LA PUREZA

By anaclarin

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La joven Desdemona Russell tiene una sola pasión: la arqueología. ¿Quién iba a decirle que su pasión la lleva... More

Introducción
1.
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8.
10.
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15.
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17.
18.
19.
19. Cont.
20.
21.
22.
23.
24.
25.
26.
27.
28.
29.
30.
31.
32.
33.
Fin.

9.

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By anaclarin


Las cartas que su hermana Joyce le había entregado esa mañana eran, como esta ya le había advertido, bastante dificultosas de leer. Su francés era mejor que el de su hermana, así que tardó menos tiempo en leerlas. Estas, por lo que ella entendió, trataban sobre unas cartas de un General sumerio. Estas misivas, transcritas en partes de la correspondencia del anticuario, podían revelar la localización de la ciudad de Babilonia, dada por perdida, incluso mitológica, por lo que su hallazgo sería uno de los mayores descubrimientos de la historia.

Cuando comprendió la magnitud de lo que tenía entre sus manos, Desdemona estuvo a punto de desfallecer. ¡Babilonia! ¿Cómo nadie conocía la existencia de las cartas de ese General? ¿Dónde estaban? ¿Qué había pasado para que el hallazgo de algo tan importante no se hubiese producido finalmente? Necesitaba aire, por lo que abrió la ventana. El frío aire parisino se coló en la habitación. Desdemona, todavía nerviosa, se sirvió una taza de te de la tetera que la doncella había dejado en su dormitorio. El té estaba templado, pero esto no importó a la joven, que más tranquila, prosiguió la lectura de la correspondencia del anticuario.

En una serie de cartas más tarde pudo comprender un poco más la situación. La correspondencia era entre una tal Madame Caroline y un Coronel que se hallaba en aquel entonces de misión en Persia. Había sido éste el que había hallado las supuestas cartas del general sumerio en unos jarrones de barro en una cueva cerca de Bagdad. Conocedor del interés de Madame Caroline por el mundo Clásico, este se las estaba ofreciendo desinteresadamente. El Coronel había contactado con traductor de sumerio, para que Madame Caroline pudiese leer las cartas en francés. Varias de las cartas se limitaban a transcribir del antiguo sumerio las palabras del General, seguido esto de una traducción en francés. El anticuario se había limitado a guardar las cartas en ese escritorio, quedando olvidadas hasta que fueron rescatadas por Joyce.

Las cartas finalizaban ante la imposibilidad de traducir ciertas partes sumamente importantes, pues eran estas las que revelarían la localización de la ciudad.

Las traducciones que se habían podido realizar narraban la vida del General sumerio. Al leerlas, Desdemona se sintió transportada mil años atrás. Pudo ver el mundo mesopotámico a través de los ojos de ese General. Sintió el calor del desierto, la furia de las batallas que lideró, la soledad tras llevar meses sin saber nada de su familia. Saboreó la comida preparada para celebrar las victorias, compartió las dudas del General respecto a la guerra y lloró la muerte de sus soldados.

Cuando se dio cuenta, ya era de noche. Llevaba horas encerrada en su dormitorio, habiendo tomado solo un té frío y unas pastas. Su estómago rugió, pidiendo comida. Cuando salió de su dormitorio, buscó a alguna doncella que pudiese llevarle algún alimento a su cuarto. Mientras esperaba, reflexionó acerca de lo que acababa de leer.

Era una lástima tamaña pérdida, pero sabía que sin las cartas originales, nadie la iba a creer. Podía tratarse de una estafa planeada por el anticuario, que jamás se animó a realizar, quedando las cartas olvidadas en un cajón. Sabía que en ocasiones los anticuarios añadían años a los objetos que vendían, para aumentar el precio, pero no conocía de ningún caso en el que un anticuario llegase a inventar una correspondencia entre una dama y un coronel, para hablar sobre un hallazgo como Babilonia. Tal vez, si ella lograse traducir lo que faltaba, podía mirar en un mapa si tenía sentido que la ciudad estuviese ahí, dondequiera dijese el General sumerio.

Habían pasado más de cincuenta años desde el intercambio de cartas. Desde entonces se habían producido importantes avances y descubrimientos en los lenguajes clásicos. Prueba de ello era la Piedra de Rosetta. ¿Quién habría dicho cincuenta años antes que, por fín, se podrían interpretar los jeroglíficos egipcios? Desdemona era consciente de lo absurdo de su idea. ¿Cómo iba ella, que no tenía conocimiento alguno sobre lenguas clásicas, traducir un documento del antiguo sumerio? Más que absurdo, era del todo imposible.

En ese momento, una idea le vino a la cabeza. El señor Liebermann. El sí que era todo un experto en estos temas. Seguro que él podía ayudarla a traducir los párrafos en antiguo sumerio. Sabía que a su padre no le haría ni pizca de gracia que Desdemona volviese a ver al prusiano. Le había prometido que no mantendría el contacto con él, pero la ocasión merecía la pena romper la promesa. Era indudable que su padre lo comprendería una vez que se enterase el porqué lo había tenido que hacer.

Antes de acostarse, escribió al señor Liebermann para encontrarse al día siguiente. Depositó la carta en la entrada, para que a primera hora de la mañana una doncella la entregase. Su madre ya les había indicado que en cuatro días partirían de regreso a Londres, por lo que los días siguientes estarían empacando y visitando las tiendas en las que habían dejado encargos hechos.

Lo último que pensó antes de quedarse dormida, fue en el General sumerio.

Al haberse acostado tan tarde, Desdemona se levantó tarde. Su madre se había ido a recoger unas telas que había dejado encargadas en una tienda. Joyce estaba en el salón, leyendo una de sus novelas románticas. Había convencido a su madre de que le comprase alguna en francés, con la excusa de mejorar su nivel. Cuando vio a Desdemona, le indicó que había llegado una carta para ella.

La joven leyó la respuesta afirmativa del arqueólogo, sugiriendo encontrarse en una hora en las puertas de la Biblioteca Nacional. Al darse cuenta del poco tiempo que tenía, Desdemona cogió unos trozos de pan, y mientras los engullía, volvió a su dormitorio para vestirse.

- Joyce, si vuelve mamá, cúbreme. Dile que estoy durmiendo, dando un paseo. Lo que se te ocurra- gritó desde su dormitorio.

- ¿A dónde vas?- preguntó Joyce mirando como su hermana terminaba de arreglarse.

- Tengo algo muy grande entre manos, pero yo sola no voy a poder. He quedado con el señor Liebermann para que me ayude.

- ¿Es por las cartas del anticuario? ¡Yo también quiero ir!- Joyce se levantó del sofá, tirando el libro al suelo.

- No, no. Alguien tiene que quedarse aquí por si mamá vuelve. Ya te contaré cuando vuelva.

- Ten cuidado, Desi. Me dio la sensación de que a papá no le agradó del todo el señor Liebermann. Y sabes que papá no se suele equivocar con las personas.

- No te preocupes, lo tendré. ¡Deséame suerte!

Como un torbellino, Desdemona salió de la estancia, dejando sola a Joyce, que volvió a su lectura. El sueño del día anterior la tenía todavía azorada.

Cuando llegó a la entrada de la Biblioteca Nacional, el señor Liebermann ya la estaba esperando. Al verla llegar, una sonrisa apareció en su cara. Puede que fuese por las palabras de su padre, pero le dio la sensación de que la sonrisa del arqueólogo era falsa. ¿Habría hecho bien en acudir a él, o se había precipitado producto del fervor del descubrimiento nocturno? Los pensamientos nocturnos cambiaban a la luz del día. Pensó en las palabras de su padre, en como le había pedido que se alejase del prusiano. Por instinto, guardó las cartas en el bolsillo del abrigo. Esperaba que el hombre no se hubiese dado cuenta de su gesto.

- ¡Señorita Russell!- saludó el arqueólogo- ¡Qué alegría me he llevado al leer su carta esta mañana! ¿Qué magnífico hallazgo ha realizado usted? Ardo en deseos de saber.

A Desdemona no se le escapó el desdén y sarcasmo con el que el señor Liebermann soltó sus palabras. ¿Habría estado ese desdén siempre presente y ella no se había dado cuenta? En ese momento decidió mentirle y ocultarle las cartas del General sumerio. Tal vez, cuando llegase a Londres, le podría mostrar las cartas a su padre. El sabría que hacer con ellas. Desdemona sabría lo que haría, decirle que si, que las llevaría para que los estudiosos las analizasen, pero sabía que no lo haría. Acabarían, una vez más, olvidadas en un cajón. Tendría que ser ella quién tradujese esas cartas. Tal vez entonces alguien la creería. De nuevo, la joven sabía que se estaba autoengañando. ¿Quién iba a creer a una muchacha como ella? Su voz no tenía peso en la sociedad inglesa, liderada por hombres como su padre.

Miró a Liebermann, que esperaba una respuesta.

- ¡Señor Liebermann! Siento haberle escrito tan repentinamente, pero ayer me desvelé leyendo uno de los libros recomendados por usted y quería hacerle un par de preguntas antes de marchar a Londres.

- ¿Vuelven ya ustedes a Londres? Espero que su estancia en París haya sido agradable.

- Muchas gracias, sí.

- París es del todo diferente a Londres. La luz es especial en esta ciudad. Pero dígame sus dudas- Desdemona notó que el prusiano quería acabar la conversación pronto. No se había dado cuenta antes, pero el arqueólogo se tocaba constantemente el caballo, retirándoselo de la frente. Este le brillaba, como si estuviese grasiento por tanto toqueteo.

- ¡Oh, sí! Verá, en uno de sus libros hablan de un gobernante llamado Nabucodonosor. Si mal no recuerdo, este fue retratado por el pintor británico William Blake, viviendo como un animal. ¿Es el mismo personaje?

- No he visto esa pintura que usted menciona, pero imagino que sí. En el Libro de Daniel se menciona ese capítulo de la vida del gobernante.

- ¡Qué interesante! Tengo otra pregunta más, y ya le dejo libre. Un hombre tan ocupado como usted tendrá cosas mejores que hacer que atenderme a mi.- el silencio que siguió a esta frase indicó a Desdemona que, efectivamente, el hombre no quería estar ahí, hablando de cuadros británicos. Tenía que preguntarle sobre las traducciones, pero sin levantar sospechas.- Mi última pregunta es más bien una reflexión. Mientras leía los libros, me ha maravillado cómo los historiadores como usted reconstruyen esa historia ya olvidada a través de documentos de todo tipo. Me parece una tarea titánica.

- Bueno,- comentó Liebermann henchido de orgullo- cierto es que es una tarea que solo aquellos capacitados la podemos realizar. No cualquiera puede desentrañar los misterios de la Historia. Una mente privilegiada es necesaria para ello.

- Cierto, cierto. Mi padre siempre me lo ha comentado, lo importante que es la Historia y no olvidarla, pero en el caso de la Historia Antigua no puedo evitar preguntarme cuánta información se habrá perdido, si algún día se recuperará y cómo se hará para interpretarla. Por ejemplo, en el caso de Nabucodonosor se han sabido cosas de él gracias al Libro de Daniel, pero imagino que se habrá recurrido a otro tipo de fuentes.

- Efectivamente, se han hallado documentos que han dado veracidad al Libro de Daniel. El estudio de estos son los que han llevado a que consideremos a Nabucodonosor como un gran gobernante.

- ¿El estudio?- Desdemona preguntó en lo que ella consideró un tono inocente. Estaba a punto de lograr la información que necesitaba, así que recurrió a su encanto femenino.

- Sí, se tradujeron todos esos documentos. Mucho se ha avanzado en estos últimos años gracias al descubrimiento de documentos que, con mucho esfuerzo, se han ido traduciendo. Gracias a esas traducciones tenemos lo que vulgarmente podemos denominar diccionario sumario-francés.

- ¡Qué interesante! Pero no quiero robarle más tiempo. Simplemente quería quedar con usted una última vez para agradecerle las visitas al Louvre y su paciencia con mi familia. Elogiar su trabajo y el de sus compañeros, pues es una labor poco reconocida.

La joven británica notó como el prusiano se henchía de orgullo con sus palabras. El hombre era todo un ególatra. Se despidieron y cada uno marchó en una dirección opuesta.

Mientras volvía al hotel, con la esperanza de que su madre no hubiese regresado todavía, recordó en su cabeza las palabras del arqueólogo. Tal vez en la Biblioteca Nacional encontrase algún libro que la ayudase a traducir las cartas. Tendría que darse prisa, pues le quedaban pocos días antes de volver a Londres, donde sabía que realizar esta actividad sería imposible bajo la estricta mirada de su padre. Con suerte, su madre se iría esa tarde a algún lado y ella fingiría que estaba enferma. Aprovecharía entonces para volver a la Biblioteca y realizar su consulta.

El rugido de su estómago le recordó lo poco que había desayunado es mañana. Miró al cielo con una sonrisa. El señor Liebermann tenía razón. La luz de París era especial.

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