XV. El Duelo

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EL DUELO      

Aquel día amaneció tintado de colores grises, una pesada ceniza parecía envolver el cielo y una densa y plateada neblina cercaba el aire. Para los Cathum del desierto rojo estos augurios pronosticaban un día sin futuro. Para los Cathum, cualquier hombre sensato, hoy, hubiera cerrado puertas y ventanas, habría cerrado con llave y se hubiera quedado en casa. 

        Si el sol estuviera visible, estaría a cuatro o cinco puntos de sol del horizonte. Llevaban un buen rato cabalgando y aquellos corceles arrancaban terreno a su meta. Las caballos de los Jyriths a pesar de la destreza de sus jinetes, de haber mantenido ese paso, jamás los hubieran alcanzado. Sin embargo, el grupo en general estaba deshecho, tenían que descansar. 

         —¡He sido un estúpido! —Pronunció Wonkal mientras detenía su corcel, Athim, por la inercia, golpeó la espalda del mago. Thed, ante la inesperada situación, y sus pensamientos que lo tenían ausente apenas tuvo tiempo de reacción, siguió cabalgando hasta que se detuvo quince o veinte varas por delante del mago, Niela medio adormilada, termino de despertar ante la brusca parada. 

        —¡Lo siento! Tenía que haberlo previsto. —Dijo Wonkal negando con la cabeza— No pararan hasta darnos caza. Nuestros corceles nos conceden la ventaja de la distancia, pero la necesidad vital de nuestros cuerpos nos la quitan.  

        El mago espoleó el caballo hasta situarse a unas varas de Thed. 

        —¡Debemos acabar con esto! —Sentenció mirando al chico.

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        Una de las características más acentuadas de las sombras, era su rapidez, se movían como lagartijas acosadas. Aunque en jornadas soleadas, ante la claridad se volvían torpes e imprecisas. Pero en aquellos días aciagos de luz apagada se deslizaban con la velocidad de las grandes aves. En ese instante había tres siguiendo al grupo de guerreros. Un observador brillante, quizás un águila, pudiera distinguir entre el polvo de los caballos los leves garabatos de movimiento, que como imprecisos borrones a veces desaparecían y reaparecían algunas varas más adelante. Quizá pudieran distinguir, como el suelo y la tierra se funden en un constante movimiento. En días así, estas criaturas podían disolverse con el polvo del camino, una ubicación ideal para mimetizar su naturaleza. 

        Bramet, a la cabeza del grupo, levantó una mano indicando a sus compañeros un alto en el camino, aminoró la marcha hasta detenerse por completo. Tumuyn se acercó al explorador.  

        —¿Por qué nos paramos? 

        Bramet no habló, pero señalo apuntando la barbilla hacia el horizonte. 

        El jefe guerrero miró a donde señalaba su compañero, muy lejos, tanto, que a simple vista, sin prestar atención, aquel diminuto bulto hubiera pasado desapercibido de cualquier mirada de cualquier mortal. Pero si se fijaba la vista y se obligaban los ojos, se distinguía un saliente, una roca que nacía del suelo, Tumuyn forzó la visión. 

        —¡Por los dos Dioses! Es una persona, ¿sentada?  

        —Es el mago. Dijo Bramet mirando a su jefe. 

        Tumuyn hizo una señal al brujo para que acudiera a su lado. Pouin extrañado miró al horizonte, al lugar que le señalaban. Finalmente tuvieron que explicarle que era aquello que apenas se apreciaba en la lejanía. 

        —¡Es una trampa! —Dijo el explorador.  

        —¡No!, se ha cansado de huir, sabe que más pronto que tarde le daremos caza. Ha decidido ganar tiempo, para los chicos. Ha decidido luchar. —Dijo con voz calmada Pouin mientras intentaba sin conseguirlo distinguir aquella lejana silueta. 

EL CUARTO MAGODonde viven las historias. Descúbrelo ahora