Capítulo 9

30.3K 3.4K 152
                                    

En aquella sala, la número nueve, estaban expuestas las vasijas en las que, hace miles de años, habían reposado las vísceras de alguna de las momias del Antiguo Egipto.

Álvaro le estaba explicando a Irene el macabro procedimiento de momificación.

Y ella le había estado atendiendo hasta hacía unos diez minutos.

Y es que Irene, llevaba ya un buen rato con el ojo puesto en un señor de unos sesenta y pocos años que no hacía más que resoplar y sudar tras ellos.

La escritora vio que lo acompañaban dos niños, que debían de ser sus nietos.

– ¿Irene? – Álvaro se había dado cuenta de que ella estaba a otros asuntos –. ¿Qué estás mirando?

Él dirigió su mirada en la misma dirección. Sólo vio a un hombre mayor algo machacado por el paso de los años.

– Ese hombre no está bien – dijo ella.

Álvaro se encogió de hombros.

– Está mayor… Es normal. Ven, quiero enseñarte algo.

Irene sujetó al egiptólogo del brazo y le dijo:

– Espera… Tengo un mal presentimiento.

Álvaro sintió una pequeña corriente eléctrica fluir a través de aquel contacto.

Después aquel anciano se desplomó sobre el suelo amarmolado de la sala nueve.

Irene notó el torrente de adrenalina recorriendo su organismo mientras se abalanzaba sobre el cuerpo de aquel señor.

– ¡Apártense! – gritó ella en un tono sobrecogedoramente autoritario – ¡Oiga!

Le agarró de los hombros y lo sacudió ligeramente. Le gritó y le abrió los ojos con los dedos.

Pero nada, ningún movimiento… Nada. El anciano no respondía.

– ¡Álvaro! – dijo ella.

Sin esperar la respuesta del egiptólogo, ordenó:

– Llama a emergencias, dí dónde estás, quién eres y que tienes a un señor de unos setenta años inconsciente. Que traigan una ambulancia.

Acto seguido, Irene, con los dedos índice y corazón de la mano izquierda levantó la barbilla de aquel hombre y con la mano derecha le extendió la cabeza hacia atrás para despejar la tráquea.

La escritora se inclinó sobre la boca de aquel señor y puso su oreja justo encima, mientras con sus ojos, observaba el abdomen, para ver si ascendía o si tenía movimientos respiratorios.

No escuchó aliento alguno ni notó ningún aire cálido en su oído.

Entonces aquel anciano inspiró con un ruido agonizante y ensordecedor que hizo a Irene reaccionar de inmediato.

– ¡Y que traigan un desfibrilador! – gritó ella mientras arrancaba los botones de la camisa del anciano.

Una señora, también entrada en años, acababa de entrar en la sala. Irene no la vio porque estaba demasiado ocupada realizando las compresiones torácicas a un ritmo de cien por minuto, tal y como le habían enseñado en el último curso al que asistió de soporte vital básico.

Te reservo mis derechos © Cristina González 2014//También disponible en Amazon.Unde poveștirile trăiesc. Descoperă acum