EL CUARTO MAGO

By xyanma

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El origen de las leyendas nace en la cuna de los linajes. Una estirpe de Dioses vestidos de hombres que jamás... More

II. La orden de la noche
III. Jyrith
IV. La Senda
V. Niela
VI. ¡Varmmann!
VII. La Búsqueda
VIII. Pouin el Brujo
IX. La bóveda de la Sabiduría
X. Furia
XI. Perseguidos
XII. Cambio de Planes
XIII. El Elegido
XIV. Una noche sin luna
XV. El Duelo
XVI. La historia de Fengart
XVII. La plaza de las columnas
XVIII. Arenas Rojas
XIX. Cathum
XX. Recuerdos
XXI. Protegidos
XXII. Preguntas y Respuestas
XXIII. Las sombras que no vemos
XXIV. Los dos Ríos
XXV. Cruce de caminos
XXVI. Suerte
XVII. Indinué
XXVIII. Reflexiones
XXIX. El paso de las cumbres cerradas.
XXX. Polvo y Sangre
XXXI. Al otro lado
Glosario de Términos
Entrevista en Radio.
N 1 en ventas
XXXVI. EL ÚLTIMO ASEDIO

I. Huyendo

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LIBRO PRIMERO - COMIENZOS –

«Hay otros mundos, pero están en este» Paul Éluard


CAPITULO I - HUYENDO


      El silbido Ronco de la flecha sonó a medio palmo del oído de Athim, sintió como una ráfaga de viento helado erizaba el cabello detrás de sus orejas hasta llegar a la nuca.

      —¡Maldita Sea! —Exclamó fuera de sí.

      Corría con la agilidad de un felino. Evitaba los diversos puestos que por falta de espacio, se apretaban unos contra otros más o menos de manera ordenada en forma de tenderetes ambulantes, en ellos se exponían los enseres a la venta. En algunos, pócimas milagrosas, en otros; grandes remedios para casi cualquier cosa. Los tenderos alzaban las voces intentando llamar la atención del comprador. Los vinateros aseguraban a los posibles clientes los mejores vinos de las tierras fértiles, en otros puestos se exponían piezas antiguas, en otros medallones, talismanes, fetiches...

      Algunas varas detrás del muchacho varios hombres corrían tras él y acortaban distancia.

      Sus perseguidores arroyaban todo cuanto encontraban, personas; cosas o puestos eran empujados y arrastrados a su paso, creando revuelo y agitación, dejando desconcierto, provocando un rastro de caos tras ellos.

      Los que intentaban alcanzar al chico, aquellos que lo perseguían, a pesar de su corpulencia, eran ágiles y resolutivos. Si tenían que llevarse algo por delante lo hacían. No había que ser muy despierto, para ver que eran cazadores de grandes piezas y el joven, apenas era un cervatillo. O al menos la sensación era esa.

      El trecho entre ellos menguaba. Ahora treinta pasos, un instante después veinte.

      Aquel muchacho, conocía cada palmo de la ciudad, su vida había transcurrido en sus calles. Sus condiciones físicas eran excelentes, incluso cualquiera que lo conociera diría que rozaban el límite de lo normal. Siempre lograba salir airoso de este tipo de situaciones. Era un chico activo, le gustaba participar en aquello que llamaba su interés. Muchas veces debido a esto, lo buscaban para darle alguna lección de compresión de la causa. Cabe decir, que era dado al estudio, no al aprendizaje que los grandes maestros ni los más lustrosos círculos, más bien al estudio de la calle y observación de sus vecinos, de la denominada sabiduría popular, de la que ya, a pesar de su corta edad, era bastante buen conocedor y dicho de paso, como era todo un caballero, cuando surgía algún tipo de conflicto evitaba "una nueva discusión". Ese juego lo había llevado a cabo muchas veces. Poseía una capacidad casi insultante para despistar y librarse con facilidad de aquellos que intentaban "hacerlo entrar en razón".

      Por algún motivo, sentía que los que en ese momento iban tras él, eran distintos. El corazón le latía con fuerza. No los había visto nunca, aunque intuía quienes eran y con sólo pensarlo se estremecía, no era un joven cobarde. Hasta ahora, apenas lo había sentido, pero en ese momento a modo de latigazo, una sensación de inquietud le sacudió el cuerpo. Un instinto primario se apoderó de él. Notaba la sangre bullir en sus venas, una extraña y ajena percepción de angustia se extendía por todo su cuerpo deprisa, muy deprisa, de pronto lo supo, estaba asustado.

      Desconocía el número de los que intentaban darle caza, sabía que no eran muchos, dos eran los que lo perseguían, pero podían ser más, tampoco quería saberlo, En ese momento todos y cada uno de los músculos de su cuerpo, respondían a viva voz al mensaje de la huida, buscando con carácter de urgencia dar esquinazo a sus mortales perseguidores.

      Mientras corría, las imágenes y pensamientos cruzaban su juicio. Un recuerdo bullía en su cabeza, pero igual que vino se fue. Pensaba con rapidez, su vista se movía inquieta, buscaba entre la muchedumbre y el mercado lugares donde ir, donde ocultarse. No pudo evitarlo, mientras corría, lo envolvió la visión de tan solo un momento antes.

      Revivió lo acontecido hacía un rato. Recordó haber visto, apenas visible por un curioso ropaje, justo en la parte superior de la muñeca de uno de sus agresores, la marca en su piel, un cuadrado delimitado por cuatro puntos que, como agujeros negros se hundían en la piel de aquel tipo. De cada uno de los orificios surgía una temible serpiente con las fauces abiertas. Tres de aquellas sierpes, las que se dirigían al dorso de la mano y enroscaban la muñeca, eran pequeñas. Pero, una de ellas se veía terrible. Destacaba en tamaño y forma sobre las demás, reptaba por el antebrazo arriba, retorciéndose alrededor de la extremidad en dirección al hombro. Muchas eran las personas que conocían esta marca, no se podía decir lo mismo de aquellos que la habían visto. En raras ocasiones, muy pocas, aquel que la portaba actuando por beneficio propio, permitía que aquel que la viera permaneciera con vida.

      El perseguido, se movía como el viento, parecía fundirse con el viciado aire del lugar, liviano y raudo; sutil y suave. Con la velocidad del rayo seguía sorteando todo tipo de obstáculos. Al llegar a la plaza, de forma instintiva buscó las puertas del Halcón Blanco. La taberna más grande de la comarca. Allí se reunían todo tipo de personas. Comerciantes, truhanes, artesanos... todos sedientos y acalorados, buscando un trago fresco de vino helado, cuya fama traspasaba fronteras. Aquel sitio era un gran contraste de gentes de muchas regiones, de muchas razas y distintas costumbres. Un lugar de encuentro acogedor en el que convivían en relativa armonía todos los clientes, desde los enormes hombres de las montañas del norte, los feroces norteños, conocidos por su fuerza y fortaleza; hasta los diminutos Nethit, de la península de Neth, astutos tramperos y cazadores. Al ponerlos juntos, los primeros parecían gigantes y los segundos pequeños enanos.

      Una cantina era un lugar de tregua, una gratificante pausa para saciar la sed y tomar un apetitoso bocado. En esos días de mercado, todo el mundo iba a realizar tratos, unos compraban, otros hacían trueques y cambalaches. Entre trago y trago, donde la cerveza y el vino abundaban y las mujeres de vida fácil no faltaban, se cerraban todo tipo de negocios.

      El joven, con hábil impulso, rodó sobre sí mismo, de esta manera conseguía pasar por el hueco existente justo debajo de las puertas batientes. Se coló en el gran local, evitando en su ostentosa entrada golpear al mesero que se afanaba por atender una mesa de distinguidos clientes. Thed dejaba cerveza en otra mesa cercana a la entrada. Como algo habitual, no le asombró lo más mínimo ver aparecer a su amigo de esa manera, pero al cruzar sus miradas, si le sorprendió la inquietante expresión de alarma en su rostro.

      El joven, aprovechando la inercia, se deslizó por la sucia tarima de madera atravesando varias mesas, a la vez, agachaba la cabeza para evitar cualquier golpe con el tablero de las mismas, esquivando del mismo modo el laberinto de patas de leño, y lo más complicado, la retahíla de piernas que algunos levantaban sorprendidos.

      Aquel sitio, probablemente, era el local público más grande de la ciudad, en días de mercado, la taberna no daba abasto a la hora de complacer la sed de aquellas gentes venidas de todos sitios. El lugar disponía de varias decenas de pesadas mesas, de diferentes tamaños, con sus correspondientes banquetas. El conjunto se repartía por el voluminoso local. En el centro, un solo pilar de fuertes bloques de piedra del grosor de un carro de tiro, se alzaba ocho varas del suelo, de su extremo surgía en todas direcciones un entramado de vastas vigas de madera. Aquel armazón, como una gran tela de araña formaba el techo del lugar.

      Athim con gran pericia, algunos saltos y tropezones, cabriolas y disculpas, llegó de un tirón al final del local, junto a la barra, donde las llamas de las antorchas se hacían más tenues, quedando de esta manera semioculto entre el gentío y la penumbra. Thed, se movió rápido, dejó las jarras de cerveza en un resquicio en la pared. Algo confuso, se encaminó hasta su amigo para pedirle explicaciones. Un tremendo golpe hizo que todos los clientes, incluido Thed, dirigieran la vista hacia la entrada. Las dos hojas de la enorme puerta abatible se abrieron con violencia hacia el interior del local, golpeando a varios consumidores, arrastrándolos al suelo tras el fuerte impacto. El personaje que las empujo se detuvo en la entrada con los ojos entrecerrados, intentado adaptarse al cambio de claridad, escrutando el lugar con celeridad, un instante después, otra figura entró por la maltrecha puerta, cuyas hojas quedaron abiertas, incrustadas en la pared mediante los cerrojos de hierro.

      El mesonero, hombre robusto y acostumbrado a situaciones de todo tipo, actuó con rapidez, les salió al paso con un enorme mazo de madera y remaches de metal en la mano izquierda.

      —¡Que formas son estas de entrar en mi casa forasteros!

      —¡Me habéis destrozado la puerta!

      —¡En este reino, somos hombres de paz, pero aquí, no toleramos la soberbia de los extranjeros!

      —¡Gastad vuestro dinero!, bebed y seréis bienvenidos. En caso contrario, dad la vuelta, ¡volved por donde habéis entrado!

      Apoyando esta afirmación, de varias mesas colindantes se levantaron una docena de hombres agrupándose junto al mesonero.

      Athim, ante la expectación del local, puso cara de golfo, una pérfida sonrisa pintó su rostro, y con un gesto bravucón se subió a la barra. Su plan había cuajado, a los extranjeros le iban a dar su merecido y él lo iba a disfrutar a salvo, al fin y al cabo la cosa había quedado en un susto, no fue para tanto. Se relajó, y acentuando la fanfarrona sonrisa se dispuso a observar cómo le pateaban el culo a aquellos truhanes.

      —¡Apártate y vive! —Exclamó el primer hombre que entró.

      —¡Apartaros y viviréis todos! —Dijo con calma el segundo, perforando con una mirada helada a cada uno de los miembros del improvisado grupo.

      Abriéndose paso entre la muchedumbre, de una mesa de atrás a la derecha, se acercó lo que parecía un gigante, un hombre muy grande que se paró a la altura del mesonero, era un enorme norteño, de cerca de dos varas y media de alto, dejando pequeño al más grande. Habló a los extranjeros, haciendo caso omiso de la advertencia de los mismos:

      —¡Este hombre es mi amigo! —Mientras hablaba, ponía una mano garrafal en el hombro del cantinero.

      —¡No queremos problemas, largaros de aquí ya!, o allí donde vayáis, se os hará el camino muy largo. —Acompañando sus palabras, arrancó el mazo de las manos del cantinero y se plantó a tres pasos de los forasteros.

      Ambos intrusos se miraron, el más adelantado hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza. Aquello fue fulminante, con endiablada velocidad golpeó con la punta del pie la parte lateral interior de la rodilla del gigante que sostenía el mazo, haciendo que le fallara la extremidad a causa del golpe.

      Con la pierna flácida, los músculos y tendones machacados cedieron por la articulación, y apenas tocaba la maltratada rodilla el suelo, cuando el atacante saltó en el aire y en su caída extendió el brazo hacia arriba, en dirección al techo, lo recogió mientras caía, utilizando el codo para golpear con fuerza el lugar donde el cuello y el hombro forman la unión. El gigantón del norte, quedó un instante de rodillas y como si le costara trabajo, cayó hacia delante, golpeando con el pecho y la cara el escabroso suelo de madera. El porrazo resonó aumentado por el repentino silencio en todo el local, consiguiendo de este modo, dejar a semejante mole fuera de combate. Dos golpes habían bastado, mientras tanto, el segundo extranjero ante el pasmo de los demás, se precipitó hacia el interior del lugar en busca de su presa sin que nadie moviera un solo músculo. Athim, aún perplejo, abrió los ojos como platos y le faltó tiempo para saltar y correr buscando una salida.

      El mesonero y dos o tres hombres hicieron amago de avanzar hacia delante, pero no tuvieron tiempo. El primero perdió el conocimiento mediante un certero golpe cerca de la ceja izquierda, que reventó ante la colisión del puño de su atacante, arrancado un grueso hilo de sangre que dispersa, salpicó a los más cercanos. Con un movimiento circular, el luchador giró el cuerpo, mientras su pierna izquierda se elevaba a la altura de la mandíbula de otro tipo, haciendo que la fuerza del golpe recibido, lo arrojara contra los restantes hombres. Alguien más osado, apenas a unas varas de distancia, en una mesa cercana, alzaba un hacha hacia el extraño. Instrumento que no llegó a utilizar, el extranjero haciendo alarde de una gran maña así como habilidad, lanzó un puñal oculto hasta ese momento en su bota derecha que perforó el pecho del hachero, este cayó hacia atrás emitiendo un apagado grito ante la incredulidad de los demás.

      Toda la muchedumbre, como si de una sola persona se tratara, quedaron paralizados. En un lapso brevísimo de tiempo, el extranjero había reducido a cuatro hombres rudos... Ahora al caminar hacia dentro, todos los presentes se apartaban inquietados por aquel turbador extraño, este, miró un instante a Thed que estupefacto no se había movido del sitio. El forastero ahora con el camino despejado, sin ninguna oposición, se perdió cantina adentro tras su compañero.

       Salió como una exhalación por la puerta de atrás, giró con brusquedad a la izquierda, una abertura estrecha casi apenas visible a pocos metros detrás de un puesto de vasijas, como una pequeña arteria emergía la calle. Athim, corría con tales ganas que al intentar girar para meterse en la calleja, no calculó la velocidad y la fuerza de la inercia hizo que se golpeará la parte derecha del cuerpo con las piedras que formaban el muro exterior del edificio que hacía esquina. Estaba en una callejuela estrecha que partía hacia una enmarañada red de calles aún más angostas, algunas sin salida y otras tan largas, tan bifurcadas que sólo los habitantes de las mismas, los más incautos y los locos se atrevían a frecuentar. El muchacho corría buscando la parte más antigua de la ciudad, los restos desechados de una villa emergente. Contaban que se podían encontrar huesos en aquellas calles de necios extranjeros que decidieron visitarlas intentando descubrir sus misterios, y no volvieron a salir. La vida de la gente pudiente estaba al margen de aquel sitio, desahuciado y abandonado por las nuevas y amplias calzadas.

      El impacto anterior contra la piedra, fue tal, que el costado le ardía. Sentía finas agujas punzándole el hombro, la cabeza se le nublaba. Athim conocía aquel sitio, cada palmo, cada rincón de aquel lugar era su casa, allí no podrían cogerlo. La fuerza del golpe lo había aturdido y a pesar de su estado giró a la izquierda, setenta pies después a la derecha, y en seguida se perdió en un submundo anclado en el tiempo. El aire se hacía más denso a cada paso, un olor intenso a orín se respiraba en la atmósfera, la humedad y el moho eran inquilinos permanentes de paredes y suelo. Entró en una calle más ancha, la cruzó y volvió a torcer a la derecha, aún tenía la sensación que lo seguían y forzó el ritmo. Treinta varas más adelante, se coló a través del hueco del muro de un viejo corral y un instante más tarde se arrastraba, no sin cierta dificultad, bajo un portalón de hierro corroído. Se puso de pié a duras penas, el corazón le oprimía el pecho, su respiración se volvía espesa, la desesperación y el desaliento se alzaban con fuerza en su interior, corrían junto a él. A pesar de todo, siguió adentrándose más y más en aquel laberinto de largos recodos y estrechas calles, hasta tropezar y caer exhausto, arrastrando a su paso los excrementos e inmundicia dejada por ratas y a su vez cediendo a la dura piedra parte de su propia piel.

      Tras el rudo golpe, intentó levantarse, sus pantalones desgastados por el tiempo no resistieron el fuerte impacto con los adoquines, se habían deshecho a la altura de ambas rodillas, dejando ver una mezcla de sangre y porquería. Desfallecido por el esfuerzo, apenas se tenía en pie, en circunstancias extremas pensaba muy rápido, pero había sobrepasado el umbral de su fuerza.

      —¡No es posible!

      —¡Como estaba pasando esto!

      Se miró así mismo, en su faz se formó una sonrisa agria.

      —Tenía que pasar, esto, tenía que pasar. —Pensó.

      Así estuvo un instante eterno, dándole vueltas a una suerte que antes, nunca lo había abandonado. Siempre había salido ileso de sus embrollos, no podía razonar con claridad y mil pensamientos iban y venían vagos a su cabeza, su cuerpo no respondía, respiraba con dificultad y una fina capa de frío sudor cubría su piel.

      Con la cabeza gacha, se dejó caer en uno de los muros, estaba apoyado en la esquina de una angosta calle que desembocaba en una plaza semicircular, rodeada por la piedra que formaba la falda de la montaña. De aquellas defensas naturales manaban deshilachados chorros de agua. Cuatros caminos más conducían hasta allí, Athim al levantar su nublada vista, pudo ver emerger del que tenía a su derecha, la delgada silueta del primer mercenario, alto y altivo, de nariz afilada y ojos brillantes. Se detuvo a unos dieciocho pasos de donde él estaba, la mirada viva e inquieta fija en su presa. La entrada más alejada debería estar a veintiséis pasos, situada más al centro de la plaza, de ella salió otra figura, más corpulenta que la anterior, de espalda ancha y brazos como cantaros, su fuerza debía ser terrible, de un empujón había desencajado las pesadas puertas abatibles del Halcón blanco, de tez tostada por el sol, sus facciones duras, sus ojos fríos como el acero, una mueca de burla cruzaba su cara en forma de boca y con paso firme sin prisa, avanzo hacia Athim. El muchacho retrocedió sin dejar de mirar a los dos hombres que comían terreno despacio, avanzando con seguridad en su dirección.

      Estaban allí, lo habían encontrado.

      Un fuerte dolor sacudió su costado, cuando haciendo un esfuerzo titánico viró sobre sí mismo y se dispuso a volver por donde había venido. Encaminó la vista hacia delante, pero no avanzó, se detuvo en seco, a poco más de una treintena de varas justo en medio de la angosta calle, había una tercera figura. Pudo distinguir la tensión del arco entre sus brazos, y sentir como dos flechas cortaban el aire empujando con fuerza demencial hacia su pecho silbidos de muerte.


      Monlerat Garat, llevaba mucho tiempo dedicándose al comercio, madera tallada, pequeños cofres con goznes metálicos y piedras preciosas incrustadas que servirían en su gran mayoría de joyeros, canastas y otros utensilios de origen natural, eran trabajados y cobraban forma gracias a la maestría de su creador. Sus manos eran delgadas, pero a su vez fuertes y generosas, su tez morena, de rostro cultivado por el paso del tiempo, sus ojos, pequeños y vivos, los mismos que habían visto mucha clase de gente, todo tipo de personas y cosas.

      Por aquel mercado acudían considerables personajes curiosos, vestidos de abundantes y diferentes maneras. Pero algo había en aquel forastero que llamó su atención, en aquella ciudad y bajo otra mirada, ese hombre, con toda seguridad pasaría desapercibido mezclado en aquel tumulto diverso de gentes de muchas partes, de muchas regiones que acudían al gran mercado de esta zona de la comarca.

      Aquel extranjero, era un hombre bajito, de redonda cara y colorados mofletes, ojos pequeños y más bien poco pelo que, lo recogía en una impecable coleta, entrado en carnes. Vestía pantalón oscuro y una camisola color tierra, que ajustaba a la cintura con un ancho fajín plateado. El calzado, tipo sandalia de piel de vaca, se anudaba mediante cintas de cuero a sus regordetes pies. Una pequeña capa oscura, le nacía desde los hombros y caía hasta sus caderas, daba la sensación de ser un rico comerciante dispuesto a gastar su dinero en el mercado.

      —Qué tipo tan extraño. —Pensó Monlerat.

      La vestimenta, los movimientos elegantes al andar, todo ello apuntaba a la clase alta de los grandes señoríos. Sin embargo, no ostentaba bolsa de monedas repleta colgada del cinto, muy usual en los de su clase, que daba un toque de distinción y poder social, cuanto más abultada mejor. Así mismo, este tipo de personajes siempre acudían a los mercados acompañados de alguno de sus criados y esclavos, y como no, con algún miembro de su guardia personal, no encajaba lo que se veía a lo que debía ser. Aquel personaje parecía pasear. Los de su clase no gastan su tiempo en pasear, su vida es el negocio, la compra, la venta, a veces, para los muy ricos, el simple capricho de gastar. En ocasiones, se detenía en alguno de los puesto y daba la sensación que observaba con atención lo allí expuesto, pero en realidad, Monlerat sabía que aquello que miraba le era indiferente.

      El tiempo, la curiosidad y sobre todo el arte del comercio, habían hecho de Monlerat un sagaz observador. Ínfimos detalles eran captados por su agudeza, este mercado era un hervidero de tratos y aquel personaje contemplaba aquel o aquellos objetos de los diferentes puestos, aun así no preguntaba precios, no regateaba, alguien que fuera habitual en el mercado, habría deducido que ese hombre no tenía intención de comprar. Además, se movía de forma diferente al resto de los compradores, daba la sensación de tantear el terreno, parecía... no tenía sentido, pero parecía esperar. ¡Esperaba! Su forma de actuar era la de alguien que esperaba algo, o bien, a alguien.

      De pronto, todo el mercado volvió su vista con interés a un tremendo alboroto que partía de atrás, un muchacho de no más de diecisiete años, alto para su edad, saltaba como un gamo entre el bullicio y las barracas, corría en la dirección del comerciante que lo observó con brevedad, pasó muy cerca del puesto del vendedor y al cruzarse con él, lo miró sin aflojar la marcha y se disculpó. Monlerat no quitaba ojo al jovenzuelo, que mientras se perdía calle adelante seguía pidiendo disculpas, el chico era delgado, de tez blanca, además, por un instante, creyó ver en sus ojos azules como el cielo la nobleza de los grandes hombres; su pelo del color de la noche, alborotado, se mezclaba con el sudor y por algunas zonas de su cabeza, se agrupaba y apelmazaba formando pequeños mechones que caían sobre su frente, por debajo de los ojos meciéndose en su cara, llegando casi a la comisura de los delgados labios, su barbilla era más bien estrecha, dividida por un pequeño hoyuelo, otorgándole cierto atractivo al joven rostro.

      Detrás del, corrían dos hombres de mediana edad, muy ágiles, sus movimientos eran precisos y rápidos, esquivaban todo aquello que el mozalbete interponía en su camino para de este modo entorpecer su avance. Aunque todo sucedió a una velocidad endiablada, Monlerat debido a su posición disponía de un amplio campo de visión y pudo distinguir, como el misterioso personaje seguía con interés aquella situación y no perdía detalle, cosa nada extraña, pues todo el mercado estaba pendiente de aquel estrépito que no solía ser frecuente por la fuerte vigilancia en ese tipo de mercados.

      Perseguido y perseguidores entraron en la taberna central, el extraño personaje de capa y coleta, con avispada calma, se acercó y observó lo ocurrido desde uno de los amplios ventanales de aquel lugar. Durante un rato, el extraño, estuvo atento a lo que acontecía en el interior de la cantina. Después, el comerciante presenció algo que no olvidaría nunca, el hombre de la capa, de pronto, miró a Monlerat con fijeza a los ojos, como si supiera que lo estaba observando, al tiempo retrocedió al amparo de las sombras, estas, lo vistieron de negro y se esfumó mezclándose con la nada.

      Atónito, Monlerat Garat sacudió la cabeza, no una, sino varias veces.

      —Este maldito calor. —Se dijo así mismo.

      El comerciante había visto muchas cosas en su vida, como hombre de mundo había corrido muchos reinos y oído muchas historias, recordando, sabía de lugares, en los que entre los más ancianos se ocultaban relatos, cuentos extraños que se contaban en voz baja, entre susurros y murmullos, que hablaban de antiguos clanes ya olvidados pero sin duda, poderosos para hacer algo así, lo mejor y más prudente en aquellas tierras era callar, callar y olvidar.


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