Capítulo 3

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Además de retrógrado y engreído, era idiota.

Así definía Irene a Álvaro Ferreras.

Se dirigía hacia su Saxo a paso ligero. Quería llegar cuanto antes a su casa para comenzar con los trámites de la reparación de su coche.

Mientras avanzaba por el aparcamiento, Irene reflexionaba sobre la cantidad de hombres que había conocido a lo largo de su vida. Ella sabía tratar con ellos de una manera lo suficientemente profesional como para no crearles falsas expectativas.

Ellos solían ser amables con Irene y respetar sus decisiones.

En general, ella no tenía quejas del sexo opuesto.

Hasta que lo conoció a él. Al pijo, finolis, retrógrado e imbécil de Álvaro Ferreras. ¡Por el amor de Dios! Si el semáforo se pone en rojo hay que frenar, pensaba ella mientras fruncía los labios con fuerza.

Se metió en el coche y encajó la llave para arrancar.

– No pienso trabajar con un daltónico de mierda… – gruñía.

El motor rugió penosamente antes de apagarse de nuevo. El sonido recordaba a la tos de un anciano bronquítico.

Irene lo intentó una y otra vez, sin resultados.

Su Citroen Saxo no parecía tener ganas de moverse.

Alargó el brazo hasta alcanzar un resorte que había bajo el volante para abrir el capó.

Estaba segura de que el problema no estaba en la batería. No había dejado ninguna luz encendida, ni tampoco la radio.

Salió del coche y levantó aquel trozo de chapa desgastado hasta sostenerlo con la varilla metálica que llevaba incorporada.

Resopló.

– ¿Para qué me habré molestado en abrirlo?¿Para fingir que sé algo de mecánica? – susurró con ironía.

Después sonrió con resignación.

– Cuando crees que el día no puede ir a peor… – dijo después, mientras sacaba su BlackBerry del bolsillo, dispuesta a llamar a una grúa y a un taxi.

Álvaro sonreía con cierta prepotencia desde detrás de su coche. La estaba viendo desesperar delante del motor y se estaba divirtiendo mucho.

Hasta que la varilla metálica se cedió y el peso del capó cayó sobre el hombro de ella, arrancándola un grito de dolor.

Afortunadamente, Irene fue capaz de sujetarlo a tiempo como para que no aplastara su brazo izquierdo por completo.

Sin embargo, a pesar de que hubiese podido detener a tiempo la caída de la tapa, ésta le había golpeado el hombro izquierdo de tal manera que parecía haberse dislocado, o incluso partido – al menos por el dolor que le producía –.

Un par de lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

– Oh Dios mío… – murmuró.

Con la mano derecha había dejado caer el capó y ahora se sujetaba el hombro con ansiedad.

Creía que se le iba a desarmar el brazo de un momento a otro. Cerró los ojos con fuerza y se mordió la lengua para soportarlo.

Te reservo mis derechos © Cristina González 2014//También disponible en Amazon.Kde žijí příběhy. Začni objevovat