Cuando vi los ojos azules de mi mejor amigo Max por primera vez, me quede muy impresionado. Es que nunca había visto a nadie con esos brillantes e intensos ojos, por eso causaron un gran impacto en mí, ya que todas las personas lo tenían negros. Esa particularidad tan hermosa fue la razón de mi sorpresa.
Mamá solía llevarme por las tardes a un parque del barrio muy cerca de mi casa. Ella no era la única, porque las demás mamás también llevaban a sus hijos al parque. El lugar se abarrotaba de muchísimos niños.
Éramos niños de diferentes edades, pero todos jugábamos y nos divertíamos juntos. El juego que los niños más grandes escogieron se llamaba "las escondidas", y lo único que se debía hacer, era esconderse para no ser encontrado por quien se encargaba de buscar. Al iniciarse el juego, me fui corriendo hacia el único escondite más seguro que pasó por mi mente. Me quedé mucho tiempo en aquel lugar mientras miraba como los demás eran encontrados. Había hecho un gran trabajo al escoger tan buen escondite entre las madres de familia, quienes conversaban sin darme importancia. Pocos minutos después descubrí que no era el único niño que se encontraba escondido en aquel lugar.
Sus ojos eran grandes, sus ojos eran intensos, eran azules...sobre todo eran diferentes a los demás. Eran hermosos. Ese pequeño niño de ojos azules me miró sorprendido. Debió haber pensado que su escondite no era solo suyo, pensé, porque se mantuvo mirándome sin decir nada. Después de ese encuentro de miradas sorprendidas, él dibujó una ancha sonrisa de complicidad en su rostro.
Esos ojos azules eran los que enamoraban cuando todas las niñas se empesaron a interesar abiertamente por los chicos durante la edad de la adolescencia. Muchas chicas se quedaban encantadas con Max por ese hermoso mar azulado en su atractivo rostro. Eran realmente fulminantes. Max sabía que era dueño de imanes que enamoraban chicas, por eso nunca desaprovechó ninguna oportunidad cuanto se trataba de una muy guapa, una a su medida, como solía decir.
— Odio mis ojos azules —me dijo un día.
— ¿Qué? Pensé que te alegraba tenerlos, ya sabes, para poder maravillar a las chicas... Es que les encanta.
—Si no los tuviera sería un estudiante común y corriente, de seguro, no hay duda.
—No, Max. Eres alto, tu cabello ondeado es hermoso, tu contextura es genial y... —de inmediato me interrumpí con un prolongado silencio.
Max se empezó a reír un poco descontrolado, tanto que me sentí apenado.
—Qué alivio —dijo— pensé que solo te gustaban mis ojos.
— ¡Ah! ¡Qué dices! No, nada de eso. Me refiero a que, bueno...tus ojos...
—Mis ojos...
—A las chicas les gustan tus ojos al igual que todo lo demás de ti. Siempre lo escucho de las chicas. Ellas suelen hablar de ti cuando el profesor sale del salón.
—Caramel, también te gustan mis ojos, ¿verdad?
—Sí, me gustan los ojos azules —respondí sin titubear pese a su insistente mirada—. A cualquiera del salón le hubiera gustado tener tus colores de ojos, y no los clásicos marrones oscuros que tenemos todos.
Max sabía cómo ponerme tenso. Después de mirarme por muchos minutos sin decirme nada, sonrió y se acercó a mí para susurrarme.
—A mí me gustan los ojos negros de Caramel.
Lo que me había dicho era verdad a pesar de no habérselo podido decir aquella vez. Desde la primera vez, yo también había caído encantado por sus ojos azules. A veces no podía mirarlos fijamente cuando él los clavaba en mí. Era normal, ya que después de todo, sus ojos azules mataban a cualquiera.
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