XXX. Polvo y Sangre

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POLVO Y SANGRE

      Después ya, de un buen rato, muchos de aquellos hombres, no podían creer aun lo que allí acontecía. Los jinetes del desierto, los poderosos y esquivos Cathum habían sido masacrados a manos de aquel siniestro ser. En un instante, el Señor que los gobernó durante muchas décadas, junto a su heredero, fue aniquilado y junto a ellos la fuerza del pueblo rojo. Aquel lugar, esa noche, era un lugar de duelo, un lugar de consternación y dolor.

      Los cuerpos caídos fueron recogidos con cuidado, de igual manera depositados en monturas preparadas para ello. Serían trasladados a la ciudad subterránea, donde, según la tradición, serían enterrados en el llamado lago de los sepulcros, con todos los honores de los grandes hombres.

      Partieron como comitiva fúnebre.

      En el revuelo, nadie se percató de la salida de un jinete, que con sutil cautela se perdió en la oscura noche.

      Así, en el desierto maldito, esa noche, hasta las criaturas más extrañas estaban asustadas, asustadas no solo por la frenética actividad de los reptiles y sus corceles, estaban asustadas por que habían sentido la presencia de la misma muerte caminando entre ellas.

      Lyvot, no realizó una sola parada. Los Cathum tenían la habilidad de comer en sus corceles, de dormir en ellos, incluso de controlar la actividad de su cuerpo, reducirla y de esta forma poder permanecer sobre el animal hasta seis o siete lunas viajando sin descansar. Por su parte los Giury estaban entrenados para obedecer a sus jinetes y los hacían ciegamente, comían presas que durante el camino cazaban y devoraban, si no había carne, arrancaban plantas y matojos que de la misma manera les servían para saciar el apetito. Lyvot pensó que aquello sería duro para un hombre no acostumbrado.

      Podría ser un mago, un brujo o una maldita criatura del averno, pero casi tres lunas sin descanso, podían minar la voluntad de cualquiera que no estuviera preparado para ello. El Cathum se equivocó.

      Después de dos lunas y unos puntos de sol detuvieron sus monturas en la cerrada del paso. Lyvot bajó del animal, le palmeó el cuello y el reptil, liberado de su jinete se adentró en el bosque verde y escarlata en busca de alimentos. El Cathum estiró los músculos.

      —Estás donde dije que te traería. Yo he cumplido. Los jinetes del desierto rojo, somos hombres de honor.

      —Así es. —Respondió Noath—. Lo que tú llamas honor, es el nombre que le das al orgullo. Al igual que tú, yo también cumplo con lo que digo, así pues, te libero del deber para conmigo, eres libre de ir a donde te plazca.

      Lyvot se adentró algunos pasos en el boscaje, mientras hablaba.

      —He visto lo que eres capaz de hacer, pero te lo advierto, ahí dentro te esperan peligros de los que ni siquiera has oído hablar. Si eres un hombre sensato, es mejor que des la vuelta. Que te olvides de lo que andas buscando.

      —¿Te digo yo acaso?, ¿lo que tú debes hacer? —Respondió con tranquilidad el mago—. Es costumbre en la mayoría de los hombres aconsejar, casi siempre de forma errónea.

      —Tú, jinete, haz lo que debas, yo haré lo que me corresponda.

      Diciendo esto, Noath se adentró en la floresta.

      Veloz como una rápida ráfaga de aire, una mancha transparente creó disturbios en el arenoso terreno, algo allí parecía moverse, pero... no había nada. Lyvot creyó sentir algo. Nada, allí no había nada.

EL CUARTO MAGODonde viven las historias. Descúbrelo ahora