensa y se fuesen. Cogió de nuevo la ensalada, y usando el pan, se la comió. Si la encontraban, al menos habría comido algo.

Los minutos iban pasando, y la conversación seguía. Las palabras le llegaban como un murmullo, así que no podía entender de qué estaban hablando. Un calambre en la pierna derecha, producto de estar tanto tiempo de pie, sin moverse, hizo que optase por sentarse y seguir comiendo. Estiró las piernas y sobre la falda colocó el pan que le quedaba.

La ensalada estaba deliciosa. Aunque su madre la reprobase, tomó el recipiente con las dos manos como si fuese un cuenco, y bebió la salsa que quedaba. En ese momento, la puerta de abrió, asustando tanto a la joven, que se atragantó. El líquido salió despedido de su boca, a la vez que tosía con fuerza.

– ¡Se va ahogar!– escuchó como decía un hombre. Se acercó a ella, y comenzó a darle golpes en la espalda.

– Matthew, como sigas dándole esos golpes, vas a romperle alguna costilla– respondió otra voz.

– ¡Usted!– la voz de Desdemona, producto de la tos, sonó como si un muerto hubiese regresado a la vida tras doscientos años enterrado.

– Si, de nuevo soy yo– respondió el caballero con una sonrisa– Un gusto ver que ha recuperado su apetito, después de tener que salir corriendo esta mañana, me imagino, que por problemas estomacales.

– Señor, no debería decir esas cosas a una señorita. Son inapropiadas– comentó el tal Matthew.

– ¡Exacto! Muchas gracias, señor– Desdemona había encontrado un aliado y no lo iba a dejar escapar.

– Señorita, si me disculpa, hasta ahora no he visto de usted más que gestos inapropiados. Gritando al pobre Pierre en el hotel, huyendo esta mañana para depositar el contenido de su estómago en cualquier lugar, y ahora, sentada en la despensa del barco, comiendo como una campesina.

– Tenía hambre, y ustedes no paraban de hablar. Pensaba que eran cocineros y que me iban a sacar del barco.

– ¿Sacarla del barco? ¿Cómo? ¿Tirándola por la borda?– la carcajada que soltó el hombre, enfureció a Desdémona, cansada de que ese caballero se riese de ella a la mínima oportunidad.

– Es usted la persona más desagradable que conozco– el otro caballero le tendió una mano para que pudiese levantarse. Mientras se estiraba la falda, saludó al hombre– Muchas gracias. Siempre es un gusto ver que todavía existen caballeros.

– Un placer señorita...

– Señorita Adams– su mente, más rápida de lo que ella pensaba, asoció las manzanas que había en la despensa con la religión, dando como resultado su nuevo apellido.

– Dice ser institutriz– añadió burlón el caballero.

– Encantado, señorita. Soy Matthew Robertson– tanto él como Desdemona esperaron a que el otro caballero se presentase.

– Oh, ruego que me disculpe, pensaba que ya nos habíamos presentado. William Burroghs, a su servicio– de nuevo, Desdémona percibió cómo ese caballero se estaba burlando de ella.– Le preguntaría qué hacía en las cocinas a estas horas, pero la situación es bastante clara.

– Lo mismo podría preguntarle a usted.

– Hágalo– le retó el señor Burroghs.

– ¿Qué hacen dos hombres como ustedes reunidos en una cocina?

– Charlábamos– la simpleza de la respuesta que recibió hizo que Desdemona soltase un resoplido– ¿Qué es usted, un caballo o una institutriz? ¿Acaso las dulces monjas con las se crió le enseñaron que no es de buena educación resoplar?

– ¡Oh!– exclamó Robertson– ¿Es ella? ¿La de las monjas?

– ¿Disculpe? ¿Ha estado usted hablando sobre mí?– la joven no podía creérselo. Ese hombre había estado cotilleando sobre ella.– Y pretenderá darme lecciones de buenas maneras.

– Comprenderá que no todos los días uno tiene el honor de presenciar un espectáculo como el suyo en el hotel. Necesitaba contárselo a alguien, y por fortuna mi buen amigo Matthew estaba ahí para escucharme.

– Ahora me va a escuchar usted a mí. Viene persiguiéndome desde París, siguiendo instrucciones de Liebermann, ¿o se cree usted que soy tonta?

– ¿Liebermann? No he escuchado ese nombre en mi vida– el rostro Burroghs reflejó la misma inocencia que un bebé.

– A mí no me ponga esas caras, que no soy estúpida. Sé perfectamente que le ha enviado a usted para sacarme información acerca de Babilonia, pero dígale de mi parte que jamás la va a obtener. Ni aunque me mate. Así que deje de perder su tiempo y el mío persiguiéndome– Desdemona estaba tan enfurecida, que salió de la cocina sin despedirse. Ese hombre negaba conocer a Liebermann, cuando todo apuntaba a que era un secuaz enviado por él. El encuentro en la biblioteca y su ayuda con los libros, el hospedarse en el mismo hotel, y ahora navegar juntos. Demasiadas casualidades juntas. Y ella ya no creía en las casualidades.

Cuando escucharon la puerta del restaurante cerrarse, Burroughs y Robertson continuaron su conversación.

– No la pierdas de vista. Ahora no– ordenó Robertson a Burroughs.

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