Lo que todo gato quiere

By ingridvherrera

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Sinopsis: ¿Chicos guapos que se convierten en vampiros? Vamos, ¡eso ya paso de moda! Además, realmente, no cr... More

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Dedicatoria
Agradecimientos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Datos curiosos
Dónde comprar el libro
Fanart y obsequios multimedia
Fanart y obsequios II

Capítulo 20

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By ingridvherrera

—Estás hermosa —le susurró al oído bajo el brillo de las velas. 

Ginger rio y se apartó un poco para mirarlo a la cara. 

—Van ocho veces que me lo dices. 

—¿Ocho? ¿Tan pocas? —frunció los labios en un gesto que no pretendía ser sexy, pero que de todas formas lo fue—. Eso está muy mal, mejor que sean nueve. Estás hermosa. 

Ella sonrió, apoyando la cabeza en el hombro de Sebastian mientras entrelazaban sus manos y giraban lentamente al ritmo de L.O.V.E. un clásico de Nat King Cole que Ginger amaba. 

«"L" it's for the way you look at me». 

Las primeras canciones que habían sonado desde que llegaron eran modernas con un ritmo demasiado rápido. Ginger no insistió en bailar, en primera, porque no sabía cómo contonearse al ritmo de eso, y en segunda, porque sabía que Sebastian estaba demasiado cansado como para moverse siquiera de su asiento. Se le veía el agotamiento en el rostro, pero en cuanto el grupo en vivo dio vida a los primeros acordes de L.O.V.E., se sorprendió de ver una mano tendida frente a ella, en clara invitación a la pista. Él incluso ignoró completamente las advertencias de Ginger sobre tener dos pies izquierdos y uno fantasma y soportó el dolor de los últimos veintidós pisotones...Bueno, ya veintitrés. 

«"O" it's for the only one I see». 

Dios, Sebastian olía tan bien que le resultaba imposible despegar la nariz de su cuello. La tenía hipnotizada desde que había ido a recogerla a su casa. El corazón se le aceleró cuando escuchó su profunda voz amortiguada proveniente de la planta baja mientras charlaba con su padre, luego, ella tomó aire, bajó las escaleras... y no supo decir quién de los dos estaba más paralizado cuando sus ojos se recorrieron mutuamente. 

Sebastian, esperando al pie de las escaleras, con la respiración contenida, estaba para comérselo entero de lo guapo que se había puesto para la ocasión. Era la primera vez que Ginger lo veía peinado y embutido en un esmoquin; parecía hecho a la medida, ni una costura de más, ni una costura de menos, preciso a su cuerpo. La camisa blanca por debajo de la chaqueta lucía impecable y en el cuello llevaba una corbata de seda azul. 

Quien los hubiera visto, diría que se habían puesto de acuerdo con el color, ya que Ginger lucía un impactante vestido de chiffon azul con pequeñas incrustaciones de piedras brillantes en los finos tirantes. La única razón por la que había escogido ese modelito era porque el color era exactamente el mismo que Sebastian lucía en sus ojos; azul turquesa. 

Costó trabajo sacarlo de su estado de shock después de haberla visto con aquel vestido puesto y Ginger supo que había hecho una buena elección. Todo fue bien hasta que se dio la vuelta para salir por la puerta, ocasionando que Sebastian se paralizara de nuevo al reparar en el tamaño del escote que dejaba toda la espalda al aire. Entonces su vestido se convirtió en un arma mortal. 

Antes que nada, habían tenido una pequeña discusión acerca de asistir o no al baile. Ginger alegaba que Sebastian estaba muy cansado como para aguantar la noche. Él a su vez repelaba. «Es tu baile de graduación y tienes que ir. Nunca me perdonaré si te lo pierdes por mi causa» y entonces fue ella y dijo «No pienso poner un pie en el salón si no es contigo».

En fin, ni uno ni otro, de nada sirvió la discusión pues de todas formas acabaron tumbados en el sillón, besándose. 

Viéndolo bien, hubiera sido un sacrilegio no asistir a semejante baile. 

El hotel Ritz era la cosa más exuberante que Ginger jamás había visto. Pensar que sus indignos pies estaban taconeando sobre el suelo que María Antonieta alguna vez pisó, la llenaba de muda emoción. 

Desde que un par de hombres bien vestidos les abrieron las puertas dobles de cristal, se cruzaba el umbral del país de las maravillas; con sus sofisticados detalles en dorado; paredes llenas de florituras; flores por aquí, flores por allá; altos techos; vidrieras, mármol, delicados muebles estilo Regencia y lámparas de cristal. 

El salón de baile era hermoso. Iluminado en su mayor parte por velas aromáticas; el techo era acristalado y si alzaba la vista, podía ver la nieve formando cúmulos; en la mesa del buffet descansaba una escultura de hielo con forma del Escudo de Dancey High, iluminado en luz amarilla y roja desde la base; todos los centros de mesas eran altos jarrones de cristal que escupían orquídeas blancas recién cortadas... 

—...y estás hermosa. Ginger dio un respingo y lo miró a los ojos. 

—Perdón, ¿me hablabas a mí? 

Sebastian fingió estar ofendido. 

—No, ¿cómo crees? —replicó en tono burlón— Yo que te había recitado un poema. 

Ginger rio. 

«"V" it's very, very extraordinary...». 

—Mentiroso, tú no te sabes ningún poema. Y van diez veces que me dices hermosa. ¿Qué es lo que tanto te gusta de una persona como yo? —le preguntó perspicaz. 

—Nunca dije que me gustases.

Ginger se quedó muda por un momento y luego dijo: 

—De acuerdo, entonces, ¿por qué te preocupas por alguien como yo? 

—Porque me gustas. 

«"E" is even more than anyone that you can adore». 

Y justo ahí, en medio de la pista, habían dejado de bailar de tácito acuerdo. Los demás seguían flotando y girando con sus parejas. Ellos estaban estáticos, mirándose a los ojos. 

Sebastian tomó las manos de Ginger y las llevó alrededor del cuello, luego entrelazó los dedos sobre la piel desnuda de su espalda y la atrajo hacia él. 

—Maldita sea, Gin, no puede ser que nadie se haya fijado en ti antes —continuó—. No me entiendas mal, me hubiera muerto si alguien más te tuviera —le apartó un mechón tras la oreja. Su voz fue adquiriendo un tono cada vez más apasionado—. Eres inteligente, tierna, divertida y estás hermosa, Dios, siempre estás hermosa. Tan solo mírame, me tienes como embrujado, es como si me hubieras abierto la cabeza para luego embutirte dentro. No he podido dejar de babear por ti en toda la noche, no he dejado de admirarte...En fin, eres... eres tú, y haberme enamorado de ti ha sido la segunda mejor cosa que me ha pasado en la vida. 

—¿La segunda? 

—La primera —esbozó una de esas sonrisas lentas— fue haberte conocido. 

Ginger rodeó con más fuerza el cuello de Sebastian hasta que sintió el calor y la firmeza de su cuerpo a través de la fina tela del vestido. 

—Creo que hoy estás muy sentimental —sus labios estaban muy cerca de su barbilla y su aliento lo acariciaba—. Eso no es justo, tú siempre estás encandilándome de esa forma y yo casi nunca logro decirte nada lindo. 

Sebastian le deslizó las manos por los brazos descubiertos, por la suave curva de sus hombros hasta su esbelto cuello. 

Usó los pulgares para acariciarle las comisuras de los labios dulcemente. La tocaba como si no pudiera mantener sus manos apartadas de ella. Y sonrió con la mirada clavada en sus labios. 

Ginger de repente sintió la boca seca y entreabrió los labios inconscientemente. 

—Te lo aseguro, no hace falta que digas nada —dijo en un ronco susurro. 

—Pero... 

—Ginger, cierra los ojos. 

No hacía falta que se lo dijera pero de todas formas obedeció, dejó caer sus parpados maquillados con una tenue sombra plateada y alzó un poco la cara. 

Sebastian tuvo que admirar el rostro al que iba a besar primero, antes de dar el paso que lo hacía perder la conciencia. 

A esas alturas, ya debería estar acostumbrado a experimentar aquella cosa que Ginger le hacía sentir. El ritmo con el que latía su corazón dependía totalmente de que tan cerca la tuviera. 

Recordaba los días en los que dormían en la misma cama, con ella hecha un ovillo entre sus brazos, encajaba perfectamente, y a la mitad de la noche, cuando el ruido más ensordecedor que había era el zumbido del silencio, Sebastian se arrullaba escuchando el ritmo acompasado de la respiración de Ginger contra su pecho. Incluso se había inventado un juego en el que contaba cuántos segundos duraba el silencio antes de que volviera a exhalar. 

Se le cerraron los ojos a medida que descendía sus labios hacia la mejilla de Ginger. Ella soltó un suspiro al sentirlos deslizarse entreabiertos más abajo y contuvo la respiración cuando estuvo a punto de sentir esa deliciosa presión que solamente él sabía ejercer sobre sus labios... 

—¡Eh! ¡Al hotel!

Ambos pegaron un salto del susto, como si los hubieran encontrado haciendo algo ilícito. 

De pronto Magda estaba entre ellos, ataviada con un vestido blanco de un solo tirante, se veía espectacularmente diferente colgada del brazo de su padre. 

El señor Howell era un hombre muy delgado y de mediana estatura, tal vez tuviera cincuenta años, pero las profundas arrugas alrededor de sus ojos y surcando su frente lo hacían aparentar más edad. Y no era para menos, el tiempo en la cárcel debía ser desgastante tanto psicológica y físicamente. 

Aun así, estaba muy elegante con aquel esmoquin blanco que combinaba con sus brillantes canas y contrastaba favorecedoramente con el tono chocolate de su piel. 

Conversaron unos minutos con ellos. ¿Por qué Magda siempre hacía esa cosa de interrumpir? 

—Callahan —dijo la directora Foutley en tono aburrido—, ¿vas a sacarme a bailar o seguirás fingiendo que estás esperando a que te haga la digestión? 

Callahan frunció el entrecejo mientras se revolvía por enésima vez en su asiento. La molesta mujer que tenía a un lado había cruzado los brazos sobre su pecho, un muslo sobre el otro y balanceaba el zapato de tacón en el aire esperando a que él se levantara. 

—¿Por qué soy yo el que tiene que bailar contigo? 

—Porque me encanta molestarte por ser más bajito que yo —contestó en tono irónico—. Da igual —puso los ojos en blanco y echó la silla hacia atrás al levantarse, la falda del vestido púrpura cayó hasta ocultar sus tobillos—, si no quieres, buscaré a otro o bailaré sin pareja. Es mejor estar sola que mal acompañada. 

Callahan soltó un resoplido exasperado y la alcanzó cuando estaba entrando en la pista. Sin comprender por qué se tomaba tantas molestias, la hizo girar sobre los talones, le puso una mano en la cintura y con la otra tomó su mano.

—Vaya, miren quien viene a rogarme —dijo tratando de ocultar su sorpresa y la sensación de triunfo que la embargó tras una entrenada actitud arrogante. 

—Lo hago porque soy un caballero, pero no me simpatizas precisamente. 

—Tu menos a mí. 

—Mentirosa —entornó los ojos—. Estás enamorada de mí. 

Foutley echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa poco elocuente. 

—Claro, te quiero bastante. 

—¿Qué? 

—Bastante lejos de mí. 

—Y dale que te pego con eso —puso los ojos en blanco—. Estoy seguro de que te la vives molestándome porque quieres que te haga caso, ¿no es así? —le susurró eso último— Es tu extraña y enferma forma de cortejar, ya veo por qué no estás casada. Soy el único idiota que te ha podido soportar y me apuesto lo que quieras a que logro hacer que te pongas celosa. 

—Pruébame —lo retó enarcando una ceja. 

Callahan miró a su alrededor implorando por una señal divina...y entonces vio la luz. 

—Jaque mate —apuntó hacia el escenario con la cabeza— ¿Ves aquella rubia de rojo? Me está sonriendo. 

—Ah, sí... —la maldijo internamente— Cariño, la primera vez que te vi, yo también me morí de risa. 

Callahan fulminó con la mirada a su futura esposa.

—Derek —Loren Vanderbilt lanzó una mirada de anaconda por encima del hombro de su marido y le zarandeó un brazo— ¡Derek! ¡Mira! —señaló como si estuviera viendo un elefante volar. 

—¿Qué? ¿Qué miro? 

—Tu hija, mírala. 

Él buscó frenéticamente con la cabeza hasta que dio con Ginger. Estaba cerca de la mesa del ponche charlando animadamente con Sebastian. 

Sonrió ante esa imagen. Últimamente su hija tenía un brillo especial que refulgía en sus ojos cuando estaba en presencia de aquel muchacho. En ese momento, lo miraba por encima del borde de su vaso como si estuviera soñando. 

—¿Qué tiene? —miró confuso a Loren mientras la hacía girar por la pista. 

—¿Cómo que qué tiene? —chilló— La está manoseando. Haz algo. 

Volvió a fijarse. 

—Cariño, estás exagerando, deja que se abracen —cambió de posición a modo de impedir que su mujer los viera—. ¿O qué? ¿Tengo que recordarte los agarrones que nos dábamos en el asiento trasero del viejo Ford de mi padre? 

—Eso es... Oh, Dios —le tapó rápidamente la boca con una mano— ¡Totalmente diferente! —exclamó entre dientes mientras su cara se convertía en un huerto de tomates hasta las orejas. 

—Sí, tienes razón —asintió Derek con una sonrisa pícara—, ellos parecen unos monjes de monasterio en comparación con nosotros... 

—Hasta aquí, Derek —le cortó levantando una mano— ¡Oh, mira! Mira, mira, mira. Ve como se le echa encima. 

—Querida, él solo va a... —la frase quedó incompleta cuando sintió un tirón hacia la dirección contraria. En vez de ser el hombre quien debe guiar a la mujer en el baile, Loren guiaba (o arrastraba mejor dicho) a su pobre marido con una energía y rapidez que en su vida le había visto. Era como si tuviera un turbo en los pies. —Loren, basta, Ginger ya no tiene cinco años. 

Se abrían paso a empujones entre las parejas. 

—Por mí podrá ser inmortal, pero sigue siendo mi pequeña. 

—¿Pequeña? Mide uno setenta, tu pequeña es un dinosaurio que ya rebasó a su padre. 

—¡Tonterías! 

Esa segunda vez ni siquiera tuvo tiempo de cerrar los ojos. Segundos antes de que Sebastian la besara, su madre interpuso una mano y él terminó besándole la palma y Ginger el dorso. Ambos dieron un salto hacia atrás y Ginger fulminó con la mirada a su madre, luego la dirigió a su padre, pero en sus ojos nadaba la disculpa. 

—Oh, lo siento, Gin, ¿interrumpo algo? —dijo su madre en tono demasiado alegre mientras terminaba de interponer todo su cuerpo entre ellos— Solo quería comprobar los niveles de sodio en el ponche, ya sabes, por tus alergias, cielo. 

Ginger negó con la cabeza, soltó un bufido exasperado y tomó a Sebastian de la mano para llevárselo a otro lugar. 

A partir de ahí nunca tuvieron un momento a solas. Siempre tenía que pasar algo, y en la última hora, los habían llamado para la fotografía del recuerdo, luego se habían quedado atrapados en medio del baile de la canción country Achy Breaky Heart en versión rápida, después Keyra (quien asistió al baile con todo y pierna rota) le pidió a Ginger que la acompañara al baño donde se tardó por lo menos media hora y todavía la obligó a entrar al cubículo con ella; inmediatamente saliendo de ahí, Gerald los interceptó para presentarles a su flamante prometida, una encantadora mujer bajita de cabello oscuro, piel blanca y expresivos ojos marrones. Y como si la vida no fuera ya lo suficientemente impertinente, estaba la madre de Ginger, que parecía salir de todas las esquinas y rincones oscuros como si tuviera clones programados para «tropezarse accidentalmente» con ellos. Había que reconocer que era toda una ninja espía. 

Ginger se sentó con pesadez en una silla y soltó un suspiro que le voló un mechón de la cara. 

Sebastian se quedó de pie, observándola un momento antes de jalar una silla y sentarse junto a ella. Ninguno dijo absolutamente nada. La orquesta en vivo había sido reemplazada por un Dj que tocaba música electrónica a todo volumen, llenando el silencio entre ellos y haciendo retumbar sus corazones con las notas graves. 

Entonces Ginger sintió que él cubría la mano que tenía sobre la mesa con la suya, observó cómo se entrelazaban sus dedos y luego levantó la vista a su rostro. Estaba a oscuras, las velas habían sido reemplazadas con luces de disco multicolor que se deslizaban en forma de círculos sobre las facciones de Sebastian. Lo vio sonreír y ella se tranquilizó un poco. La noche no había salido como ella esperaba, era como si todo estuviera conspirando para que no la pasara bien y ahora quería que Sebastian la llevara a casa. 

—¿Estás bien? —le preguntó él inclinándose hacia ella para hacerse oír por encima de la música.

Ginger meneó la cabeza distraída. 

—Ojalá no hubiera traído a mis padres. 

—No culpes a tu padre, y tu madre te quiere y solo está celosa. No lo hace a propósito. 

Ginger sonrió irónica. No podía creer que estuviera defendiendo a su madre cuando ambos sabían que él estaba igual o más molesto con ella. 

—Tal vez sea hora de volver a casa. 

Sebastian miró alrededor y se detuvo en un punto. Había tenido una idea. Se puso de pie vibrando con energía renovada y le tendió una mano a Ginger. 

—Ven conmigo, Gin.

—¿A dónde vamos? —preguntó mientras se ponía de pie y él la conducía muy cerca de la pared, como tratando de pasar inadvertidos para sus padres. 

—Confía en mí, es demasiado pronto para regresar a casa —fue lo único que dijo. 

Sebastian cerró los dedos alrededor del picaporte de una puerta de cristal y antes de abrir lanzó una mirada furtiva por encima de su hombro. 

Sus ojos chocaron con los de Derek Vanderbilt. Estaba tras su esposa con las manos en los bolsillos del pantalón mientras ella estiraba el cuello en busca de Ginger. 

Sebastian se quedó paralizado cuando ella estuvo a punto de verlos, pero Derek reaccionó, la hizo girar sobre sus talones y la abrazó. Le lanzó una mirada cómplice por encima del hombro de Loren y le guiñó un ojo. 

La puerta se abrió al exterior de la amplia terraza y Ginger se sintió aliviada cuando la estridente música no fue más que un zumbido amortiguado. 

El viento parecía susurrar cuando chocaba contra sus oídos y la nieve le lamía los hombros. Se movió un poco y fue consciente de que el frío le hacía doler los huesos. Aun así, se acercó al barandal en cuyo borde serpenteaba una serie de luces doradas de Navidad. Apoyó las manos en el congelado metal y se estremeció sintiendo el frío reptar desde sus palmas hasta la columna vertebral. 

Sebastian se quitó la chaqueta quedándose solo con el ajustado chaleco y la camisa, cubrió los hombros de Ginger y ella agradeció con un suspiro el calor que guardaba la tela, luego él se acercó por detrás y le abrazó la cintura. 

Desde ahí, la vista era asombrosa. La luna delineaba la puntiaguda silueta de Westminster y las luces alumbraban los edificios desde abajo. Desde ahí, las farolas parecían estrellitas en un cielo de concreto y la esfera del Big Ben brillaba como si fuera el sol.

Tal vez no era el momento para ponerse patriótica, pero Ginger estaba tan encantada con esa perspectiva de su ciudad natal que se hubiera puesto a tararear el himno nacional ahí mismo. 

Sebastian le acarició el cuello con la punta fría de la nariz. Al diablo el himno nacional. 

—Oh, Dios, Ginger, no quiero perderte. 

—No —frunció el entrecejo—. ¿A qué viene eso? 

—No sé. No sé ni por qué lo digo, simplemente quería decirlo y creo que... me he dado cuenta de que tengo miedo. 

Ginger se giró hacia él. Tenía que verlo a los ojos para entender y entendió que estaba angustiado. 

—¿Qué pasa Sebas? Puedes contármelo. 

Él negó débilmente con la cabeza. 

—En realidad es una tontería —trató de sonreír, pero no le salió. 

—Oh, vamos, dime, prometo no reírme. 

—Tengo miedo de morir —soltó. 

—De mo... Sebastian, me estás asustando. ¿Cómo que morirte? ¿Estás enfermo? ¿Te pasa algo que no me has contado? —sintió que la calma la abandonaba dejándola desnuda y sin protección. Hasta volvió a tiritar. 

Sebastian le puso las manos en los hombros para tranquilizarla. 

—De acuerdo, tal vez «morir» haya sonado muy drástico, pero me refiero a que he estado pensándolo mucho y, ¿qué tal si mi padre tenía razón? ¿Qué tal si termino fallándole a todos como lo hizo mi abuelo? ¿Qué tal si el día de mañana llueve y me pasa algo? —la miró a los ojos— Ginger, no quiero perderte y no quiero que tú me pierdas y acabes como mi abuela o sufras como mi madre. No quiero que seas la siguiente en sufrir por culpa de esta...esta maldición. 

A Ginger le partía el corazón que él hablara así, como si el mundo fuese a acabarse mañana. Tampoco era capaz de soportar ver la desolación en la parte más preciosa de su cara; sus ojos. 

Le tomó el rostro entre las manos y sonrió. 

—Sebastian, mi vida —le susurró dulcemente—, deja de pensar así, escúchame y recuerda, recuerda esto. Pase lo que pase, nunca, nunca voy a dejarte, ¿me oyes? —lo sacudió suavemente para hacerlo reaccionar—. Ni se te ocurra volver a plantearte siquiera el tema. Aunque el mundo desaparezca mañana, yo no podría y ni voy a abandonarte. Tampoco te pasará nada, de eso me encargo yo, voy a cuidarte, empezando por atarte a una silla si es necesario con tal de que no vuelvas a jugar ese deporte tan bruto. 

Sebastian sonrió y levantó una mano solemne. 

—Tienes mi palabra, no vuelvo a patear un solo culo por un balón —prometió y luego de una pausa volvió a ponerse serio— ¿Gin? 

—¿Mmm? 

—Bueno es que —se aclaró la garganta—.Todavía queda algo que me inquieta, pero tal vez no es momento de preocuparse por eso, claro. Es...demasiado...demasiado pronto, pero aun así creo que... 

—Dios, me estás desesperando, en serio. Ya dilo, Sebastian. 

—No quiero que mis hijos nazcan como yo. 

Ginger se quedó de piedra. Y las piedras no respiraban, como ella había dejado de hacerlo. 

«Sus hijos». 

«¡Sus hijos!». 

—¿Quieres tener hijos? —le preguntó entre una risita. 

—Me gustaría —se apresuró a asentir—, ¿a ti no? 

¿Que si a ella no? Era como preguntarle a un pobre si quería ser millonario. 

«Sus hijos. Mis hijos».

—Corazón, si mis bebés nacieran como tú y se convirtieran en gatitos rechonchos cada vez que los bañe, los querría cien veces más que si fueran como cualquier otro bebé —le sonrió de medio lado—. Y estoy segura de que su padre también los amaría. 

Oh. Dios. 

Fue tan insoportable. Tan desgarrante el esfuerzo que Sebastian estaba haciendo por no lanzársele tan bruscamente y comérsela a besos, que al final no aguantó un segundo más, la jaló con fuerza del brazo, provocando que la chaqueta sobre sus hombros cayera al suelo y Ginger chocara contra su cuerpo. 

La punta de sus dedos tanteó bajo la suave curva de su mentón y le levantó la cabeza hacia él. 

Antes que a Loren Vanderbilt se le ocurriera hacer acto de presencia, que Keyra quisiera regresar al baño, que Magda les gastara una broma o que el mundo simplemente se acabara, Ginger se puso de puntitas, apoyó las manos en la pechera de Sebastian y acercó sus labios a la tibieza de los de él, entreabriéndolos cada vez más, prolongando el tiempo que tardaba en retroceder para volver a besarlo. Sin prisa. Despacio. 

Dejaron de pensar, sus alientos se mezclaron convirtiéndose en un solo fantasma de vaho que flotaba en el aire. 

Sebastian apenas fue consciente de la chaqueta en el suelo y rodeó a Ginger con sus fuertes brazos en un intento por mantenerla en calor. Ella no temblaba, pero sin duda se había relajado una vez que él la abrazó, transmitiéndole algo más que su calor corporal. Él le recorrió el labio inferior con la puntita de la lengua y luego la besó a lenta profundidad. Ella supo que el Cielo y esa sensación eran lo mismo. 

Sebastian se separó despacio, pero dejó sus labios suspendidos a milímetros de los de Ginger que, inconscientemente, trató de capturarlos otra vez... 

—Ginger...

—No —jadeó acariciándole la mejilla—. No te detengas. 

Y no lo hizo. Perdiendo la noción del tiempo, siguió acariciándola como solo él sabía y ninguno más lo haría, hasta que le arrancó todo el labial de su boca y le dejó los labios húmedos, rojos e hinchados. El beso perduró hasta que el aire fue estrictamente necesario y volvieron a separarse. Él depositó un último beso en su frente y luego la estrechó con fuerza, como si fuera un osito de peluche mientras apoyaba la barbilla en su cabello brillante de diminutos copos de nieve. 

—¿Ginger? 

—¿Sí? 

—¿Recuerdas que te amo? —se puso serio de repente y la miró fijamente— Te amo tanto que estoy seguro de que puedes verlo y no quiero perderte porque mi vida es mejor desde el día en que te encontré. Estoy agradecido por vivir bajo el mismo cielo que tú, y que me hayas encontrado saliendo de ese callejón, porque a decir verdad, te necesitaba, te sigo necesitando, Ginger. Siempre voy a necesitarte. Y ya lo sé, puedo sentirlo, pero por favor, di que me amas. 

—Oh, Sebastian —sonrió y le deslizó una mano hasta su pecho. Casi podía oír los latidos de su corazón y sentir los golpecitos a través de la tela—. Yo también te necesito, y te necesito porque te amo —dijo con total convicción. 

Ahora creía que las cosas pasaban por una razón, la gente podía cambiar y aprender; lo que salía mal te hacía apreciar lo que estaba bien. Con Sebastian había aprendido algo de orgullo; había aprendido a confiar y a defenderse a sí misma; a no hacerse muecas cuando veía su reflejo en el espejo; perdonó de forma tácita a todos aquellos a los que permitió que la humillaran en algún momento de su vida; se convenció de que, para atraer a una persona tan única y maravillosa como Sebastian, ella también debía serlo. Pero sobre todas las cosas, ambos habían aprendido a aceptarse tal y como eran.

—Y también estoy contenta de que no me hayas arañado el día en que te conocí. 

—Lo siento, admito que sí era mi intención —rió—, pero seguro ahora soy la envidia de todos los gatos con los que compartía basurero cuando no era humano. 

—Pobres, podríamos adoptar a algunos. 

—Ni lo pienses —arrugó la nariz—, son ariscos, están pulgosos y feos y sarnosos y... y... y no quiero compartirte cuando me convierta. 

—Envidioso. 

Los labios de Sebastian esbozaron una sonrisa coqueta. 

—Ni hablar, preciosa. Yo fui el suertudo que andaba tratando de sobrevivir por ahí y me encontré con lo que todo gato quiere.

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