Capítulo 2

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Irene sudaba la gota gorda encima del banco de abdominales. No recordaba cuándo dejó que su madre la convenciera para ir al gimnasio.

– Cielo, yo te quiero,  y como te quiero, te digo que se te está empezando a poner fofa la barriga – había dicho ella.

Irene, rezongando y maldiciendo, había llamado por teléfono al gimnasio que había a cinco minutos de su pequeño apartamento.

Y allí estaba aquel lunes por la mañana, recuperando la tonicidad perdida.

Esa tonicidad que parecía importarle más a su madre que a ella misma.

– Doce… – dijo a punto de exhalar su último aliento.

Incapaz de forzar sus músculos una vez más, añadió:

– Y doce.

Miró su BlackBerry. Las diez y cincuenta y ocho.

– Llego estupendamente tarde – dijo con resignación.

De camino al vestuario se preguntó la razón por la cual había accedido a escribir una novela que ella no quería escribir.

¡Cleopatra!

¡Arg!

¡Y lo quieren vender como el antiguo Egipto! Pensó Irene Leblanc mientras arrojaba su camiseta sudada en la bolsa.

Y no es que no le fascinaran los egipcios. Había leído “Sinuhé el egipcio” varias veces. Al terminar tercero de medicina, dedicó su verano a aquel clásico.

Admiró una y mil veces al escritor Mika Waltari.

Pero Cleopatra… La pobre Cleopatra estaba ya muy manida.

– ¡Pero lo habrás escrito tú! Y tus historias siempre conmueven a tus lectores – le persuadió su agente.

– Yo he escrito romances medievales… De esos en los que el enamorado siempre tiene ganas de suicidarse porque su amada no le corresponde. Son bonitos, platónicos y sumergen a las lectoras en una fantasía romántica.  ¡Pero yo no escribo sobre egipcios, ni griegos, ni romanos! No tengo conocimientos suficientes…  No tengo ni pajolera idea de cómo ambientar la trama. Ah y tampoco se me ocurre ninguna trama… – había alegado Irene a su favor.

– Llamaré a tu editor y le diré que busque a alguien que sí tenga esos conocimientos para que te ayude – había respondido su agente con un fingido optimismo.

Y así es como Irene salía corriendo del gimnasio, ataviada con un chándal limpio – que no dejaba de ser un chándal – en dirección a su pequeño Citröen Saxo del año de la polca.

Había quedado con el doctor en historia antigua: Álvaro Ferreras y con su editor – Jesús Ferreras, Chus para los amigos – en el despacho de su agente.

No quería conocer al tal Álvaro, ni quería escribir sobre Cleopatra. No quería escribir sobre algo que no conocía y que no le gustaba.

¡Pero Irene Leblanc tenía que escribir sobre algo que se pudiera vender!

– Tus libros a veces son aburridos. Tienes que ser más dinámica, más actual – dijo su agente a continuación.

Te reservo mis derechos © Cristina González 2014//También disponible en Amazon.Where stories live. Discover now