Mansfield Park - Jane Austen

Par tmsmiley

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Fanny Price es una niña todavía cuando sus tíos la acogen en su mansión de Mansfield Park, rescatándola de un... Plus

Capítulo I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO XXV
CAPÍTULO XXVI
CAPÍTULO XXVII
CAPÍTULO XXIX
CAPÍTULO XXX
CAPÍTULO XXXI
CAPÍTULO XXXII
CAPÍTULO XXXIII
CAPÍTULO XXXIV
CAPÍTULO XXXV
CAPÍTULO XXXVI
CAPÍTULO XXXVII
CAPÍTULO XXXVIII
CAPÍTULO XXXIX
CAPÍTULO XL
CAPÍTULO XLI
CAPÍTULO XLIII
CAPÍTULO XLV
CAPÍTULO XLVI
CAPÍTULO XLVII
CAPÍTULO XLVIII

CAPÍTULO XLIV

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Par tmsmiley

De los dos meses, habían transcurrido casi siete semanas cuando la carta esperada, la carta de Edmund, llegó a manos de Fanny. Al abrirla y ver su extensión, se dispuso a leer el minucioso detalle de su felicidad y una profusión de amorosas alabanzas dedicadas a la afortunada criatura que era la dueña de su destino. Éste era el contenido de la carta:

«Querida Fanny: Excúsame por no haberte escrito antes. Crawford me dijo que deseabas noticias mías, pero me resultó imposible escribirte desde Londres y me convencí de que comprenderías mi silencio. De haber podido mandarte unas pocas líneas felices, éstas no se hubieran hecho esperar; pero en ningún momento tuve motivo para hacer nada parecido. He vuelto a Mansfield en un estado de inseguridad mayor que cuando me fui. Mis esperanzas son mucho más débiles. Es probable que ya estés enterada de todo esto. Con el cariño que te tiene Mary, es lo más natural que te haya contado lo bastante de sus sentimientos para darte una regular idea de los míos. Ello no habrá de impedirme, sin embargo, comunicártelos yo mismo. En cuanto a lo de hacerte depositaria de nuestras respectivas confidencias no ha de haber antagonismo. No hago preguntas. Hay algo consolador en la idea de que tenemos la misma amiga, y que cualesquiera sean las divergencias de opinión que puedan existir entre ella y yo, los dos estamos unidos en nuestro cariño hacia ti. Será para mí un consuelo contarte cómo están ahora las cosas, y cuáles son mis planes en la actualidad, si puede decirse que tengo algún plan. Regresé a Mansfield el pasado sábado. Estuve tres semanas en Londres y la vi, para lo que es Londres, muy a menudo. Recibí de los Fraser cuantas atencio­nes podía razonablemente esperar. Diría, en cambio, que no fui razonable al abrigar esperanzas de una frecuentación tan constante como en Mansfield. Más me dolió su comportamiento, sin embargo, que la menor frecuencia de nuestras entrevistas. Si la hubiera ya visto así cuando partió de Mansfield, no hubiese tenido derecho a quejarme; pero desde el primer momento la encontré cambiada. Al recibirme se mostró tan distinta a cuanto yo había esperado, que estuve casi decidido a marcharme de Londres inmediatamente. No es necesario que me extienda en detalles. Tú conoces el punto flaco de su carácter y puedes imaginar los sentimientos y expresiones que fueron mi tortura. Estaba de muy buen humor y rodeada de aquellos que prestan a su espíritu, demasiado vivo, el apoyo de su insano juicio. No me gusta la señora Fraser. Es una mujer insensible, vana, casada nada más que por conveniencia y, aunque evidentemente infeliz en su matrimonio, no atribuye el desengaño a falta alguna de buen juicio o de carácter, o a la desproporción de edad, sino a que, después de todo, es menor su opulencia que la de algunas de sus amistades, en especial que la de su hermana, lady Stornaway, y es una parti­daria decidida de todo lo mercenario y ambicioso, con tal que sea algo bastante mercenario y ambicioso. Considero la intimidad de Mary con esas dos hermanas como la mayor desgracia de su vida y de la mía. Hace años que la llevan extraviada. Si fuera posible apartarla de ellas... Y a veces no desespero de conseguirlo, pues, a lo que parece, son ellas principalmente las que la tienen en gran aprecio; pero ella, en cambio, estoy seguro de que no las quiere como te quiere a ti. Cuando pienso en el gran afecto que por ti siente, y en todo lo que hay de sensato y recto en su conducta como hermana, me parece una criatura muy diferente, capaz de todo lo noble, y me siento inclinado a censurarme por mi interpretación demasiado severa de un carác­ter juguetón. No puedo dejarla, Fanny. Es la única mujer del mundo en quien podría pensar con la intención de hacerla mi esposa. Si no creyera que siente por mí alguna inclinación, no diría yo esto, desde luego; pero creo que sí la siente. Estoy convencido de que existe en ella una decidida prefe­rencia. No tengo celos de nadie en particular. Es de la influencia del mundo elegante, en su conjunto, de lo que estoy celoso. Son los hábitos de la opulencia lo que temo. Sus ideas no exceden de lo que su propia fortuna puede garantizar, pero van más allá de lo que nuestras rentas, unidas, podrían consentir. Uno halla consuelo, sin embargo, hasta en esto. Podría soportar mejor el perderla por no ser bastante rico, que por causa de mi profesión. Ello probaría tan sólo que su afecto no llega al sacrificio, cosa que, en realidad, casi no tengo derecho a pedirle; y si me rechaza, creo que éste será el auténtico motivo. Sus prejuicios, estoy seguro, no son tan fuertes como antes. Aquí estoy vertiendo mis pensamientos a medida que brotan de mi cerebro; acaso sean a veces contradictorios, pero no por eso serán un reflejo menos fiel de mi ánimo. Una vez que he empezado, es para mí un placer contarte todo lo que siento. No la puedo dejar. Con los lazos que ya ahora nos unen y los que, espero, nos unirán, dejar a Mary Crawford seria renunciar a la intimidad de algunos de los seres que más quiero en el mundo, excluirme a mí mismo de las casas y amistades a las que, en cualquier otro caso de aflicción, acudiría en busca de consuelo. Debo considerar que la pérdida de Mary implicaría la pérdida de Henry y de Fanny. Si fuera cosa decidida, si ella me hubiera rechazado, espero que sabría soportarlo y vería el modo de aflojar su presa en mi corazón; y en el curso de unos pocos años... Pero estoy escribiendo tonterías. Si me rechazara, tendría que soportarlo; y mientras viva no podré dejar de pretenderla. Ésta es la verdad. El único problema es ¿cómo? ¿Cuál será el medio más acertado? A veces pienso en volver a Londres después de Pascua, y a veces resuelvo no hacer nada hasta que ella vuelva a Mansfield. Aun ahora habla con ilusión devenir a Mansfield para junio; pero junio está muy lejos aún, y me parece que lo que haré será escribirle. Estoy casi decidido a explicarme por carta. Llegar pronto a una certidumbre es lo que más importa. Mi actual situación es tristemente enfadosa. Considerándo­lo bien, creo que una carta será el mejor medio para exponerle mis razones. Por escrito, me veré capaz de decir muchas cosas que no podía decirle de palabra, y ella tendrá tiempo de reflexionar antes de decidir su respuesta; y me asusta menos el resultado de una reflexión que un impulso repentino... Creo que me asusta menos. El mayor peligro para mí sería que consultase a la señora Fraser, encontrándome yo lejos, sin poder defender mi causa. Con una carta me expongo al grave perjuicio de esa consulta; y donde un criterio es algo deficiente en cuanto a lo de tomar decisiones acertadas, un consejero puede, en un momento funesto, conducir a una determinación que acaso después se tenga que lamentar. Tendré que pensarlo un poco mejor. Esta extensa carta, llena tan sólo de preocupaciones mías, sería suficiente para fatigar hasta la amistad de una Fanny. La última vez que vi a Henry Crawford fue en la reunión de la señora Fraser. Cada vez me satisface más todo lo que veo y oigo de él. No hay una sombra de vacilación. Está muy seguro de sus intenciones y obra de acuerdo con su resolución: inestimable cualidad. No pude verle a él y a mi hermana mayor en la misma sala, sin recordar lo que tú me dijiste una vez, y reconozco que no se encontraron como amigos. Noté una marcada frialdad por parte de María. Vi que él retrocedía, sorprendido, y lamenté que la actual señora Rushworth conservara algún resentimiento por un antiguo y supuesto desaire inferido a la señorita Bertram. Desearás cono­cer mi opinión sobre el grado de felicidad de María como esposa. No hay apariencia de infelicidad. Espero que se lleven ambos bastante bien. Comí dos veces en Wimpole Street y hubiera podido hacerlo más a menudo, pero es fastidioso estar con Rushworth para tratarle como hermano. Julia, parece que se divierte mucho en Londres. Yo poco disfruté allí, pero menos me divierto aquí; formamos un grupo que no tiene nada de alegre. Es mucho lo que te echamos en falta. Yo siento tu ausencia más de lo que soy capaz de expresar. Mi madre te manda sus más cariñosas expresiones y espera recibir pronto tus noticias. Habla de ti casi a todas horas y a mí me apena tener que preguntarme cuántas semanas tardará aún en gozar de tu compañía. Mi padre tiene la intención de recogerte él mismo, pero no será hasta después de Pascua, cuando le reclamen sus asuntos en Londres. Espero que seas dichosa en Portsmouth; pero eso no debe convertirse en una visita de un año. Te necesito en casa, para contar con tu opinión acerca de Thornton Lacey. Tengo pocos ánimos para llevar a cabo grandes reformas, mientras no sepa si allí habrá un ama de casa algún día. Me parece que, en definitiva, le escribiré. Es cosa decidida que los Grant marchan para Bath; saldrán el lunes de Mans­field. Me alegro. No tengo humor suficiente para estar a gusto con nadie. Pero tu tía parece que se considera muy desafortunada por el hecho de que semejante información sobre las novedades de Mansfield salga de mi pluma en vez de la suya. Siempre tuyo, queridísima Fanny.»

––Nunca más... no, nunca, jamás, volveré a desear que me llegue una carta ––fue la secreta declaración de Fanny, cuando hubo leído ésta––. ¿qué pueden traerme, sino penas y desengaños? ¡Hasta después de Pascua! ¿Cómo voy a soportarlo? ¡Y tía Bertram, la pobre, hablando de mí a todas horas!

Fanny reprimió como pudo la tendencia de esos pensamientos, pero estuvo a medio minuto de dar pábulo a la idea de que sir Thomas era muy poco amable, tanto respecto de su tía como de ella misma. En cuanto al tema principal de la carta, nada contenía que pudiera calmar su irritación. Estaba casi exasperada en su disgusto e indignación con Edmund.

––Nada bueno puede salir de este aplazamiento ––decíase––. ¿Por qué no ha quedado ya resuelto? Él está ciego y nada conseguirá abrirle los ojos... no, nada podrá abrírselos, después que ha tenido tanto tiempo la verdad ante sí, completamente en vano. Se casará con ella, y será infeliz y desgraciado. «¡Con el cariño que me tiene Mary!» No puede ser más absurdo. Ella no quiere a nadie más que a sí misma y a su hermano. ¡Que sus amigas «la llevan extraviada hace años!» Lo más fácil es que ella las haya descaminado. Acaso todas han estado pervirtiéndose unas a otras; pero si es cierto que el entusias­mo de las otras por ella es mucho más fuerte que el de ella por las otras, tanto menos probable es que haya sido ella la perjudicada, excepto por las adula­ciones. «La única mujer del mundo en quien podría pensar con la intención de hacerla su esposa.» Lo creo firmemente. Es un cariño que le dominará toda la vida. Tanto si ella le acepta como si le rechaza, su corazón está unido a ella para, siempre. «Debo considerar que la pérdida de Mary significaría para mí la pérdida de Henry y de Fanny.» ¡Edmund, tú no me conoces! ¡Nunca emparentarán las dos familias, si no estableces tú el parentesco! ¡Oh!, escríbe­le, escríbele. Acaba de una vez. Pon término a esta incertidumbre. ¡Decídete, entrégate, condénate a ti mismo!

No obstante, tales sensaciones se acercaban demasiado al resentimiento para que guiaran por mucho tiempo los soliloquios de Fanny. Pronto estuvo más aplacada y triste. El tierno cariño de Edmund, sus expresiones amables, su trato confidencial, la impresionaban vivamente. Era demasiado bueno con todos. En resumen, se trataba de una carta que no la cambiaría por el mundo entero y cuyo valor nunca apreciaría bastante. En esto acabó la cosa.

Todos los aficionados a escribir cartas sin tener mucho que contar, grupo que comprende una gran parte del mundo femenino al menos, convendrán con lady Bertram en que estuvo de mala suerte en lo de que un capítulo tan importante de las actualidades de Mansfield, como la certeza del viaje de los Grant a Bath, se diera en un momento en que ella no podía aprovecharlo; y reconocerán que hubo de ser muy mortificante para ella ver que caía en la desagradecida pluma de su hijo, que lo trató con la mayor concisión posible al final de una extensa carta, en vez de serle reservado a ella, que hubiera llenado con ese tema casi una página de las suyas. Pues aunque lady Bertram brillaba bastante en el ramo epistolar, ya que desde los primeros tiempos de casada, a falta de otra ocupación y debido a la circunstancia de tener sir Thomas sus actividades en el Parlamento, se dedicó a cultivar y sostener una correspondencia con sus amistades, y había creado para su uso un respetable estilo amplificativo y copioso en lugares comunes, de modo que le bastaba un tema insignificante para desarrollarlo a placer..., sin embargo, le era indispensable tener algo sobre qué escribir, aun dirigiéndose a su sobrina; y estando tan cerca de perder el provechoso venero de los síntomas gotosos en el doctor Grant y de las visitas matinales de la señora Grant, fue muy duro para ella verse privada de uno de los últimos usos epistolares a que hubiese podido destinarles.

No obstante, se le preparaba una pingüe compensación. La hora de la suerte llegó para lady Bertram. A los pocos días de recibir la carta de Ed­mund, Fanny tuvo una de su tía que empezaba así:

«Mi querida Fanny: Tomo la pluma para comunicarte una noticia muy alarmante, que no dudo habrá de causarte gran pesar.»

Esto era mucho mejor que tomar la pluma para enterarla de todos los detalles del proyectado viaje de los Grant, pues la presente información era de una naturaleza que prometía a su misma pluma ocupación para muchos días en lo sucesivo, ya que se trataba, nada menos, de que su hijo mayor se hallaba gravemente enfermo, de lo cual habían tenido noticias por un propio pocas horas antes.

Tom había salido de Londres, con un grupo de jóvenes, para Newmarket, donde un amago desatendido y unos excesos en la bebida le habían produ­cido fiebre; y cuando los demás se fueron, no pudiendo él seguirles, lo dejaron en casa de uno de aquellos jóvenes, abandonado a las delicias de la enfermedad y la soledad, sin más asistencia que la de los criados. En vez de sentirse pronto mejor, lo suficiente para seguir a sus amigos, se agravó consi­derablemente; y no pasaron muchos días sin que se diera cuenta de que estaba tan enfermo, que creyó oportuno, lo mismo que su médico, mandar aviso a Mansfield. Y lady Bertram, después de relatar el caso en substancia, ob­servaba:

«Esta angustiosa noticia, como supondrás, nos ha afectado en extremo, y no podemos evitar que nos invada una gran alarma y aprensión respecto del pobre enfermo, cuyo estado teme mi esposo que sea muy critico. Edmund se ha brindado amablemente para ir a cuidar a su hermano; pero con satisfac­ción puedo añadir que tu tío no me dejará en esta triste ocasión, lo que sería una prueba demasiado dura para mí. A Edmund le echaremos mucho de menos en nuestro reducido círculo; pero espero y confio que encontrará al pobre enfermo en un estado menos alarmante de lo que se ha temido, y que podrá traerle en breve a Mansfield, cosa que sir Thomas cree debería hacerse, pues considera que sería lo mejor por todos los conceptos; y yo me hago la ilusión de que el pobrecillo paciente estará pronto en condiciones de sopor­tar el traslado sin mucho inconveniente ni perjuicio. Y como no puedo dudar de que unes tu sentimiento al nuestro, querida Fanny, en esta triste circunstancia, volveré a escribirte muy pronto.»

El sentimiento de Fanny en tal ocasión era, desde luego, más profundo y genuino que el estilo literario de su tía. Por todos sentía verdadero pesar. Tom enfermo de gravedad, Edmund ausente para cuidarle y el reducido y triste círculo familiar de Mansfield, eran preocupaciones que desplazaban a todas las demás, o a casi todas. Sólo un pequeño resto de egoísmo pudo hallar en sí, nada más que para preguntarse si Edmund habría escrito a miss Craw­ford antes de que se le presentara aquel imperativo del deber; pero en ella no podía durar sentimiento alguno que no fuese puramente solidario y desinteresadamente ansioso ante la mala nueva. Su tía no se olvidó de ella: le escribió una y otra vez. En Mansfield se recibían frecuentes partes de Ed­mund, y esos partes se transmitían regularmente a Fanny, a través del mismo estilo difuso y la misma mezcla de suposiciones, esperanzas y temores, persi­guiéndose y engendrándose unos a otros al azar. Era como si jugara a tener miedo. Los sufrimientos que lady Bertram no «veía» ejercían escaso dominio sobre su fantasía; y escribía muy cómodamente sobre inquietudes, ansiedades y pobres enfermos, hasta que Tom fue efectivamente trasladado a Mansfield y pudo ella, por sus propios ojos, contemplar lo alterado de su aspecto. Entonces, una carta que previamente había empezado para Fanny, fue termi­nada a través de un estilo muy distinto... de un lenguaje en el que había auténtico sentimiento y alarma; entonces, se expresó por escrito como lo hubiera hecho de palabra.

«Acaba de llegar, querida Fanny, y lo han subido arriba; he quedado tan apabullada al verle, que no sé qué hacer. Estoy segura de que ha llegado muy grave. ¡Pobre Tom! Me da mucha pena, y estoy muy asustada, lo mismo que su padre. ¡Cuánto me gustaría que estuvieras aquí para consolarme! Pero tu tío espera que mañana se encontrará mejor y dice que no debemos olvidar la fatiga que le habrá causado el viaje.»

La auténtica solicitud que ahora había despertado en su pecho maternal, no se desvaneció enseguida. La extremada impaciencia de Tom por ser trasladado a Mansfield y gozar los consuelos del hogar y la familia, de los que tan poco se acordara mientras no le faltó la salud, sin duda influyó en que se le llevara allí prematuramente, ya que volvió a un estado febril y más alarman­te que nunca por espacio de una semana. Todos se asustaron muy de veras. Lady Bertram escribía sus cotidianos temores a su sobrina, de la que podía ahora decirse que vivía de cartas, y pasaba todo el tiempo entre la angustia que le producía la recibida hoy y la espera de la que habría de llegarle mañana. Sin que le tuviera un particular afecto a su primo mayor, su tierno corazón la llevaba a sentir que no podía prescindir de él; y la pureza de sus principios agudizaban su compasión al considerar cuán poco útil, cuán poco abnegada había sido (al parecer) su vida.

Susan fue su única compañera y confidente en ésta, como en la mayoría de las ocasiones. Susan estaba siempre dispuesta a escuchar y a simpatizar. Nadie más podía interesarse por un infortunio tan remoto como el de un enfermo en una familia residente a más de cien millas de distancia... Nadie, ni siquiera la señora Price, que se limitaba a hacer preguntas si veía a su hija con una carta en la mano, o la tranquila observación, de cuando en cuando:

––Mi pobre hermana debe de estar muy atribulada.

Con una separación de tantos años y situadas, respectivamente, en un plano tan distinto, los lazos de la sangre se habían convertido en poco más que nada. El mutuo afecto, en su origen tan reposado como el temperamento de una y otra, no era ya más que un simple nombre. La señora Price hacía tanto por lady Bertram como lady Beitiam hubiera hecho por la señora Price. Hubiesen podido desaparecer tres o cuatro de los Price, lo mismo algunos que todos, excepto Fanny y William, y lady Bertram no se hubiera preocu­pado mucho por eso; o tal vez hubiera escuchado de labios de su hermana Norris la gazmoñería de que había sido una gran suerte y una bendición para su pobre hermana Price tener una familia tan bien dotada para pasar a mejor vida.

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