Lo que todo gato quiere

By ingridvherrera

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Sinopsis: ¿Chicos guapos que se convierten en vampiros? Vamos, ¡eso ya paso de moda! Además, realmente, no cr... More

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Dedicatoria
Agradecimientos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Datos curiosos
Dónde comprar el libro
Fanart y obsequios multimedia
Fanart y obsequios II

Capítulo 16

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By ingridvherrera

Si el mayordomo vestido de frac que les abrió la puerta tan majestuosamente se percató del parecido de Sebastian con la familia, no se le notó en sus maduras y enjutas facciones. 

—Buenas tardes, bienvenidos —saludó en un marcado acento extranjero. 

—Gracias, Enrique —le sonrió Sarah Gellar. 

—¿Qué hay Enri? —Gerald chocó los puños con el mayordomo. 

Ginger giró sobre su propio eje para poder abarcar con la vista todo el vestíbulo principal. 

Era un salón circular de techo alto en el cual pendía un candelabro de araña hecho de cristal. El piso de mármol beige era tan brillante que se veía reflejada en él. Un alto jarrón chino adornaba el centro. La decoración y los muebles seguían una gama de colores entre beige y blanco dándole al lugar un estilo clásico y sofisticado. 

Frente a ellos se imponía una escalera curva con baranda dorada que daba acceso al segundo piso. 

Ginger se quedó junto al jarrón pasando los ojos por este objeto o por este otro. Vio a Gerald perderse tras una puerta, seguramente la cocina. Sarah guiaba a Sebastian por cada rincón del vestíbulo contándole animadamente la historia y anécdotas de cada mueble como si lo estuviera poniendo al corriente de todas las vivencias que se había perdido. 

Ella no paraba de hablar, vociferar y señalar cada esquina «¡Oh, mira! La marca que dejó el abuelo Joseph...».

Sebastian se limitaba a asentir distraídamente, de vez en cuando sonreía y miraba los objetos sin prestarles atención. Su cabeza estaba muy lejos de ahí. En un callejón oscuro, pestilente, húmedo, mohoso, cutre, infestado de ratas y de muerte. 

Y luego miró a Sarah. 

«Estoy tan arrepentida». 

Arrepentida. 

¿Así de fácil se solucionaban las cosas? ¿De verdad era tan sencillo? ¿El pasado se enterraba mágicamente? ¿Sin secuelas? ¿Sin cicatrices? ¿Ni heridas? 

—...y este es el reloj cucú de la tía Harriet... —se interrumpió cuando miró de soslayo hacia su lado y no encontró a Sebastian. 

Se volteó y lo vio rezagado en el último lugar por donde habían pasado, de espaldas a ella, con hombros rígidos y puños apretados a los costados. 

Sarah se acercó y tocó su brazo. La mirada de su hijo era dura y su mandíbula estaba tensa. 

—Sebastian —dijo casi en un susurro—, acompáñame, te mostraré algo —y comenzó a caminar escaleras arriba, sin mirar atrás. Sabía que Sebastian la seguiría. 

Y así lo hizo. 

Ginger los vio perderse en el pasillo superior y vaciló. ¿Debía seguirlos o quedarse ahí? 

Como por obra de una invocación, Gerald apareció silenciosamente a su espalda, masticando un sándwich con ahínco, provocándole un sobresalto cuando le dijo: 

—Ve con ellos, pero guarda tu distancia. 

Lo miró un breve momento antes de asentir y subir las escaleras. 

Se detuvieron frente a una puerta del mismo aspecto que las demás.

Sarah apoyó una mano sobre la hoja de madera oscura y con la otra jaló la larga cadena plateada que colgaba de su cuello. 

El brillo de una llave refulgió entre sus dedos cuando la introdujo en el picaporte haciéndola girar lentamente hasta que la cerradura emitió un sordo clic. 

Asió la manija redonda y la puerta protestó al abrirse con un chirrido. 

Sarah se apartó a un lado e hizo un gesto con la cabeza para que Sebastian entrara. 

Él dio los primeros pasos dentro de la habitación, sintiendo que algo maleable se aplastaba bajo su zapato. Levantó el pie y encontró un osito de peluche opacado por el polvo. 

Alzó la vista. Sarah lo había llevado a una habitación desolada, las ajadas cortinas obstruían el paso de la luz volviendo la pintura de las paredes gris, a pesar de que era azul. El polvo era tan denso que se podía ver flotar en el aire como un espectro, parecía caer niebla dentro. 

Sebastian agitó una mano para despejar el polvo y evitar estornudar. Entonces, cuando todo fue más claro, se dio cuenta de lo que era ese lugar. 

Una habitación de bebé. 

Todo estaba enterrado bajo una gruesa película de polvo. Las telarañas cubrían todos los muebles como una sábana y a juzgar por la cantidad y el tamaño de estas, era evidente que nadie había entrado ni tocado nada en años. 

Avanzó hacia delante. Las suelas de sus zapatos dejaban huellas en el polvo del piso como marcas en la nieve. 

De la pared frente a él colgaban letras de colores acomodadas en forma de arco, formando el nombre «Sebastian» y bajo de ellas, posaba la cuna. 

Se acercó sintiendo su estómago dar un vuelco. Una telaraña la cubría desde el móvil hasta el extremo contrario formando un velo. Sebastian rasgó la telaraña con la mano y encontró todo tal cual debió haber sido hace diecinueve años. Deslizó los dedos por el cobertor, alzando el polvo en él. Tocó el móvil y este giró levemente, emitiendo una desentonada y débil canción de cuna. 

—Tres kilos doscientos gramos, cuarenta y cinco centímetros de estatura y unos ojos tan azules y sonrientes... —musitó Sarah con voz absorta mientras se recargaba en una pared y acariciaba al osito que Sebastian había pisado— «Tiene tus ojos». Fue lo primero que dijo tu padre cuando te vio por primera vez —sonrió, no era una sonrisa feliz— «Tiene tu cara», fue lo que yo le contesté. 

Sebastian echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro. Saber eso debía darle consuelo, debía hacerlo feliz, debía reconfortarlo. Pero no hacía otra cosa más que ahondar una herida infectada. 

Abrió los ojos y se giró hacia Sarah destilando suspicacia en la mirada. 

—Entonces... ¿por qué me abandonaste? ¿Qué es lo que debo suponer? —inquirió con voz seca.

Sarah levantó la vista a él con ojos llenos de pesar. 

—Yo te quería... 

—¿Y por qué? —usó todas sus fuerzas para mantener el tono. Si no lo hacía, se quebraría de nuevo. Jamás se sintió tan frágil en toda su vida. Sus huesos se sentían de cristal. 

—...te amaba demasiado... 

—¿¡Por qué!? Maldita sea ¿¡Por qué!? —estalló, no pudo más, su voz sonó como un disparo estridente en la pesadez del silencio de la habitación. 

Sara cruzó los brazos alrededor de ella en ademán protector y sus hombros temblaron con la fuerza de los sollozos. 

Ginger, se encontraba afuera, en la pared junto a la puerta. No podía ver, pero sin duda podía escuchar y dio un salto cuando escuchó a Sebastian hablar tan alterado.

Estuvo a punto de entrar, pero se detuvo «Entrar y hacer qué, no es momento para mi presencia» se alegró de haber pensado en eso oportunamente. 

—Yo no lo hice —a Sarah le temblaba la voz. 

Sebastian compuso una mueca de dolor. 

—Quiero creerte..., pero no puedo y lo sabes. 

—¡Sebastian, yo te quiero! ¡Tu padre me obligó! —chilló— Tu padre...me obligó. 

Había sido suficiente, era como si el aire se hubiera vuelto tóxico de repente. 

Sebastian salió corriendo de ahí dejando a su madre llorando, dejándola deslizarse por la pared hasta el suelo y escondiendo el rostro en las manos. 

En el pasillo chocó con Ginger y la agarró de los hombros en un movimiento brusco para que no cayera. 

—Ginger, vámonos de aquí —jaló su mano pero ella no se movió— ¿Gin...? 

Miró a Ginger, tenía los ojos muy abiertos en una expresión de sorpresa y miraba algo más allá de él. 

Sebastian volteó, y cuando lo vio, cuadró los hombros. 

Tenía enfrente a Gregory Gellar, su padre. 

Tan alto como él, tan parecido a él que costaba aceptarlo. Su cabello negro azabache comenzaba a encanecerse en las sienes y una profunda arruga surcaba su frente. Los rasgos seguían siendo fuertes, angulosos, definidos. Todo en Gregory era Sebastian, salvo por sus pardos ojos. 

Si Gregory se impresionó al ver a su hijo, no lo demostró demasiado. Aunque no cabía duda de que lo reconocía, sabía quién era. 

Sebastian ocultó a Ginger tras su espalda como si la estuviera protegiendo de una amenaza y miró a su padre con una mezcla de desafío y orgullo en los ojos. Gregory hizo lo propio.

El desconsolado llanto de Sarah todavía se escuchaba ahogado desde la habitación. Gregory retrocedió sin apartar los ojos de Sebastian y miró dentro de la puerta abierta a su mujer. 

—¿Qué le hiciste? —preguntó inquisitivamente. 

—No, ¿qué le hiciste tú? —repuso Sebastian entre dientes. 

Greg lo ignoró deliberadamente, asió el marco de la puerta con ambas manos y su expresión se suavizó hasta tornarse dulce cuando dijo: 

—Sarah, por Dios, levántate, cariño. 

El osito de peluche salió volando hacia él, rebotándole en el pecho. 

—Está bien, como quieras —se apartó, lanzándole una mirada extraña a Sebastian antes de pasar junto a él y seguir su camino por el pasillo como si nada ¡Como si nada! 

—¡Oye! —le gritó, pero Gregory no se volvió— ¡Te estoy hablando! 

—Shh, Sebastian —siseó Ginger nerviosa. 

Él no le hizo caso, salió tras su padre a paso airado y pisadas fuertes que hacían eco en el techo del vestíbulo cuando pasaron junto a las escaleras y siguieron derecho por el pasillo hasta el final de este. 

Gregory entró en la última habitación y no cerró la puerta. Sebastian se desconcertó totalmente, ¿era eso una invitación a pasar? 

Invitación o no, entró de todos modos. 

Su padre seguía sin darse la vuelta, todo lo que veía era su ancha espalda enfundada en la chaqueta gris del traje. 

Estaban en una especie de biblioteca, que también servía como oficina para sus negocios. Greg caminó hasta el ventanal tras el pesado escritorio de caoba, sacó un cigarrillo del bolsillo de la chaqueta, un encendedor de plata con tapa y lo encendió mientras sostenía el cigarro entre sus labios. Escrutando la vista completa que tenía del gris Londres, gris como la nube de humo que exhaló por la nariz y boca.

Ninguno de los dos estaba dispuesto a romper el hielo, pero Sebastian era el desesperado, así que maldijo para sus adentros y comenzó diciendo: 

—Ya me cansé de preguntar por qué esta familia está tan desmoralizada, así que ahórramelo y dime lo que quiero saber. 

Gregory dio un par de bocanadas tranquilamente antes de esbozar una media sonrisa y voltear lo justo para mirar a lo alto de la pared a su derecha. 

—Es un bonito retrato familiar—apuntó con la cabeza el cuadro de la pared en el que aparecían él, Sarah y Gerald con caras sonrientes y poses recatadas—, ¿no es así? 

Sebastian miró esos rostros con recelo y su interior gritó de impotencia al encontrar lógico que el suyo no apareciera. —Gerald ha sido todo un orgullo —continuó tras otra calada al cigarrillo—. Es tan bueno en lo que hace que comienzo a sospechar que es mejor que yo. 

Sebastian se movió incómodo. 

—Y tu madre... —se detuvo para fumar de nuevo y soltar el humo lentamente— se ve tan feliz ahí, ¿verdad? 

Sebastian se limitó a guardar silencio, por lo que Gregory insistió: 

—¿Verdad? 

—Sí —admitió hoscamente, con la mirada fija en la deslumbrante sonrisa con la que Sarah iluminaba el retrato. 

Gregory aplastó la colilla del cigarro contra el cenicero de cristal del escritorio y miró a Sebastian a los ojos mientras rodeaba el escritorio y se sentaba en su esquina. 

—¿Quieres que te cuente una historia? —preguntó con un dejo de sarcasmo— Mi padre se llamaba igual que tú, «Sebastian» —su tono era desdeñoso y agitó una mano teatralmente haciendo burla de los aires de grandeza con los que había pronunciado el nombre. 

Esto irritó a Sebastian.

—Si solo vas a burlarte de mí, me largo —dio media vuelta. 

—Adelante, la puerta es muy grande. Piérdete de escuchar la razón por la que tienes que vivir como un... una mascota doméstica —sonrió victorioso al ver que Sebastian se detenía en la puerta y se giraba. 

—¿Qué has dicho? 

—Sé por qué cambias de forma. Mi padre era igual que tú —repuso con un dejo de desprecio. 

De repente el aire volvía a faltar y Sebastian luchó por controlar su respiración. Su corazón dio un vuelco que sacudió todo en su interior. 

Esta vez, si se desmayaba, lo haría dignamente. Se acercó a la silla más cercana y la arrastró hacia atrás dejándose caer pesadamente en ella. 

Ayer no tenía familia, ni hogar, ni dinero, ni suelo donde caer muerto y ahora lo tenía todo: un padre insensible, una madre desquiciada, un hermano odioso, una mansión abrumadora, un pasado escabroso, la posibilidad de pudrirse en dinero...y un abuelo mutante. 

Se vio obligado a reprimir una carcajada irónica. Pasó una mano por su rostro, soltando un gruñido sordo. De pronto se sentía agotado, física y mentalmente. 

Gregory lo observaba desde atrás, siendo consciente de la lucha interna que Sebastian trataba de contener... la que él una vez hace diecinueve años tuvo que librar. Casi sentía lástima por él, se permitió suavizar el semblante y clavó la mirada en los hombros de Sebastian. Se había vuelto tan fuerte y tan alto. Los genes pura sangre de los Gellar se hacían presente en todo lo que Sebastian era, reclamando su lugar de regreso. 

De repente, Sebastian volteó bruscamente clavando los ojos en Gregory quien tuvo que recuperar su máscara de frivolidad. 

Se miraron limitándose al silencio, pero la pregunta estaba implícita en los ojos de Sebastian.

«¿Qué pasó con el abuelo?». 

Gregory desvió la vista de esos ojos, su intensidad era insoportable. Caminó tras el escritorio y se sentó en la mullida silla de cuero. 

—¿Qué quieres saber exactamente? —preguntó de mala gana mientras encendía el segundo cigarrillo. 

No fumaba demasiado, pero esta vez no podía detenerse, era lo único que lo mantenía estable en esos momentos. 

—¿Cómo era el abuelo? 

Greg alzó la vista desconcertado. ¿De todas las cosas que podría exigir saber, preguntaba cómo era? 

—Casi no lo recuerdo —admitió—, murió cuando yo tenía cinco años, jamás pasaba mucho tiempo con él, solo lo veía en fotos viejas que mi madre acostumbraba tomarle mientras estaba distraído. 

—¿Y cómo sabes que él era...? —se interrumpió, no sabía exactamente cómo llamar a su condición. En los libros, los vampiros padecían vampirismo, los lobos licantropía, y los gatos... ¿gatismopía? Solo Dios sabía qué cosa tenía. 

Gregory se reclinó en el asiento echando la cabeza hacia atrás para soltar el humo por su boca.

Sebastian comenzaba a irritarse por el humo, su padre fumaba como chimenea y el aire ya casi no era respirable. 

—Mamá en vez de leerme libros en la noche como a todo niño normal, me hablaba de mi padre, eran historias tan fantasiosas que creí que me recitaba un cuento chino de memoria. 

—¿Cómo que fantasiosas? 

Greg le dio un golpecito al cigarro para que cayera la ceniza acumulada. 

—Decía que había encontrado un gato herido en un almacén y como era aprendiz de veterinaria, no pudo soportar dejarlo ahí —dijo y Sebastian asintió absorto, le sonaba la historia, él mismo había vivido algo parecido—. Cuidó de él, curó sus heridas, lo metió en una caja y lo dejó a salvo en el depósito de la veterinaria, hasta que al otro día regresó a ver cómo estaba y... y ya sabes. 

—Se encontró con un hombre. 

—Totalmente desnudo —lo miró con suspicacia y continuó—. No tengo que detallarte la impresión que se llevó mi madre, se desmayó en el momento y papá le practicó los primeros auxilios —compuso una extraña mueca—. El resto es historia, a mamá siempre le gustaba lo salvaje y no tardó en enamorarse de ese tipo. 

Sebastian enarcó una ceja. 

—¿Y bien? ¿Cuál era el problema? 

Greg dejó escapar un resoplido desdeñoso. 

—Que yo no era tonto, a mí no me engañaba. Mamá siempre se mostraba con una sonrisa frente a mí..., pero en las noches la oía llorar sola en su habitación, la oía maldecir la situación de mi padre. Él murió siendo un gato, ¿sabes? 

A Sebastian se le cortó la respiración. 

—Al parecer un perro lo atacó, mi madre encontró el cuerpo descuartizado y abandonado en un callejón, de no haber sido por el collar de oro que colgaba de su cuello, hubiera sido totalmente imposible reconocerlo —soltó un suspiro cansino— Y bueno, mi madre murió cuando yo tenía nueve años, la depresión acabó con ella..., realmente no vivió feliz, siempre estaba angustiada por él, pasaba más tiempo como animal que como persona. Era inevitable. 

Instintivamente, Sebastian se llevó una mano al cuello y se alarmó al no sentir la fría cadena que siempre llevaba, hasta que recordó habérsela dado a Ginger. 

—Con lo del collar te refieres al mismo que... 

—Al mismo que te condenó a usar tu madre, sí —confirmó sus peores sospechas—. Es el collar de tu abuelo —lo miró con ojos entornados—, pero para desgracia de todos, te heredó algo más que eso.

Sebastian se quedó de piedra. Su cabeza dejó de intentar procesar tanta información para centrarse en una sola cosa: el culpable de haberle regalado una vida tan miserable y tan llena de carencias materiales, pero sobre todo, emocionales. 

—Para desgracia tuya, querrás decir —inquirió con los dientes apretados, conteniendo la furia.

—No me conoces, Sebastian —dijo levantándose del asiento y clavando las manos en el escritorio —no te atrevas a pensar que lo hice por egoísmo, y escúchame bien lo que voy a decir porque no tengo intención de repetirlo —su mirada era impasible, pero su voz delataba la intensidad que albergaba en su interior—: Sarah es la persona más importante para mí y cuando me dijo que estaba embarazada de nuestro segundo hijo yo...yo... —su voz comenzaba a estrangularse, así que se vio en la necesidad de agachar la cabeza y carraspear discretamente— No concebía la idea de que en el mundo existiera un hombre más feliz que yo —sonrió amargamente— ¡Y cuando naciste! Eras todo cuanto había soñado —su mirada se ensombreció y continuó con voz queda—. Hasta que te trajimos a casa y tu madre te metió en la tina...Oí sus gritos y corrí hacia ella solo para encontrarme con que mi hijo se había ido, y en vez de él había un animal —le lanzó una mirada despectiva—. Todo mi mundo se vino abajo; recordé a mi madre debilitándose en el hospital, deprimiéndose y negándose a comer hasta morir. Fue entonces que decidí que no quería ver a Sarah pasar por lo mismo. 

—Y me olvidaste así como así, abandonándome a mi suerte. 

—¡Le quité un enorme peso de encima a tu madre! ¡Lo hice por su felicidad! 

—¡Sí, jodiendo la mía! ¿Y quién diablos te dice que es feliz? —se levantó tirando la silla hacia atrás para estar cara a cara con Gregory. 

—¡Todo era perfecto hasta que llegaste!

—¡Yo no escogí ser así! ¡En todo caso es tu maldita culpa por ser mi padre! 

Tal vez era por la ira o tal vez era porque sabía que Sebastian tenía razón lo que llevó a Gregory a tomar un jarrón de porcelana y arrojarlo contra la pared con todas sus fuerzas. El jarrón se impactó estrepitosamente, quebrándose en cientos de fragmentos que se desperdigaron por el suelo. 

Ahora parecía un loco desquiciado; estaba jadeando, su cabello peinado pulcramente hacia atrás ahora estaba desordenado y un mechón le caía sobre la frente. La mirada con la que apuntaba a Sebastian era brillante, pero cargada de rencor, de culpa no aceptada. 

Gregory estaba furioso consigo mismo, y la simple idea hería su orgullo. 

La puerta se abrió con un azote y apareció Gerald, con Ginger a su lado. Ambos se veían alarmados. 

—¿Pero qué pasó aquí? —la vista de Gerald pasó de ambos a lo que quedaba del jarrón— Sus gritos se oían en toda la casa ¿Tratan de matarse o algo por el estilo? 

Ninguno dijo nada. Ginger se acercó y asió el brazo de Sebastian como si quisiera apartarlo de ahí. 

—Lárguense todos —masculló Gregory antes de darse la vuelta y acercarse a la ventana—. Quiero estar solo. 

Gerald arrastró a Sebastian y Ginger hacia el pasillo antes de que a Greg le diera por destruir otra cosa. 

Escuchó el chasquido de la puerta al cerrarse y sacó otro cigarrillo, lo encendió, le dio una larga y profunda calada y sopló lentamente el humo, ensombreciendo su rostro tras las volutas blancas. 

Sebastian se parecía tanto a él. 

«Mi hijo».

—¿Por qué no me dijiste que eres un... un gato? —preguntó Gerald en un susurro exaltado.

Ginger lo había puesto al tanto y él se sintió totalmente ridículo al creerlo. 

—No soy un gato, ¿de acuerdo? Soy un ser humano que tuvo el infortunio de nacer en esta familia —tomó la mano de Ginger y la arrastró hacia las escaleras. 

—Sebastian...me lastimas. 

—¿A dónde crees que vas? —preguntó Gerald desde lo alto de las escaleras. 

—Me largo de aquí. 

—¡No! —el grito lo hizo volverse y encontró a su madre sosteniéndose en el barandal como si le costara mantenerse en pie. Tenía los ojos rojos e hinchados por las lágrimas— No te vayas..., por favor, quédate, Sebastian. No soportaría perderte otra vez. 

Él dejó escapar un profundo suspiro. 

—Lo siento, pero alguien me ha dejado muy claro que no me quiere aquí. 

Sarah no pareció sorprenderse y bajó un par de escalones más. 

—Oh, has hablado con tu padre. 

—Sí, ahora, debo irme. 

Estaba a punto de darse la vuelta cuando Sarah dijo: 

—Al diablo con Gregory Gellar. 

—¡Mamá! 

—Cállate, Gerald —le advirtió antes de dirigirse a Sebastian—. Eres mi hijo le guste o no, y de ninguna manera voy a permitir que te aparte de mí lado. 

Él vaciló, de pronto se había olvidado de su enojo y la urgencia por salir de ahí. 

—No podría vivir en la misma casa que él, me odia. 

Sarah bajó el último peldaño y se acercó a él, agitando una mano para quitarle importancia a lo que acababa de decir.

—Oh, no te odia, cariño, le encanta mentirse a sí mismo. Se acostumbrará o lo obligaré a dormir en la casa del perro. 

Genial, tenían perro. Un detallito más a la lista de inconvenientes. 

—Vamos, Sebastian, no tienes a donde ir hasta que Keyra no desocupe mi casa —le animó Ginger, mirándolo con súplica. 

—Ah, que linda muchachita, me agrada, así se habla ¿Es tu novia, Basti? 

«¿Basti?». 

Gerald agachó la cabeza, reprimiendo una risita. 

Ignorando la extraña vergüenza que experimentaba con el nuevo diminutivo de su nombre, sonrió para Ginger, apartándole un mechón pelirrojo tras la oreja. 

—¿Estarías más tranquila si me quedara aquí? 

Ella asintió enérgicamente. 

—Por supuesto. 

Sebastian soltó un suspiro de resignación. 

—Ay, está bien, me quedaré. 

—¡Sí! —Sarah se abalanzó sobre él, echándole los brazos al cuello— Gerald, bebé, lleva a tu hermano a tu antigua habitación. 

—¡Mamá, ¡que no me digas así! Tengo veintidós años ¡Vein-ti-dos! ¿Piensas llamarme así cuando tenga noventa? 

—No seas ridículo, no viviré tanto para eso.

—Ginger, ¿podrías darme un masaje en los pies? Pero ponte guantes, no quiero que me los ensucies. 

Apenas entró a su habitación, Keyra se puso su corona de mandamás.

Ginger no tenía ni ánimos, ni ganas, ni tiempo, ni paciencia para soportarla. 

—Y cuando termines, arréglame la almohada de la espalda, me está matando. 

De hecho, apenas se percataba que seguía siendo el mismo día, ¡habían pasado tantas cosas que costaba creerlo! 

—Pásame el control remoto, llevo una hora viendo ese maldito programa y ya va a empezar Gossip Girl. 

Su cabeza iba a explotar si le entraba una sola palabra más, todo lo que quería era un largo baño, y de ser posible, quedarse a vivir en la tina por el resto de su vida. 

—¿Sabes qué se me antoja? Una Coca-Cola light ¿por qué no buscas una máquina expendedora y me compras una? 

Sí, un baño sería genial. Se dirigió a la cómoda y sacó una toalla. 

—Vamos, Ginger ¿Por qué tardas tanto? —dio un par de palmadas— Arre, arre, no tengo tu tiempo, soy una persona con necesidades. 

Ginger salió sin hacerle caso, «¿pero qué diablos?» pensó y volvió a entrar en la habitación con paso amenazante, plantándose al pie de la cama frente a Keyra. 

Ladeó la cabeza, sonrió y tuvo la reconfortante osadía de enseñarle el dedo medio. 

—Keyra, estoy harta de ti. Le haré un favor a la humanidad dándote un consejo: trágate tu maquillaje, tal vez así tengas más oportunidad de volverte linda por dentro —deshizo su sarcástica sonrisa y se dirigió a la puerta. 

A Keyra se le desorbitaron los ojos un momento antes de entornarlos y lanzar a Ginger una mirada asesina. 

—Oye, oye ¿Qué fue lo que acabas de decir, estúpida? Ubícate ¿ok? ¿Quién eres y qué hiciste con la nerd patética? 

Ginger se detuvo en el marco de la puerta.

—¿Sabes qué? Eres como un grano en el culo. Y sí, he cambiado —repuso sin voltear—. Ya no soy tan influenciable como solía ser —miró a Keyra— porque estoy cansada de que, por el hecho de que tu vida sea tan patética vengas y cagues la mía. Si tan mal te caigo, toma tu turno, busca asiento y muérete esperando porque ya no me importa lo que pienses de mí —salió dando un portazo, luego volvió a abrir bruscamente solo para asomar la cabeza—. Y no soy nerd, solo soy más inteligente que tú —de nuevo el portazo. 

Keyra quedó patidifusa, ese pequeño microbio pelirrojo ¿Cómo diablos se atrevía? ¿Y desde cuándo? 

Las únicas razones por las que no había ido tras ella para jalarle las greñas hasta dejarla calva eran: 

Uno: Tenía un pie fracturado, condenando a su fabuloso trasero a estar postrado en la cama y dos: Era ilegal matarla. 

Malditas leyes. Maldito pie. Maldita Ginger. 

La sensación de la adrenalina corriendo por las venas era asombrosa. Ginger nunca pensó que enfrentarse a Keyra fuera tan bueno para la salud. De haberlo sabido, lo hubiera hecho desde el jardín de niños, cuando Keyra le pidió a Brandon que quitara el queso del sándwich de Ginger y lo reemplazara con tierra del patio de juegos. Desde entonces, se habían asegurado de que se sintiera sola, pequeña, indefensa, poca cosa. Ahora no más. «Date tu lugar» fue una de las cosas que Sebastian le dijo cuándo recién lo conocía. No pudo evitar sonreír y sumergirse más en la calidez de la tina con el agua hasta la boca. 

Sebastian no solo era un novio escandalosamente sexy-trasero-lindo que presumir, ante todo era el mejor amigo del mundo entero, y le había enseñado tantas cosas. Lo mejor es, que ni él mismo sabía que era un estuche de monerías hecho persona. 

Y bueno, también había que darle crédito a Magda, bendita sea por haberle enseñado tantas palabrotas que, por fortuna para Keyra, no las usó todas.

«¿Dónde estoy?». 

Fue lo primero que pasó por la mente de Sebastian al despertar y ver un techo desconocido. 

Se incorporó en los codos; la sábana se deslizó por su torso desnudo hasta los bóxer a cuadros y miró alrededor de la habitación con ojos entrecerrados a causa de la excesiva luz que se colaba por las delgadas cortinas. Era como estar en un hotel cinco estrellas, y eso que él nunca había estado en uno, pero en su imaginación, siempre había sido de esa manera. 

Un estridente sonido lo hizo dar un respingo, sonaba como una campanilla electrónica. Buscó con la vista la procedencia del sonido y halló un teléfono a escasos centímetros de él, en la mesita de noche. 

¿Una llamada pare él? 

Estiró un brazo y asió el auricular. 

—¿Hola? —contestó, desconfiado. 

—¡Arriba, vaquero! ¡Hora del desayuno! —canturreó su madre tan fuerte y agudo que hizo una mueca de dolor y alejó el auricular de su oído. 

Un momento, solo... ¿vaquero? ¿Qué diablos...? 

Sebastian gruñó, desde ayer le ponía apodos raros, sin mencionar vergonzosos. Estaba feliz de conocer a su madre, en serio; pero por favor, que no se le ocurriera llevarlo a la escuela y darle un sonoro beso de esos que dejan una marca de labial rojo pasión de por vida en la mejilla frente a todo Dancey High. 

¿Qué debía decirle? «¿De acuerdo, vaquera, cambio y fuera?» No sabía cómo se le contestaba a una madre, así que se limitó a decir perezosamente: 

—Ahora bajo, mamá. 

Se impulsó fuera de la cama dirigiéndose a las puertas del clóset.

Ahora bien, cuando abres un clóset te esperas un espacio pequeño, con unos cuantos percheros y un desorden en general, es lo normal ¿no? Pero encontrarte con otra habitación tan grande como una casa promedio, llena de estantes con zapatos italianos, compartimentos con relojes y corbatas, espejos de trescientos sesenta grados, percheros con un montón de camisas Lacoste y Calvin Klein y mullidos sillones puf, no está dentro de las expectativas. 

Sebastian no se lo podía creer, tuvo que soltar un silbido de admiración. Había encontrado Narnia. 

Sin embargo, se puso lo primero que encontró; una simple camiseta blanca, unos jeans normales y unos zapatos aparentemente cualquiera, pero eso sí, todo tenía su pequeño logotipo de marca. Todo era de cuando Gerald había sido adolescente, y le quedaba como guante, no tendría que usar más esos pantalones apretados del padre de Ginger. Qué alivio, su trasero nunca se lo perdonaría. 

Vagó unos minutos por los pasillos y probó con varias puertas, ni siquiera sabía dónde estaba el comedor. Bajó al vestíbulo e intentó con otra puerta, pero antes de que la abriera, sintió el picaporte girar por sí solo en su mano. Y apareció su padre. 

Sebastian notó el cambio en la expresión de Gregory, que iba de la sorpresa a la seriedad. 

—Buenos días —dijo Sebastian sin emoción en la voz. 

Gregory solo hizo un gesto con la cabeza y salió con paso firme y tenso hacia la salida principal.

—Sebastian, se te enfría la comida. 

Sarah lo esperaba sentada en la larga mesa del comedor con las manos entrelazadas sobre la superficie y una radiante sonrisa, incluso se veía más joven que el día anterior. 

Ella era difícil de entender. Abrumó a Sebastian con tantas preguntas sobre la escuela y sus calificaciones, pero cuando contestaba, ella decía «No hables con la boca llena» ¿Así eran todas las madres?

—Y bien, cuéntame de esa muchachita... 

—¿Ginger? —dijo tomándose el jugo de naranja. 

—Ginger, lindo nombre, le queda, es linda. 

—¿Tú crees? —enarcó una ceja. 

—Sí, a decir verdad...bastante linda... —desvió la mirada a otro lado. Había algo de misterio en su voz. 

—¿Qué pasa? ¿Por qué esa cara tan rara? 

—Bueno, hijo... —tomó las manos de Sebastian entre las suyas y lo miró a los ojos con seriedad— Nos conocimos apenas ayer, y eso implica que te has perdido de muchas cosas que, como madre, tengo que hablar contigo. 

Sebastian comenzaba a inquietarse. 

—¿Qué cosas? 

—Pues —empezó, encogiéndose de hombros—, a tu edad es común que pasen ciertas cosas que te llevan a hacer otras cosas, y los padres tenemos la obligación de darles una charla especial a los hijos. 

—Ya, una charla sobre... 

—Sexo. 

Sebastian parpadeó repetidas veces, apartó las manos de las de su madre y se echó a reír nerviosamente. 

—Ah, ya lo comprendo —repuso enrojeciendo—. No, no quiero, no es necesario. 

—Pero Sebastian, es mi obligación. 

—¡No!, es decir... ¿Gerald tuvo la...charla? 

—Oh, por supuesto. 

—¿Y qué dijo? 

—Lo mismo que tú, así que tuve que amarrarlo a la silla para que me escuchara. 

«Que trauma mental de lo más severo». 

Sebastian no tenía tiempo que perder, ya se imaginaba atado a la silla con una mordaza en la boca. Se limpió fugazmente con la servilleta y se levantó antes de que a su madre se le ocurriera hacer locuras. 

—Insisto, no es necesario, ya se todo lo que tengo que saber —aseguró caminando hacia la puerta mientras extendía los brazos en un ademán que abarcaba todo. 

—¿Ya no eres virgen? 

—Yo... 

—¡Ajá! Vacilaste. 

—Me tengo que ir mamá —salió a toda prisa y cerró la puerta. 

—¡Sebastian Michael Gellar!, vuelve aquí —sonó el grito amortiguado. 

¡Y ni siquiera sabía que tenía un segundo nombre! 

—Se me hace tarde para la escuela, nos vemos —alzó la voz para que lo escuchara. 

—Yo te llevo. 

—¡No! 

«Te quiero, mami, pero de ninguna manera tendré una marca de beso rojo pasión en la mejilla».

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