Capítulo 11

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Irene lanzó una camiseta negra contra la cama. Y luego otra.

Lo hacía con agresividad.

Ella quería suponer que la razón de su enfado era que no tuviese nada que ponerse para ir a cenar con el doctor César Echegaray.

Sin embargo, a ratos recordaba las manos de Álvaro acariciando su cintura bajo su blusa, y entonces se enfadaba más y lanzaba aún con más fuerza la ropa contra el edredón azul que cubría el colchón.

– Y encima mentiroso… – susurró ella al tiempo que descolgaba un vestido negro de una percha.

Lo repasó con la mirada. Era ajustado, no demasiado corto y tenía un escote en palabra de honor elegante y sugerente al mismo tiempo.

Ella sonrió con picardía. Quería verse sexy, quería comprobar, mirándose al espejo, lo equivocado que había estado Álvaro al mentir aquella mañana.

¿Qué tenía ella de malo como para no haber reconocido que se habían besado? ¿Tanto le asustaba?

Se enfundó en aquella tela oscura y se calzó unos Stiletto negros y elevados.

Decidió hacerse unas atractivas ondas en su melena larga repleta de reflejos marrón chocolate. Después maquilló sus ojos en tonos marrones y negros, resaltando sus iris castaños y brillantes.

Suspiró al darse cuenta de que tal vez el doctor Echegaray pensara que la escritora se había arreglado demasiado. Dando entender, así, que tenía interés en algo más que en una mera conversación acerca de la demencia senil.

Irene se encogió de hombros. Si necesitaba un beso del atractivo doctor de los ojos azules para deshacerse de los constantes recuerdos de Álvaro Ferreras recorriendo su cuerpo, que así fuera.

Sonó el portero automático. Irene caminó con decisión, clavando los tacones en la alfombra.

– Sí – contestó ella.

– Soy César. ¿Te espero abajo? – preguntó con una voz muy varonil.

– De acuerdo. Dame un minuto – y colgó.

Irene se miró una vez más en el espejo del recibidor. Satisfecha (y algo asustada) cogió su clutch y salió de su piso. Cerró la puerta con llave mientras esperaba al ascensor.

Se ordenó a sí misma no volver a pensar en Álvaro Ferreras en lo que restaba de noche.

Y a ser posible, también en lo que le restaba de vida.

– Vaya – dijo el doctor Echegaray cuando vio las piernas descubiertas de Irene.

– Buenas noches – dijo ella fingiendo una sonrisa.

La escritora admiró momentáneamente el Porsche 911 del neurólogo. Pero la admiración duró poco. Irene se preguntó cuántas horas de trabajo en alguna clínica o consulta privada habría tenido que dedicar César Echegaray para reunir aquella cantidad de dinero.

Irene también contempló la posibilidad de que Echegaray, en lugar de nadar en dinero, se encontrase nadando en deudas.

Ella, por experiencia propia y ajena, sabía que la neurología en España no era uno de los trabajos mejor pagados del mundo.

Se guardó sus reflexiones para ella y simplemente dijo:

– Es muy bonito, además este color oscuro le favorece.

Te reservo mis derechos © Cristina González 2014//También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora