Mansfield Park - Jane Austen

By tmsmiley

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Fanny Price es una niña todavía cuando sus tíos la acogen en su mansión de Mansfield Park, rescatándola de un... More

Capítulo I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO XXV
CAPÍTULO XXVI
CAPÍTULO XXVII
CAPÍTULO XXIX
CAPÍTULO XXX
CAPÍTULO XXXII
CAPÍTULO XXXIII
CAPÍTULO XXXIV
CAPÍTULO XXXV
CAPÍTULO XXXVI
CAPÍTULO XXXVII
CAPÍTULO XXXVIII
CAPÍTULO XXXIX
CAPÍTULO XL
CAPÍTULO XLI
CAPÍTULO XLIII
CAPÍTULO XLIV
CAPÍTULO XLV
CAPÍTULO XLVI
CAPÍTULO XLVII
CAPÍTULO XLVIII

CAPÍTULO XXXI

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By tmsmiley

Henry Crawford estaba de nuevo en Mansfield a la mañana siguiente y a una hora más temprana de lo que es propio en las visitas normales. Las damas de la casa se hallaban ambas en el comedor de los desayunos y, afortunada­mente para él, lady Bertram estaba a punto de salir. La encontró casi en la puerta, y como ella no estuviera en modo alguno dispuesta a molestarse en vano, acabó de salir después de recibirle cortésmente, pronunciar una breve frase relativa a que la esperaban y ordenar un «pasen aviso a sir Thomas», a un sirviente.

Henry se alegró muchísimo de que se fuera, se inclinó y esperó a que hubiera desaparecido; a continuación, sin perder un momento, se volvió hacia Fanny y, sacando unas cartas, dijo con alegre expresión:

––No tengo más remedio que quedarle eternamente agradecido a quien sea que me brinde tal oportunidad de verla a usted a solas. Lo deseaba más de lo que puede usted llegar a imaginar. Sabiendo, como yo sé, cuáles son sus sentimientos de hermana, apenas hubiese podido tolerar que nadie más en la casa compartiese con usted el primer conocimiento de las noticias que le traigo. Es un hecho. Su hermano es ya teniente. Me cabe la inmensa satisfacción de felicitarla por el ascenso de su hermano. Aquí están las cartas que lo anuncian, llegadas hace un momento. Acaso le guste a usted leerlas.

Fanny quedó sin habla, pero a él no le hacía falta que hablase. Ver la expresión de sus ojos, la trasmutación de su semblante, su creciente emoción, su mezcla de perplejidad, confusión y dicha, era suficiente. Ella tomó las cartas que él le ofrecía. La primera era del almirante, informando en pocas palabras a su sobrino de que había logrado su objetivo: el ascenso del joven Price; e incluyendo otras dos cartas, una del secretario del Primer Lord a un amigo, a quien el almirante había encargado la gestión del asunto, y la otra, de dicho amigo para él, donde quedaba de manifiesto que el Primer Lord había tenido nada menos que un gran placer en atender la recomendación de sir Charles; que sir Charles estaba muy encantado de haber tenido ocasión de demostrar al almirante Crawford la gran consideración en que le tenía, y que el cometido desempeñado por Mr. William Price como segundo tenien­te en la corbeta de Su Majestad «Thrush» había llenado de satisfacción a un extenso círculo de gente importante.

Mientras sus manos temblaban al sostener estas cartas, corrían sus ojos de una a la otra y se henchía su alma de emoción, Crawford prosiguió así, para expresar su interés por el acontecimiento con sincero entusiasmo:

––No voy a hablarle de mi propia dicha, aun siendo tan grande, porque sólo pienso en la que usted debe sentir. En comparación con usted, ¿quién tiene derecho a sentirse feliz? Casi he llegado a reprocharme la prioridad en conocer lo que hubiera debido saber usted antes que nadie. Sin embargo, no he perdido un momento. Esta mañana llegó tarde el correo; pero después no ha existido otro momento de retraso. No intentaré describirle lo impaciente, lo ansioso, lo frenético que me tuvo este asunto... ¡la tremenda mortificación, el cruel desencanto que sufrí al no poder dejarlo resuelto durante mi estancia en Londres! Allí aguardé día tras día con la esperanza de conseguirlo, pues nada más querido que lograr este objetivo podía retenerme en la capital. Pero, aunque mi tío compartió mi anhelo con todo el afecto e interés que yo hubiera deseado, y se aprestó a ayudarme inmediatamente, surgieron dificultades motivadas por la ausencia de un amigo y los compromisos de otro, y al fin me sentí incapaz de seguir aguardando hasta que se resolvieran; y sabiendo que dejaba el asunto en tan buenas manos, el lunes partí, confian­do que no pasarían muchos correos sin que me siguieran unas cartas como éstas. Mi tío, que es la mejor persona del mundo, se ha preocupado, como yo sabía que no podía dejar de hacerlo habiendo conocido a su hermano. Estaba encantado con él. Ayer no me hubiera permitido decirle lo encantado que quedó el almirante, ni repetirle la mitad siquiera de lo que dijo en su alabanza. Preferí aplazarlo hasta que se demostrara que sus elogios eran los de un amigo, como ahora queda demostrado. Ahora puedo decir que ni siquiera yo podía aspirar a que William Price despertara un mayor interés, o que se viera acompañado de mejores deseos ni altas recomendaciones que las que le ha otorgado mi tío con toda espontaneidad, después de la tarde que pasaron juntos.

––Entonces... ¿todo esto ha sido obra de usted? ––exclamó Fanny––. ¡Dios mío! ¡Qué amable, qué amabilísimo! En realidad usted... ¿fue porque usted lo deseó? Ruego que me perdone, pero estoy aturdida. ¿De modo que el almirante Crawford lo solicitó? ¿Cómo pudo ser...? Estoy perpleja.

Henry tuvo la gran satisfacción de hacérselo más inteligible, partiendo de un punto anterior y deteniéndose muy especialmente en lo que él había hecho. Su último viaje a Londres lo había efectuado con el solo objeto de presentar a su hermano en Hill Street, y convencer a su tío para que se valiera de toda la influencia que pudiera tener para conseguir el ascenso. Este había sido su negocio. No lo había comunicado a nadie; no había susurrado a nadie una sílaba sobre el particular, ni siquiera a Mary; mientras no tuvo el éxito asegurado, no quiso que nadie compartiera sus sentimientos. Pero éste había sido su negocio. Y hablaba con tal vehemencia de lo intenso que había sido su afán, y empleaba unas expresiones tan arrebatadas, abundando tanto en el más profundo interés, en el doble motivo, en los propósitos y anhelos que no cabía expresar, que Fanny no hubiese podido mostrarse insensible ante aquella riada, de haberse hallado en condiciones de prestar atención; pero su corazón estaba tan colmado y sus sentidos tan pasmados aún, que no llegaba a enterarse más que de un modo imperfecto de cuanto le decía, incluso cuando se refería a William, y decía tan sólo, cuando Henry hacía una pausa:

––¡Qué amable, qué amabilísimo! ¡Oh, Mr. Crawford, le quedamos eter­namente agradecidos! ¡Mi William, mi queridísimo William!

De pronto, se puso en pie de un salto y corrió hacia la puerta, exclamando:

––Voy al encuentro de mi tío. Mi tío debe saberlo cuanto antes.

Pero esto Henry no pudo permitirlo. La ocasión era demasiado propicia, y sus ansias demasiado impacientes. Fue tras ella inmediatamente. «No debía irse, tenía que concederle cinco minutos más.» Y la tomó de la mano, y la condujo de nuevo a su asiento, y ya estaba a la mitad de la subsiguiente explicación cuando ella se dio cuenta de por qué la había retenido, sin que hasta aquel momento lo hubieraa sospechado siquiera. No obstante, al com­prenderlo y ver que Henry pretendía hacerle creer que ella había despertado en su corazón unas sensaciones que hasta entonces no había conocido, y que cuanto había hecho por William había que relacionarlo con su enorme e incomparable devoción por ella, se sintió en extremo disgustada y, por unos instantes, incapaz de hablar. Lo consideró todo como tontería, como simple frivolidad y galanteo, con el único propósito de hallar un pasatiempo tempo­ral; no pudo menos de sentirse incorrecta e indignamente tratada, de un modo que no merecía; pero él y esta forma de proceder venían a ser una misma cosa, formando una sola pieza con lo que antes había tenido ella ocasión de ver; y ahora se abstendría de mostrarle ni la mitad del disgusto que sentía, porque por otra parte le debía una gratitud que ninguna falta de delicadeza podía convertir en bagatela. Mientras el corazón le saltaba aún de alegría y reconocimiento por lo de William, no podía acusar un grave resentimiento por nada que tan sólo a ella la injuriase; y después de haber retirado por dos veces la mano, y por dos veces intentado en vano apartarse de él, púsose en pie y dijo, con gran agitación:

––No siga, Mr. Crawford, por favor. Le ruego que no continúe. Este modo
de hablarme es muy desagradable para mí. Debo irme. No puedo soportarlo.
Pero él seguía hablando, describiendo su afecto, solicitando una corres­pondencia y, finalmente, con palabras tan claras que no podían tener más que un significado hasta para ella, le ofreció su persona, su nombre, su fortuna... todo, en fin; y aunque seguía sin poder suponer que hablara en serio, apenas podía resistirlo. Él le exigía una contestación.

––¡No, no, no! ––exclamó ella, ocultando el rostro––. Todo esto es absurdo. No me torture. No puedo escucharle más. Su amabilidad en el caso de William me obliga con usted más de lo que cabe expresar con palabras; pero no quiero, no puedo soportar, no debo escuchar esas... No, no; no piense en mí. Aunque ya sé que no piensa en mí en realidad. Sé muy bien que no hay nada de esto.

Acababa de soltarse de él y, en aquel preciso instante, se oyó la voz de sir Thomas hablando a un criado camino de la habitación donde se encontra­ban. No había tiempo para más argumentos o más súplicas, aunque fuese una cruel necesidad separarse de ella en el momento en que, para el espíritu confiado y presuntuoso de Henry, parecía ser tan sólo la modestia lo que se oponía en el camino de la felicidad perseguida. Fanny salió precipitadamente por una puerta opuesta a aquella por donde iba a entrar sir Thomas; y estaba ya paseándose arriba y abajo de su cuarto del este en medio de la mayor confusión de sentimientos encontrados, antes de que sir Thomas hubiera terminado sus cortesías y excusas, o de que empezara a enterarse de las gratas nuevas que su visitante venía a comunicarle.

Fanny estaba emocionada, preocupada, temblorosa por todo; agitada, feliz, angustiada, profundamente agradecida, sumamente irritada. ¡Era algo increí­ble! ¡Él se había portado de un modo imperdonable, incomprensible! Pero eran tales sus hábitos, que no podía hacer nada sin mezclar un poco de maldad. Previamente la había hecho la más feliz de las criaturas humanas, y ahora la insultaba... No sabía qué pensar, cómo enjuiciarlo, cómo conside­rarlo. Hubiera preferido que no hablase en serio; y, sin embargo, ¿qué podía excusar la utilización de tales palabras y ofrecimientos, si era sólo con el propósito de burlarse?

Pero William era teniente. Esto era un hecho sin lugar a dudas, y sin posible engaño. Fanny se proponía recordar, en adelante, sólo esto y olvidar todo lo demás. Era de creer que Mr. Crawford no volvería a hablarle de aquel modo; y en tal caso... ¡cómo le apreciaría por su bondad con William!

Fanny decidió no alejarse de su cuarto del este hasta más allá de la meseta de la escalera principal, en tanto no estuviera segura de que Mr. Crawford había abandonado la casa; pero en cuanto estuvo convencida de que había salido, bajó con impaciencia para ir al encuentro de su tío y gozar de la alegría que éste sintiera tanto como de la propia, así como de sus informes o conjeturas respecto del probable destino de William. Sir Thomas estaba tan contento como ella pudiera desear, y muy amable y comunicativo; y sostuvo con él una conversación tan agradable acerca de su hermano, que llegó a sentirse como si nada hubiera ocurrido ofensivo para ella, hasta que se enteró, hacia el final, de que Mr. Crawford se había comprometido a volver para comer con ellos aquel mismo día. Era esta una noticia sumamente desagra­dable, pues aunque tal vez él no pensaría para nada en lo ocurrido, para ella sería muy penoso verle de nuevo tan pronto.

Procuró resignarse lo mejor que pudo. Al acercarse la hora de la comida se esforzó mucho en sentir y mostrarse como de costumbre; pero le resultó totalmente imposible no aparecer más tímida y agobiada cuando el invitado entró en la habitación. Nunca hubiera supuesto que el mismo día de tener conocimiento del ascenso de William concurrieran unas circunstancias capa­ces de producirle tantas impresiones desagradables.

Mr. Crawford no solamente estaba en la habitación: pronto estuvo junto a ella. Tenía que entregarle un billetito de parte de su hermana. Fanny no tuvo el valor de mirarle, pero en su voz no había reticencia alusiva a su reciente desatino. Ella desdobló el papel, contenta de poder hacer algo, y con la satisfacción, al ponerse a leer, de notar que el tráfago de tía Norris, que también comía allí, le servía un poco de pantalla y así pasaba más inadvertida.

«Mi querida Fanny..., pues ahora podré llamarla siempre así, para inmenso alivio de una lengua que ha estado tropezando con el miss Price durante, al menos, las seis últimas semanas: no puedo dejar partir a mi hermano sin enviarle unas líneas para hacerle extensiva mi felicitación y darle, con el mayor júbilo, mi consentimiento y aprobación. Adelante, mi querida Fanny, y sin miedo; no puede haber inconvenientes dignos de mención. Me he permitido suponer que la seguridad de mi consentimiento representará algo; así es que puede dedicarle esta tarde sus más dulces sonrisas, y devolvérmelo más feliz incluso de lo que se fue.

Suya afectísima,

M.C.»

No eran éstas expresiones que pudieran hacer a Fanny ningún bien; pues aunque leyó la nota con demasiada precipitación y aturdimiento para formar un claro juicio de lo que Mary quería decir, era evidente que se proponía cumplimentarla por la inclinación de su hermano, y hasta aparentar que creía formal la tal inclinación. Fanny no sabía qué hacer ni qué pensar. Había desdicha en la idea de que fuese formal; era algo que la llenaba de confusión e inquietud en todo caso. Se sentía mortificada cada vez que le hablaba Mr. Crawford, y le hablaba demasiado a menudo; y temía que en la voz y en el gesto de Henry al dirigirse a ella hubiese un algo muy distinto de cuando se dirigía a los demás. Para ella no hubo tranquilidad durante la comida de aquel día... Apenas probó nada; y cuando sir Thomas, de buen talante, observó que la alegría le quitaba el apetito, fue tal su vergüenza que hubiera querido hundirse bajo tierra, por temor a la interpretación de Mr. Crawford; pues aunque nada hubiese podido inducirla a volver sus ojos hacia la derecha, donde se sentaba Henry, notó que los de él se volvían inmediatamente para mirarla.

Fanny estuvo más callada que nunca. Apenas intervino en la conversación, ni siquiera cuando era William el tema de la misma, pues su nombramiento procedía también del lado derecho, y resultaba angustiosa esta relación.

Le pareció que lady Bertram tardaba más que nunca en abandonar la mesa, y empezaba a desesperar de que llegara el fin de aquella situación cuando, por fin, se trasladaron a la salita y formaron las señoras grupo aparte. Entonces tuvo ocasión de pensar libremente, mientras sus tías agotaban el tema del ascenso de William, comentándolo a su manera.

Tía Norris parecía acusar tanta satisfacción por el ahorro que ello supon­dría para sir Thomas, como por cualquier otro aspecto del caso. Ahora, William estaría en condiciones de mantenerse, lo que representaría una gran ventaja para su tío, pues no se sabía lo que había llegado a costarle; y, desde luego, también sería un alivio para ella, en cuanto a obsequios. Estaba muy contenta de haber dado a William lo que le dio al partir. Muy contenta, por supuesto, de haberlo podido hacer, sin sacrificio de orden material, precisa­mente en aquella ocasión... de haber podido darle algo de alguna importan­cia (esto es, para ella, teniendo en cuenta la limitación de sus medios), porque ahora todo podría serle de utilidad, ayudándole a equipar su camarote. Bien sabía ella que el muchacho tendría que hacer algún gasto, que muchas cosas las tendría que comprar... aunque seguramente sus padres le orientarían de modo que pudiera conseguirlo todo muy barato; pero ella estaba muy con­tenta de haber aportado su óbolo para aquel fin...

––Me alegro de que le dieras algo importante ––dijo lady Bertram, con la calma menos sospechosa––, pues yo sólo le di diez libras.

––¡Vaya! ––exclamó tía Norris, enrojeciendo––. A fe que se habrá marchado con los bolsillos bien forrados... ¡y sin costarle nada el viaje hasta Londres!

––Thomas me dijo que diez libras eran suficientes.

Tía Norris, no sintiéndose en absoluto inclinada a discutir la suficiencia de esa cantidad, optó por desarrollar el tema partiendo de otro punto.

––Es asombroso ––dijo–– lo mucho que cuestan los jóvenes a aquéllos que les quieren..., ¡lo que cuesta educarlos y darles un camino! Poco se imaginan ellos lo que representa, lo que sus padres o sus tíos y tías tienen que gastar por ellos en el transcurso de un año. Mira, ahí tienes a los hijos de nuestra hermana: me atrevo a decir que nadie creería lo que todos ellos, en conjunto, cuestan al año a sir Thomas, para no hablar de lo que yo hago por ellos.

––Es muy cierto, hermana, lo que dices. Pero... ¡pobres criaturas!, ellos no pueden remediarlo; y tú sabes que eso significa muy poco para sir Thomas.

Fanny: espero que William no se olvide de mi chal si va a las Indias Orientales; y también le encargaré algo más que valga la pena tener. Me gustaría que fuese a las Indias Orientales; así podría traerme el chal. Me parece que tendré dos chales, Fanny.

Fanny, entretanto, hablando sólo cuando no podía evitarlo, trataba ansio­samente de averiguar lo que Mr. Crawford y su hermana se proponían. Todo lo del mundo inducía a creer que no eran sinceros, excepto sus palabras y modo de proceder. Cuanto pudiera considerarse natural, probable, razona­ble, estaba en contra: así todos los hábitos y opiniones generales de los dos hermanos, como los pocos merecimientos de ella misma. ¿Cómo podía ella provocar un sentimiento formal en un hombre que había conocido a tantas, tenido la admiración de tantas, y flirteado con tantas, infinitamente superiores a ella; que parecía tan poco propenso a dejarse impresionar seriamente, hasta cuando alguien penaba por él; que se había mostrado tan ligero, indiferente e insaciable en este aspecto; que lo era todo para todos, y parecía no encontrar a nadie indispensable para él? Y además, cómo era posible suponer que su hermana, con todas sus elevadas y mundanas ideas sobre el matrimonio, iba a favorecer algo que tuviera un sentido formal por aquél lado? Nada podía ser menos natural, tanto en el uno como en la otra. Fanny se avergonzó de haberlo puesto en duda siquiera. Cualquier cosa era posible imaginar antes que una inclinación sincera, o la aprobación de la misma, hacia ella. De esto estaba plenamente convencida antes de que sir Thomas y Mr. Crawford se reunieran con ellas. La dificultad estuvo en mantener tal convicción de un modo tan absoluto una vez Henry se hubo instalado allí; ya que por una o dos veces fijó en ella una mirada, como involuntariamente, que no supo clasificar entre las de significado comente. En otro hombre cualquiera, al menos, ella hubiera dicho que significaba algo muy serio, muy concreto. No obstante, siguió tratando de creer que no pasaba de lo que él había expresado a menudo a sus primas y a otras cincuenta mujeres.

Pensó que él deseaba hablarle sin que le oyeran los demás. Se imaginó que lo estaba intentando, a intervalos, durante toda la velada, siempre que sir Thomas salía de la habitación con tía Noms, y puso mucho cuidado en evitar toda ocasión.

––Por fin ––para la inquietud de Fanny resultó un por fin, aunque no era demasiado tarde–– empezó él a hablar de marcharse; pero el consuelo de aquella decisión quedó anulado al volverse acto seguido Henry hacia ella para decirle:

––¿No tiene que enviarle usted nada a Mary? ¿No hay contestación a sus líneas? Quedará defraudada si no recibe nada de usted. Por favor, escríbale, aunque sea una sola línea.

––¡Oh, sí, claro! ––exclamó Fanny, levantándose apresuradamente, con el apresuramiento del agobio y de las ganas de escabullirse––. Le escribiré en­seguida.

Se dirigió, por tanto, a la mesa donde solía escribir por cuenta de su tía y preparó el material, sin saber ni remotamente qué iba a decir. Había leído la esquela de Mary una sola vez; y dar contestación a algo tan imperfectamente comprendido constituía un verdadero apuro. Nada práctica en esa clase de correspondencia a través de billetes, si le hubiera quedado tiempo para detenerse en escrúpulos y temores respecto del estilo, los hubiera sentido en abundancia; pero era preciso escribir algo en el acto, y con un solo propósito decidido (el de no dar la impresión que meditaba algo realmente intencio­nado), escribió lo que sigue con mano temblorosa, reflejo de la inquietud de su espíritu:

«Le quedo muy agradecida, mi querida miss Crawford, por su amable felicitación, en cuanto se relaciona con mi queridísimo William. El resto de su nota, bien lo sé, no significa nada; de todos modos, soy yo tan inferior para una cosa de esas, que espero querrá excusarme si le pido que no haga más caso del asunto. Conozco demasiado a su hermano para no comprender sus prácticas; si él me comprendiera tan bien a mí, seguramente que se portaría de otro modo. No sé lo que escribo, pero me haría usted un gran favor si no volviera a mencionar jamás este particular. Con gracias por haberme honrado con sus líneas, quedo, querida miss Crawford», etc., etc.

El final apenas era inteligible, debido a su creciente pavor, pues notó que Mr. Crawford, so pretexto de recoger la nota, se aproximaba a ella.

––No vaya a creer que vengo a darle prisa ––dijo en voz baja, apreciando el pasmoso azoramiento con que ella puso fin al escrito––, no vaya a suponer que fuera éste mi propósito. No se apresure, se lo ruego.

––No, gracias. Ya he terminado, ahora mismo... al momento estará listo... le quedaré muy agradecida... si tiene la bondad de entregar esto a Mary.

Fanny sostenía el billete, y él tuvo que tomarlo; y como ella se dirigió inmediatamente, y desviando la mirada, a la chimenea para reunirse con los demás, él no tuvo más remedio que marcharse sin aguardar otro momento.

Fanny pensó que nunca había conocido un día tan lleno de impresiones, lo mismo de inquietud que de satisfacción; pero, afortunadamente, la satis­facción no era de las que mueren con el día, pues todos los días se renovaría el conocimiento del ascenso de William, mientras que la inquietud, así lo esperaba, no volvería ya. No le cabía la menor duda de que su billete les parecería excesivamente mal escrito, que su lenguaje avergonzaría a un pár­vulo, pues la zozobra no le había permitido arreglarlo; pero al menos les convencería a los dos de que no la engañaban ni la complacían las atenciones de Mr. Crawford.

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