LA PUREZA

By anaclarin

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La joven Desdemona Russell tiene una sola pasión: la arqueología. ¿Quién iba a decirle que su pasión la lleva... More

Introducción
1.
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18.
19.
19. Cont.
20.
21.
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23.
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25.
26.
27.
28.
29.
30.
31.
32.
33.
Fin.

12.

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By anaclarin


Cuando se bajó del tren en la estación de Marsella, Desdemona sintió haber pasado cinco años de su vida en el vagón en el que viajaba. Poco después de quedarse dormida, la grave voz del revisor anunciando que iba a comprobar los billetes despertó a todo el vagón. La gente, hasta entonces dormida, comenzó a agitarse y revolverse como hormigas, buscando sus billetes. Algún viajero tuvo que bajar las maletas y rebuscar entre sus pertenencias. Lo único que quedó tras la marcha del revisor fue un vagón lleno de personas nerviosas incapaces de volver a dormir.

Las conversaciones comenzaron y las voces fueron subiendo su volumen según pasaban los minutos, hasta casi ser imposible entender a la persona con la que se charlaba al lado sin tener que hablar en lo que, a juicio de Desdemona, era un tono poco adecuado. Si su madre hubiese presenciado la escena, se habría horrorizado. Toda esa gente gritando sus intimidades a los cuatro vientos. Miró a su alrededor, nadie parecía molesto por el ruido, ni mostraba pudor alguno por tener que gritar para tener que comunicarse.

¿Qué hora sería? Por la luz que entraba a través de la ventana, Desdemona dedujo que casi mediodía. A estas alturas, su madre ya habría descubierto su huída y estaría buscándola desesperada por las calles de París. Tal vez una carta estuviese saliendo en dirección a Londres para avisar a su padre. Podía imaginarse perfectamente a su madre, sentada en el sofá con la carta que le había escrito la noche anterior entre sus manos, derramando lágrimas a borbotones, desconsolada y en pleno ataque de nervios. A Joyce a su lado, tratando de calmarla sin ningún éxito y aguantando sus propias ganas de llorar. A las doncellas poniendo su dormitorio patas arriba en busca de alguna pista. Todo un espectáculo dramático digno de su madre.

Pensar en su familia le revolvía el estómago. Sabía que les estaba rompiendo el corazón en mil pedazos, que jamás la perdonarían, ya no por el escándalo social que supondría y que enviaría a la familia al destierro social. No, la familia de Desdemona no la perdonaría que les hubiese abandonado por un hombre, creyendo que era mejor huir con él que enfrentarse a ellos. Elegirle, supuestamente, a él significaba que lo anteponía sobre todo. Sobre su familia, sus amistades, e incluso, sobre sí misma. Porque la renuncia de Desdemona no implicaba sólo a su familia. Implicaba que ella renunciaba a su vida, a su ropa, a sus aficiones, a todo lo que ella era.

El olor a comida llenó el vagón. Los pasajeros, mucho más previsores que ella, habían llevado comida que estaban disfrutando en esos momentos. Ella solo tenía la naranja que la mujer le había dado tras salir de la estación. No había pensado en la comida. Ni tampoco en cómo adquirir un pasaje en barco para Constantinopla. ¿Sería como ir a la taquilla de la estación de tren? Y una vez en Constantinopla, ¿cómo haría? ¿Hablarían inglés o francés? ¿Tendría que cambiar la moneda? ¿Dónde se hacían esas cosas? El aire comenzó a faltarle. Era una locura. Todo lo que había hecho era una absurda locura. ¿Cómo iba ella, que había estado siempre bajo las faldas de su madre, llegar a Bagdad sin problema alguno? Y luego buscar una ciudad perdida en medio de un desierto. Estaba totalmente enajenada cuando lo pensó. O mejor, cuando no pensó bien en todo lo que implicaba realizar ese viaje. No pensó en su familia, en cómo les afectaría su huída. No pensó en sí misma, en todas las penurias que seguro iba a pasar. Pero, sobre todo, no pensó en que, tal vez el señor Liebermann la buscaba.

El señor Liebermann. Se había olvidado por completo de él. Estaba buscándola, eso seguro. ¿Cómo se habría enterado de su hallazgo? No se lo había contado a nadie, ni siquiera a Joyce. Tendría que haber otro motivo, pues sería demasiada casualidad que el hombre la estuviese persiguiendo por Babilonia. ¿Qué clase de persona haría eso? Pero, ¿qué clase de persona la miraría como él la miró a través del cristal del vagón? Esa mirada desprendía furia y rabia por no haberla podido pillar a tiempo. ¿Qué habría pasado de haberlo hecho? ¿La habría matado? De hacerlo, nadie jamás sospecharía de él, pues ella en su carta no hacía mención alguna al prusiano. Asustada, bajó su maleta, sacó una hoja y comenzó a escribir otra carta.

- No cuentes conmigo para que te suba la maleta de nuevo, guapa- gritó el muchacho que había acomodado su maleta al comienzo del viaje. De nuevo, sus compañeros estallaron en carcajadas.

Desdemona le ignoró, concentrada en su misiva. Tenía que decirle la verdad a su familia, y que ellos decidiesen qué hacer con ella. Si decir que se había fugado con un portugués, o decir la verdad, que tenían una hija tan tonta que se había ido a buscar una ciudad perdida desde hacía mil años. En esta carta reveló toda la verdad, pero sobre todo, narró sus encuentros con el señor Liebermann, incluso el último. Si le ocurría algo, sus padres sabrían a quién tenían que buscar. Esa mirada seguía clavada en su cabeza, y sabía que le costaría olvidarla durante mucho tiempo.

- Será mejor que comas algo, o tu estómago acabará comiéndote a ti- comentó el anciano sentado a su lado. La joven inglesa se ruborizó, pues era verdad que desde hacía rato su estomago emitía ruidos poco propios para una señorita educada como ella. La fragancia de la naranja al ser pelada inundó sus fosas nasales. Tal vez fuese producto del hambre, pero el primer gajo que mordió le supo a gloria. Era una naranja jugosa, al masticarla algunas gotas salieron disparadas, mientras el resto del zumo llenaba su boca. Las manos le olían a naranja. No quería terminar de comer esa naranja nunca. Tanto por el sabor, como porque no sabía cuando podría volver a comer. Podía recurrir al vagón restaurante, pero sospechaba que los precios iban a ser demasiado elevados. En eso es en lo único en lo que Desdemona se había mostrado cabal, en no gastar el poco dinero que le había sustraído a su madre antes de irse.

El aviso de la llegada a una estación provocó que varias personas se levantasen y cogiesen su equipaje, entre ellas el grupo de muchachos que la habían ayudado. De nuevo, el vagón cayó en silencio, quedándose dormida de nuevo. Notó en varias ocasiones como el tren se paraba, agente se apeaba y subía otra. Iba tranquila, la última parada era Marsella. Cuando despertó, ya estaban en la ciudad portuaria.

Al igual que en París, Desdemona se las vio para conseguir ayuda. La gente caminaba deprisa, ignorándola por completo. Ella solo quería saber como llegar a la terminal de pasajeros del puerto, pero nadie le hacía caso. La maleta le impedía moverse rápido y las horas que había pasado en el tren habían adormecido los músculos de su cuerpo. A eso había que añadir lo poco que había comido y las ganas que tenía de ir al servicio. Comenzaba a anochecer, y tal vez no saliese ningún barco a Constantinopla hasta dentro de unos días. El cansancio llegó a su cuerpo, hundiéndola como si fuese un pesado abrazo. Sería mejor que buscase algún hotel donde pasar la noche. Seguro que ellos podían indicarle cómo llegar al puerto.

Su madre siempre había comentado lo horribles que eran los hoteles cercanos a las estaciones de tren, pero el cansancio y el peso de la maleta, cada segundo mayor, hicieron que Desdemona se resignase y entrase en el primer alojamiento que vio.

El sitio no tenía mala pinta. De haber estado con su familia no se habrían quedado ahí, pero teniendo en cuenta la situación, Desdemona se resignó y rezó para que no hubiese cucarachas o ratas. No había nadie en recepción, por lo que tuvo que llamar al timbre. Tras varios minutos de espera, en los que lo único que se escuchaba era el ruido de la calle que se colaba a través de la puerta principal, apareció un hombre con gesto de pocos amigos. No se molestó ni en preguntar qué quería, le sacó una llave, le indicó el precio de la habitación y esperó a que ella tomase la decisión de hospedarse ahí o no. Al no tener más alternativa que salir a buscar otro hotel, Desdemona prefirió tomar la llave y pagar al hombre. Durante unos segundos ambos se miraron, como esperando que el otro dijese o hiciese algo. El hombre la miró inquisitivo, pero no preguntó que quería. Desdemona respondió a su mirada con un carraspeo y señaló su maleta.

- Aquí no tenemos botones que carguen con su equipaje. Su habitación está en el tercer piso. Suba usted misma la maleta, tiene manos como yo- con esas el hombre se giró con la intención de desaparecer.

- ¡Espere!- le llamó Desdemona de nuevo. El hombre se giró con pesadez, como si estuviese cansado de clientes molestos.- ¿Podría recomendarme algún lugar para cenar?

- Señorita, estamos al lado de una estación de tren. Cualquier establecimiento le parecerá a usted una mierda, pero le llenará el estómago- esta vez el hombre si que desapareció, dejando a Desdemona conmocionada. ¿Había dicho ese hombre la palabra mierda?

- Poco amables son estos franceses- comentó una voz masculina a sus espaldas. Al girarse, Desdemona se encontró con el mismo hombre que la había ayudado en la biblioteca días atrás.

- ¡Usted! ¿Qué hace aquí? ¿Me está siguiendo?- era conocedora de que las casualidades existían, pero esa era muy improbable. ¿Sería un enviado del señor Liebermann? Tendría que andarse con cuidado y desconfiar de todo el mundo. Observó al hombre inquisitiva, tratando de parecer un investigador de la policía.

- Ignoraba por completo que Scotland Yard contrataba ahora a jovencitas de alta cuna como espías- respondió el hombre con una sonrisa irónica al ver la expresión de Desdemona- Lo mismo podría decir yo, pues me he alojado en este establecimiento varias veces. En concreto, y le informo para que pueda reportárselo a sus jefes de la policía, es mi cuarta vez aquí. Puede preguntar al hombre que le ha atendido. Aunque dudo que vaya a volver a salir. A Pierre le cuesta mover su cuerpo y solo lo va a hacer si hay dinero de por medio o si el hotel está ardiendo.

El bufido que salió de la boca de Desdemona habría sido definido por su madre como impropio de señoritas de su clase, pero Lady Virginia no estaba ahí para escucharlo. Mientras tiraba de la maleta en dirección a las escaleras de madera por las que tendría que subir, escuchó al hombre soltar una carcajada y seguirla.

- No sería caballeroso de mi parte no ayudarla con esa maleta.

- No le he pedido su ayuda- tendría que estar chiflada para dejar que ese hombre la ayudase a subir la maleta hasta su habitación y dejarle saber así donde dormía. Seguro que, como compinche de Liebermann, aparecería de noche, cuando ya estuviese durmiendo y la mataría. No se expondría tanto.

- Como quiera, pero que conste que yo le he ofrecido mi ayuda- el caballero desapareció por las escaleras. Estas crujían bajo cada paso que Desdemona dio mientras subía por ellas con su maleta. Tuvo que descansar varias veces antes de lograr llegar al tercer piso y encontrar su dormitorio. Cuando se tiró sobre la cama, le faltaba el aliento y le dolían los brazos por el esfuerzo. Ella, que el máximo peso que había cargado era el de una taza de té, había tenido que subir tres pisos tirando de una maleta que pesaba como una vaca.

Mientras descansaba, escuchó los sonidos provenientes de las otras habitaciones. Conversaciones quedas a través de las paredes. Algún portazo. Nada que la impidiese dormir esa noche. El rugido de su estómago le recordó el hambre que tenía. Con un suspiro, a pesar del cansancio se incorporó, abrió su maleta, sacó el dinero que tenía guardado, las cartas, su pasaporte y lo envolvió todo en un pañuelo que se ató a la cintura, bajo su ropa. Salió de su habitación con la intención de cenar en el primer restaurante que viese, por muy grasiento, sucio o pestilente que fuese. Cuando se tiene tanto hambre, los remilgos no te dan de comer, pensó Desdemona con resignación.

Las calles cercanas a la estación seguían llenas de vida. Los trenes seguían trayendo a viajeros a Marsella, por lo que el movimiento alrededor de la zona era constante. A punto de desfallecer por el hambre, Desdemona entró en la primera taberna que encontró. Pidió lo que más rápido fuese de traer, así que cenó una sopa de pescado acompañada de pan. La capa de grasa que vio cuando metió la cuchara hizo que cerrase los ojos, y casi sin respirar, tragó la sopa. Esta no estaba tan mala como pensaba, pero tampoco repetiría. Algunos hombres se giraron para observarla, y alguno hizo ademán para acercarse a ella para hablarle, pero la velocidad con la que devoró la comida y pagó hizo que a ninguno le diese tiempo siquiera de levantarse.

El hotel estaba más silencioso que cuando ella se había marchado. El recepcionista tampoco estaba, hecho que aún menos le sorprendió . Lo único que interrumpía esa calma eran los crujidos de los escalones de madera al subir por ellos Desdemona. Cuando llegó a su dormitorio, la puerta estaba cerrada, pero sin echar la llave. Qué raro, pensó la muchacha. Creía haber cerrado la puerta con llave, pero tal vez, con las prisas por el hambre que tenía se había marchado sin cerrar la puerta. Al momento de entrar, algo la puso en alerta. No era como si hubiesen revuelto sus cosas, pero definitivamente, alguien había estado en su habitación. Antes de irse había estado colocando su camisón debajo de la almohada, como acostumbraba a hacer siempre, y ahora este estaba sobre la cama. Había dejado la ropa para el día siguiente preparada, dejando la blusa sobre la falda, pero ahora la blusa estaba bajo la falda. Demasiados detalles como para que estuviese equivocada. Alguien había entrado, estaba segura.

Un portazo en el pasillo asustó a Desdemona. ¿Y si la persona seguía en su habitación, escondida debajo de la cama, o tras las cortinas? Sin pensárselo, salió de su habitación y descendió corriendo las escaleras que pocos minutos antes había subido. Al llegar a recepción, pulsó varias veces el timbre. El recepcionista ignoró su llamada, así que Desdemona insistió e insistió, hasta que una mano la paró. La joven se giró, y se encontró, de nuevo, con el caballero de la biblioteca.

- ¿Acaso quiere despertar a todo el hotel?- inquirió el hombre.

- ¡Apártese de mi!- respondió con furia la inglesa- Sé lo que está tramando. ¿Se cree que soy tonta? ¡Usted ha estado en mi habitación registrando mis pertenencias! ¡Usted es el culpable! ¡Me viene siguiendo desde París!

- Baje ese dedo acusatorio- el hombre intentó coger la mano de Desdemona que le señalaba con el dedo índice.

- ¡No me toque! ¡Qué alguien llame a la policía!

- ¿Qué está pasando? Van a despertar a todo el hotel- al escuchar al recepcionista, Desdemona se giró.

- ¡Usted! Llevo media hora llamándole, ¿no me oía?. ¿Dónde estaba? Me podían estar matando- la joven, que ya había olvidado toda norma de educación, estaba en tal estado de nervios, que no podía evitar temblar y que su voz sonase demasiado aguda.

- Señora, relájese. Sigue usted viva, así que no veo el problema.

- ¿Cómo me voy a relajar sabiendo que este señor se ha colado en mi habitación y ha estado revisando mis pertenencias? Es inaceptable que permitan alojarse a alguien así.

- Si me permite, señorita, me gustaría defenderme de sus acusaciones. Yo no he estado en su dormitorio. Estaba entrando de vuelta al hotel, cuando la he visto pulsando ese timbre como si le fuera la vida en ello. Al intentar detenerla, ha sido cuando usted me ha acusado de algo que es imposible que haya realizado, pues llevo más de una hora fuera del hotel, paseando.

- ¿Ah si? Es muy sencillo decir eso, que no estaba en el hotel, ¿pero cómo lo puede demostrar?

- Las veinte personas que me han visto cenar en una taberna cercana aquí pueden corroborar los hechos. Así como la mujer con la que he pasado un agradable rato- al escuchar esto, Desdemona enrojeció tanto, que notó como le subía la temperatura de su rostro varios grados.

- Es usted un cerdo.

- Lo que soy es sincero. Usted quería saber qué estaba haciendo mientras le revolvían sus cosas, y yo le he respondido. Que le guste lo que he hecho no es asunto mío. Resuelto el misterio, me retiro a mi dormitorio.

- Pero es que no se ha resuelto- respondió Desdemona, todavía enrojecida, pero más tranquila.- Todavía no sé quién ha sido.

- Eso lo tendrá que descubrir usted sola, yo no la puedo ayudar. Si me disculpan, ya es tarde y estoy cansado- el caballero desapareció por las escaleras.

- Señorita, ¿ha notado si le ha desaparecido algo?

- No, nada. Solo que habían revuelto mis cosas.

- Pues si no le han robado nada, yo no puedo hacer nada- el recepcionista también desapareció, dejando a Desdemona de nuevo sola, sin saber muy bien qué hacer. Había pagado por una noche, y estaba cansada, pero tenía miedo de que la persona que se había colado en su cuarto volviese. Todavía quedaban horas hasta que pudiese ir al puerto a preguntar por el barco a Constantinopla. Si era realista, la única opción que tenía era quedarse en el hotel. El dinero de la habitación no se lo devolverían y no se veía con fuerzas cómo para buscar otra habitación. Con un suspiro de resignación, subió las escaleras de madera. La noche iba a ser larga.

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