Te reservo mis derechos © Cri...

By aleianwow

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Irene es una mujer solitaria. Es escritora y adora pasarse las horas frente al ordenador, en compañía de un c... More

Te reservo mis derechos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo final
Información: Leed!!!!

Capítulo 3

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By aleianwow

Además de retrógrado y engreído, era idiota.

Así definía Irene a Álvaro Ferreras.

Se dirigía hacia su Saxo a paso ligero. Quería llegar cuanto antes a su casa para comenzar con los trámites de la reparación de su coche.

Mientras avanzaba por el aparcamiento, Irene reflexionaba sobre la cantidad de hombres que había conocido a lo largo de su vida. Ella sabía tratar con ellos de una manera lo suficientemente profesional como para no crearles falsas expectativas.

Ellos solían ser amables con Irene y respetar sus decisiones.

En general, ella no tenía quejas del sexo opuesto.

Hasta que lo conoció a él. Al pijo, finolis, retrógrado e imbécil de Álvaro Ferreras. ¡Por el amor de Dios! Si el semáforo se pone en rojo hay que frenar, pensaba ella mientras fruncía los labios con fuerza.

Se metió en el coche y encajó la llave para arrancar.

– No pienso trabajar con un daltónico de mierda… – gruñía.

El motor rugió penosamente antes de apagarse de nuevo. El sonido recordaba a la tos de un anciano bronquítico.

Irene lo intentó una y otra vez, sin resultados.

Su Citroen Saxo no parecía tener ganas de moverse.

Alargó el brazo hasta alcanzar un resorte que había bajo el volante para abrir el capó.

Estaba segura de que el problema no estaba en la batería. No había dejado ninguna luz encendida, ni tampoco la radio.

Salió del coche y levantó aquel trozo de chapa desgastado hasta sostenerlo con la varilla metálica que llevaba incorporada.

Resopló.

– ¿Para qué me habré molestado en abrirlo?¿Para fingir que sé algo de mecánica? – susurró con ironía.

Después sonrió con resignación.

– Cuando crees que el día no puede ir a peor… – dijo después, mientras sacaba su BlackBerry del bolsillo, dispuesta a llamar a una grúa y a un taxi.

Álvaro sonreía con cierta prepotencia desde detrás de su coche. La estaba viendo desesperar delante del motor y se estaba divirtiendo mucho.

Hasta que la varilla metálica se cedió y el peso del capó cayó sobre el hombro de ella, arrancándola un grito de dolor.

Afortunadamente, Irene fue capaz de sujetarlo a tiempo como para que no aplastara su brazo izquierdo por completo.

Sin embargo, a pesar de que hubiese podido detener a tiempo la caída de la tapa, ésta le había golpeado el hombro izquierdo de tal manera que parecía haberse dislocado, o incluso partido – al menos por el dolor que le producía –.

Un par de lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

– Oh Dios mío… – murmuró.

Con la mano derecha había dejado caer el capó y ahora se sujetaba el hombro con ansiedad.

Creía que se le iba a desarmar el brazo de un momento a otro. Cerró los ojos con fuerza y se mordió la lengua para soportarlo.

– ¿Estás bien? – Álvaro se aproximó corriendo para examinar su brazo.

Irene, como aún no había logrado abrir los ojos, no supo de quién se trataba hasta que le tuvo delante.

– No fastidies… – dijo ella entonces.

– Necesitas que te vea un médico, vamos – dijo él secamente.

Ella se apartó con brusquedad para que no pudiera tocar su brazo. No quería saber nada de ese pánfilo del BMW.

Entonces Irene se volvió a meter en el coche para intentar arrancar de nuevo.

Asombrados, comprobaron que el coche funcionaba perfectamente.

Pero Álvaro no iba a permitir que ella se marchara con un brazo a punto de caramelo.

Le abrió la puerta del coche y se apoyó sobre ella para que no pudiese dar marcha atrás.

– Quita de ahí, tengo cosas que hacer – espetó Irene.

– Sí, tienes que ir a urgencias. Creo que ése hombro – dijo él señalando hacia su brazo izquierdo – está pasando por un mal momento.

– Puedo conducir con una sola mano – dijo ella.

Él sonrió.

– ¿Vas a destrozar otro BMW? – preguntó él con una sonrisa maliciosa.

Irene tenía que reconocer que no estaba en condiciones para conducir y además, el dolor aumentaba por momentos.

Giró la llave y apagó el motor.

– Sólo porque me estoy empezando a marear – dijo ella.

Se levantó del asiento, pero enseguida tuvo que apoyarse sobre Álvaro para no caer al suelo.

Él, algo abrumado por el rumbo que habían tomado los acontecimientos, la sujetó por la cintura mientras cerraba la puerta de su coche.

Irene comenzó a perder fuerza y pronto se dejó resbalar casi hasta el suelo.

Álvaro, asustado, la cogió en brazos y la llevó a cuestas hasta su BMW.

– Espera – musitó ella –. No has cerrado el coche con llave.

Él se rió.

– Tranquila, no creo que nadie quiera llevárselo.

– Idio… – dijo ella antes de caer desfallecida en sus brazos.

Álvaro la metió en el asiento delantero del coche y le abrochó el cinturón.

Rápidamente arrancó rumbo al hospital que creyó más cercano.

Álvaro sudaba. Todo había sucedido muy rápido. Y ahora Irene se había desmayado.

No quería reconocerlo en voz alta, pero estaba taquicárdico.

Tardó diez minutos en llegar.

Se saltó unos cuantos semáforos en rojo y se comió unos cuantos cedas. Agradeció interiormente que Irene hubiese perdido el conocimiento.

Detuvo el coche justo en la puerta de las urgencias.

Allí había dos hombres que, por el uniforme, parecían ser auxiliares o celadores. Al ver a Álvaro cogiendo a Irene en brazos, se dieron cuenta de que algo no marchaba bien y le trajeron una camilla.

– ¿Puedo pasar con ella? – preguntó él alarmado.

Ellos negaron.

– Aparque en el parking y acuda a la sala de espera de urgencias, en seguida le avisaremos.

– ¿Cómo se llama la chica? – preguntó el otro.

– Irene Leblanc – dijo Álvaro.

– ¿Y usted?

–      Álvaro Ferreras.

Después le hicieron rápidamente unas preguntas acerca de qué le había ocurrido a la joven. Uno de ellos lo apuntaba todo rápidamente mientras el otro ya se alejaba con la camilla.

Álvaro llevó su BMW al parking y lo dejó aparcado – a su juicio, muy mal aparcado– en una plaza de garaje minúscula. Pero no le importó haber dejado el coche de cualquier manera.

Estaba muy preocupado.

Era cierto que la manera de conocer a Irene no había sido especialmente afortunada, pero cuando la vio tan indefensa, pálida y desfallecida en el asiento de su coche, se dio cuenta de que su atractivo era indudable.

Tal vez estuviese poco arreglada y vestida para hacer deporte, pero seguía siendo la mujer que había escrito sus dos libros favoritos.

– Pero es tan terca… – murmuró él, ya sentado en la sala de espera.

Para qué mentir, él se había esperado a una mujer vestida de etiqueta. Que condujera un coche de alta gama y con unos tacones más altos que el edificio Chrysler.

Claro que por estas razones, Álvaro aún no tenía pareja.

Siempre esperaba demasiado de todo. O bueno, también podría decirse que nada ni nadie eran capaces de cumplir sus expectativas porque, simple y llanamente, eran irreales.

Inalcanzables.

No es para tanto, pensó él. “Lo único que ocurre es que no me conformo con cualquier cosa”, reflexionaba mientras observaba el portón por el que las enfermeras decían en voz alta el nombre de los pacientes.

Había pensado, en algún ridículo instante de su penosa existencia, que Irene Leblanc sería la mujer perfecta, la que lograría alcanzar aquel listón tan elevado que él había establecido.

Por eso, no podía evitar sentirse ligeramente decepcionado al ver que la esperada mujer de sus sueños había empotrado su coche vestida de chándal, con el cabello recogido y desastroso; y encima, de muy mal humor.

Claro que tampoco podía comprender que, estando tan decepcionado como él creía sentirse, se encontrase al mismo tiempo tan preocupado por ella y por su hombro como para que su corazón diese un vuelco cada vez que la enfermera gritaba un nombre en la sala.

Sin embargo, no escuchó el suyo hasta pasados unos treinta minutos.

– Álvaro Ferreras – dijo la voz de aquella mujer vestida con un pijama azul claro.

El resto de personas allí presentes contemplaron cómo el egiptólogo se incorporaba y miraba hacia la puerta esperanzado.

Caminó hacia ella con paso firme y decidido.

Una auxiliar joven de cabello negro lacio le guió hasta uno de los boxes, donde Irene ya parecía haber recuperado el color.

Asombrosamente, ella le sonrió por primera vez en todo el día.

– Vaya, gracias – le dijo ella con una voz suave y melodiosa.

– ¿Cómo estás? – preguntó él.

Se arrepintió al instante de haber utilizado aquel tono autoritario del que siempre se quejaba su hermano.

Ella hizo una mueca de desagrado.

– Sólo ha sido un vagal. Mi diastólica ha decidido darse de baja durante un rato… No te preocupes, mi volemia está estable y al parecer mi hombro sólo tiene el ligamento acromioclavicular ligeramente luxado.

Ahora fue Álvaro quien se sintió desfallecer.

– Que no ejerza no quiere decir que no sea médico – sonrió ella al ver que su “salvador” estaba totalmente aturdido.

– ¿Y ahora quién es el prepotente aquí? – preguntó él con desdén.

La señora mayor que compartía el cuarto con Irene estaba riéndose a carcajadas.

– Lo tienes difícil, hijo – añadió la anciana.

Álvaro le dirigió una mirada de advertencia.

– Llama a Jesús y dile que venga a recogerme – pidió Irene sin rodeos.

Ella no quería continuar dependiendo de aquel historiador, de lo contrario le debería un favor. Se sentiría en falta con él.

No, no podía consentir eso.

Álvaro, sin saber por qué, arrugó el entrecejo y se fue del box muy cabreado. ¡Llamar a Jesús! ¿Y quién se había encargado de llevarla al hospital? ¿Quién iba a ayudarla a escribir una novela ambientada en Egipto?

Sacó su Iphone y marcó el número de su hermano a regañadientes.

No comprendía qué narices pasaba por la cabeza de esa mujer. ¿¡Por qué se comportaba de aquella manera tan infantil!?

– El número al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momen… – bramó el contestador a través del pequeño altavoz.

– Qué mala suerte… – sonrió Álvaro.

Irene iba a tener que soportarle durante un poco más de tiempo.  Y, curiosamente, a él le apasionaba la idea.

Regresó al box y le dio a su escritora preferida la mala noticia.

– ¡Vuelve a llamar! – dijo ella indignada –. Es tan sencillo como marcar su número otra vez. ¡No! Espera… En el antiguo Egipto tampoco utilizaban el Iphone ese tan chulo que tienes, ¿a que no?

Irene lucía una sonrisa de triunfo.

– No hay quien te aguante – dijo él mientras miraba la pantalla de su móvil–. Anótame tu dirección – le tendió el Iphone –. Quiero meterla en el GPS para poder llevarte hasta allí.

– ¿Lo dices en serio? ¿No vas a volver a llamarle? – preguntó ella con incredulidad.

– No voy a molestarle cuando no hay necesidad – mintió Álvaro –. Ya estoy aquí, ¿no? Pues yo te llevo a casa.

Irene, resoplando como un asno encabritado, anotó la dirección en el apartado de notas del teléfono de Álvaro.

Quería irse a su casa para meterse en su cama y, con un poco de suerte y fuerza de voluntad, borrar de su memoria aquel día infernal.

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Y el tercero!! vota si te gustó!! por fis :)

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