[4] Las memorias de Leprechau...

By CristionaSchumacher

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El día de Navidad del año 2007, un gran terremoto cambia la vida de los habitantes de Ciudad Central. Pero cu... More

Ficha y demás...
[EDITADO: 28-05-2015] Prólogo
[EDITADO: 25-12-2015] 1
[EDITADO: 25-12-2015] 2
[EDITADO: 28-05-2015] 3
[EDITADO: 28-05-2015] 4
[EDITADO: 28-05-2015] 5
[28-05-2015] 6
[06-06-2015] 7
[EDITADO: 05-09-2015] 9
[EDITADO: 05-09-2015] 10
[EDITADO: 05-09-2015] 11
[ACT: 24-09-2014] Aviso
[EDITADO: 05-09-2015] 12
[23/03/2015] Segundo aviso
[EDITADO: 05/09/2015] 13
[EDITADO: 05/09/21015] 14
[EDITADO: 05/09/2015] 15
[EDITADO: 05/09/2015] 16
[EDITADO: 05/09/2015] 17
[EDITADO: 05/09/2015] 18
[05/09/2015] 19
[19/09/2015] 20
[14/10/2015] 21
[EDITADO: 28/04/2016] 22
[EDITADO:28/04/2016] 23
[EDITADO: 28/04/2016] 24
[EDITADO: 28/04/2016] 25
[EDITADO: 28/04/2016] 26
[EDITADO: 28/04/2016] 27
¡Feliz navidad!
[EDITADO: 28/04/2016] 28
[09/02/2016) 29
[22/03/2016] Tercer aviso
ANUNCIO

[EDITADO: 05-09-2015] 8

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By CristionaSchumacher

8

   A las once salimos hacia la cafetería de la comisaria como hacía frío llevaba ropa de abrigo y una bufanda.

   La chica llegó poco después de que entráramos nosotros. Tenía el pelo negro y brillaba bajo el sol de una manera increíble. De cuerpo era delgada pero tenía curvas, mediría más o menos uno sesenta y cinco y se movía con gracia. Llevaba puesta una cazadora de esquiar, pantalones negros de snowboard y unas botas de nieve blancas con remaches negros. La muchacha levantó un brazo y Wolf hizo lo mismo, la vi sonreír.

Sus dientes eran blancos pero los tenía un poco mal alineados.

—Wolfgang ¿verdad?

—Sí, el mismo que viste y calza.

Le estrechó la mano cual marinero a Wolf, por poco se la parte en dos. De cerca era más guapa todavía, sus ojos eran azul claro y su nariz era perfecta, los labios finos y muy atractivos.

—¿Tomamos un café? —Le preguntó Wolf cual gentleman.

—Claro.

El acento de la chica me enamoró nada más oírlo.

—¿Hace cuanto que vives aquí? —Le sonsacó Wolf, no quería ir al grano.

—Llegué hace cuatro meses, encontré un trabajo de lo mío.

—¿Lo tuyo? —Preguntó Tom y ella le miró con una ceja levantada— ¡Huy! Perdón. Tom O'Hara.

—Marizza —sonrió—. Soy decoradora de interiores, ahora seguramente tendré más trabajo. Tendría que haber pensado y estudiado a dónde venía antes de emigrar.

—Es un buen consejo —comentó Wolf.

—Pero yo no lo seguí y de pronto me vi en Nochebuena durmiendo en la calle.

—¿Y lo dice una italiana? Vosotros tenéis el Vesubio.

—Soy de Milán y algún terremoto he vivido. Pero no eran ni la mitad de este.

¡Qué grata sorpresa! Una mujer de Milán agradable.

—¿En dónde os resguardasteis? —Le pregunté.

—El nueve nos cogió cuando regresábamos a Little Italy, el conductor del autobús abandonó el barco y un chico rubio nos gritó que fuéramos al refugio. Corrimos como pudimos, creo que estaba por ahí.

Señaló a dónde estaba el polideportivo, recordé la chica que lloraba y a la que calmé. Como estaba todo a oscuras no la pude ver con claridad pero sabía que era ella.

—Tú estabas en el refugio ¿verdad? —Le dijo a Tom.

—No, yo llegué hace tres meses.

—Yo si, soy Glenn.

—Es verdad, recuerdo que dormías contra la pared y el perro ¿que tal está?

—Muy bien.

Según ella no tenía ni zorra idea de lo que hacía su hermano en aquella casa, nos contó que se había ido de Milán por él ya que andaba con malas compañías, «cosas de drogas», expresó con una sonrisa mal disimulada.

—Resumiendo, no sabías que hacía tu hermano ahí ¿no?

—Exactamente, no tengo ni idea —miró el reloj—. Bueno, ha sido una velada agradable, tengo que ir al hospital a ver cómo está Seth, si queréis algo ya sabéis mi número.

—Claro, ciao bella.

Ciao —rió mientras se iba caminando.

Cuando la chica se fue, el móvil de Wolf sonó.

—Bueno chicos, nos tenemos que ir.

—Hasta luego.

A la cafetería entró el comisario, Jack McDonelli, un tipo tan alto como Getxa y tenía el pelo cano desde hacía varios años, tenía apariencia de haber sido boxeador pero nunca se lo había podido preguntar, nuestra relación sólo era laboral. Tenía cincuenta y nueve años, y era de Galway.

—¿Estáis bien? —nos preguntó cuando se acercó a la barra.

—Si, no se está mal aquí —sonreí y me levanté— Ahora vengo.

Cuando salí del baño mi móvil empezó a sonar y lo cogí al tercer toque. Era Clarice, con todo el lío del terremoto no había ido a mi cita de algo que me gusta llamar Mierda Química pero aquel día quería escaquearme de la sesión así que intenté inventarme alguna mentirijilla.

—... lo que pasa es que no estoy en la ciudad, estoy en Saitama —salí a fuera de la cafetería—. No quiero más de esa mierda y tú lo sabes.

Tras discutir varios minutos decidí que hiciera conmigo sus estúpidos experimentos. Pensé en mi familia, en Getxa y en la excusa que pondría el día siguiente cuando llegara a casa pálido como un muerto y vomitando hasta el agua que bebiera además de tiritar y tener casi cuarenta de fiebre. Siempre me ha hecho gracia eso de «el paciente decide», una mierda, a mi me obligaban y si me negaba me decían eso de «pues te morirás antes» pues tú también morirás algún día, gilipollas pero por aquella época no sabía porque me obligaba, ahora lo tengo más claro.

A la mañana siguiente bajé hasta la parada del autobús y cogí el temido L13 que a esas horas iba vacío, pagué el billete y senté el culo en una dura silla de plástico resbaladizo. Sólo una persona se subió en todo el trayecto, sus grandes ojeras le delataban.

Miré el contenido de la bandolera, bien, llevaba el MP4, unos grandes auriculares y una novela que hacía siglos que estaba ahí pero era incapaz de leerla. El bus paró en nuestra parada y nos bajamos. Entré por la puerta principal, giré hacia la derecha y sentí como se me aceleraba el corazón cuando entré a Consultas Externas. Pronto vi a Clarice y la saludé como es debido.

—¿Han parado ya de chillar los corderos, Clarice? —Chasqueé la lengua al más puro estilo Hannibal Lecter.

—No, creo que no.

Me abrazó y luego la acompañé a través de varias salas hasta llegar a la mía. Un hombre leía un periódico, un chico joven escuchaba música y una mujer echaba una cabezadita. Allí no se escuchaba ningún sonido, solo el de nuestras respiraciones.

Acomodé mis posaderas en la espuma del sillón y mi cuerpo cayó por su propio peso. Una enfermera me conectó las bolsas del suero de la muerte o mal llamado quimioterapia al Port A Cath que llevaba incrustado en la clavícula. No es molesto para nada pero saber que tengo eso me produce escalofríos sólo de pensarlo. Me acomodé mejor mientras la mujer me ponía el inocuo medicamento contra los vómitos que no me hacía prácticamente nada y luego la mujer puso las diversas bolsas, aquello parecía el arco iris y yo el duende de la caldera de oro, sólo que en este cuento el Leprechaun tenía cáncer.

Bob Marley sonaba acompañado de sus bongos y sonidos jamaicanos, me imaginé que estaba acostado en la playa con un coctel de frutas en la mano. Movía el pie derecho –el que tenía flojo– al son de la música y desde mi posición la puesta de sol era increíble. Las enfermeras no me dejaban quedarme dormido con tanto correteo.

En un momento determinado me quité los cascos y oí toser a una mujer que estaba a mi lado, tosía como un carretón con ese ruido sordo de pulmones destrozados por la enfermedad. Metí la mano en la bandolera que estaba en el suelo y saqué mis pastillas contra la tos, cogí una y levantando un poco la cortina se la di.

—Gracias —dijo entre toses— A ver si lo adivino, ¿garganta?

—No, pulmón.

—Pues ya somos dos, puto tabaco. Grace.

—Glenn, joder, el mismo tipo de cáncer, los dos con un nombre con ge. Si no tuviera un hermano gemelo pensaría que somos mellizos.

La mujer rió pero acabó con otro ataque de tos.

Estando allí acostado la cosa empezó a ponerse peligrosa, noté como me subía la fiebre y las nauseas eran mucho peores. Casi no me dio tiempo a coger una bolsa de papel, eso fue lo que me condenó a quedarme cinco o seis horas más tumbado en una cama de hospital echando las tripas cada dos por tres y medicado hasta los huevos.

Como dice la canción de Coldplay: viva la vida. Por lo menos tuvieron la decencia de ponerme en una habitación individual, pasadas tres horas estaba harto de los dolores, de las nauseas, de vomitar, de la fiebre... y del inocuo medicamento contra la indigestión.

Es un malestar que no se puede equiparar a nada, el que haya sufrido en sus carnes la Tortura Química sabrá de lo que hablo. Gracias a Dios a las nueve estaba casi recuperado, saqué el móvil y llamé a mi mejor amiga: Gladis, una guapa maquilladora que conocí cuando acudí en su ayuda para atrapar a su ex novio medio psicópata que la llamaba a las cinco de la mañana, la esperaba en su coche al más puro estilo de las películas de Hollywood y una vez le cortó el cable del teléfono y la luz.

Ella me hizo unas "cejas" usando mi propio pelo cuando me lo cortó. Se presentó en el hospital demasiado rápido, me acicaló la cara todo lo bien que pudo y hasta me echó unas gotas para los ojos. ¿Cómo me iba a presentar en casa con esas ojeras o la piel tan asquerosamente pálida?

—Seguro que soy el único que hace esto ¿no?

—No, alguna vez lo he hecho. ¿Estás mejor?

—Sí, ya me voy a casa. Odio estar aquí...

—Yo también odio los hospitales, el olor es horrible.

Gracias a Dios que yo no tengo el sentido del olfato pero la gente siempre se queja de lo "raro que huele" el hospital. Un tanto para Glenn O'Hara.

Me llevó en su vehículo hasta casa, tuvo que parar dos veces pero fueron falsas alarmas. Paró a la puerta y me miró.

—Muchas gracias, no sé qué haría sin ti —me giré y le di una palmada en el hombro.

—Ya sabes que me tienes para lo que quieras —dijo ruborizándose un poco.

Abrí la puerta y salí. Me volví.

—Nos vemos —sonreí.

—Adiós.

Saqué las llaves y al entrar escuché la voz de Getxa y la de Wolf.

—Yo sólo sé que no sé nada —oí decir a der Kaiser.

—Que filosófico —comentó Getxa con sorna.

El Vasco me miró.

—Menuda cara tienes —y añadió—: ¿Estás bien?

—Sí, de puta madre. Os dije que iba a tardar un poco.

Josh me miró de soslayo.

—¿Qué tal con tu novia?

—¿Qué? Yo no tengo de eso.

—¿Y esa tía? Menuda chica guapa te has echado —comentó levantando las cejas, divertido.

—Metete en tus asuntos...

Mi Sombra me miró, también con ese deje jovial.

—No, no tengo novia. ¿Tú tienes? —Le pregunté a Tom.

—No, claro que no. Ven a sentarte, estamos hablando de suicidios.

Me senté y Getxa me dio una carpeta con la ficha de los chicos de la casa. Abrí la primera.

Datos personales

Nombre Bernard Murphy

Edad 22

Nacionalidad Irlandesa

Causa de la muerte En investigación

Detalles

Fue encontrado sentado en una butaca en el salón por los agentes John MacDonald y Oscar Murphy, alertados por una llamada realizada a la comisaría central del Irish Port dónde una mujer se quejaba de un fuerte olor a podredumbre que procedía de la casa.

Pruebas en la escena

-Escopeta Benelli Vinci calibre 12/76

-2 casquillos de escopeta cerca del salón dónde se encontraba el cuerpo.

-Restos de un polvo identificado químicamente como cocaína.

El segundo chico de nombre Cyril y de apellido Connolly había muerto por un disparo de la misma escopeta mientras dormía plácidamente y el último de nombre Adrian pereció por un fuerte golpe en la cabeza: traumatismo craneal grave y hemorragia masiva.

—Según los vecinos, Bernard estaba loco. Acumulaba muchas armas y comida en un sótano porque pensaba que iba a llegar el fin del mundo —rió Wolf.

—Pues no iba mal encaminado el chico —comentó Getxa.

Era un claro caso de docefobia, o sea terror al supuesto fin del mundo. Una tontada como una catedral de grande.

No estoy en contra de los suicidas; si no hubiera yo no podría mantener mi trabajo pero hay que luchar con uñas y dientes antes de tomar esa fatal decisión. Yo soy más de sobrevivir, amo y saboreo la vida día a día sabiendo que moriré si o si.

Hay cinco fases cuando te dicen que te mueres y no puedes hacer nada para remediarlo. Primero es la negación; por la cabeza te rondan las típicas preguntas: ¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Luego se pasa a la ira, con comentarios a gritos como «te voy a matar, cabrón», «esto es culpa tuya por no saber hacer los diagnósticos» hasta le llegué a meterle una hostia a mano abierta al médico. Bastante risible, sí. Más tarde se pasa al pacto; esta es la más rara le llegué a ofrecer dos mil euros para que me pudiera salvar la vida pero claro, no quiso el dinero porque no podía hacer nada por mí. Es lo que tiene ser un enfermo terminal. La peor de todos es la depresión; sentirte que eres una carga para todos y querer hacer cosas malas a tu cuerpo. La mejor es la aceptación, al final te empiezas a hacer la idea y esos pensamientos negativos salen de tu cabeza y te encuentras en paz contigo sabiendo que te vas a morir y que nada te podrá salvar, recibas el tratamiento que recibas, ni milagros, ni yerbas raras. NADA. O sea que moriré —como todo el mundo— pero antes de tiempo. Soy lo que los sanos llaman un enfermo terminal. Cómo se dice en mi país, me quedan dos Guinness.

Aquella noche no pude dormir, así que me quedé en el salón y me encendí uno de mis pitillos de la risa. Después de la una de la madrugada Josh se me acopló, parecía que tampoco podía dormir.

Le pasé mi cigarrillo de marihuana terapéutica.

—Nunca había pensado que fumaras esto —me dijo alzando las cejas.

—Es medicinal —reí.

—Pues tienes que estar muriéndote.

Me miró y nos reímos, sus ojos tenían un tono rojizo que hacía juego con su pelo. Ya era el tercer pitillo que encendíamos aquella noche.

—Josh, tengo cáncer.

—¿Cáncer? —Rió— Tu sí que eres un cáncer ¡y de los gordos!

Miré el reloj, los números bailaban como locos y me concentré en el aparato que marcaba las tres de la madrugada. Mi cabeza empezó a girar.

—Me estoy mareando —dijo Josh riendo—. ¿O es un terremoto?

La mañana siguiente nos despertamos en el mismo suelo del salón, el pelirrojo del infierno dormía con la boca abierta al extremo y de las comisuras le colgaba un hilillo de saliva.

—Hostia puta, menuda fiesta habéis montado ayer ¡eh! Toda la casa huele a porro—comentó Tom enfadado.

—Déjame en paz, mamá.

—Si no te parecieras tanto a mí te pegaría una bofetada.

Abrió la ventana de salón mientras Ann preparaba una cafetera de café (sin cafeína), miré la hora: las doce del mediodía. Después de desayunar decidí enseñarle a Tom el centro de la ciudad, un paseíllo de casi quince kilómetros. En las ciudades uno siempre se queja de la mala educación de sus ciudadanos pero en Ciudad Central no existía esa falta, fui el primero en comprar el billete y el primero en embarcar.

No, después de tres meses no habían reconstruido el puente.

—Me encantan los barcos —comentó Tom abriendo sus fosas nasales—. Que sería de este mundo sin los mares y los océanos.

«Pues que nuestro primer trabajo no habría existido» Nuestro primer trabajo fue en la pescadería de mi padre y a veces salíamos a faenar con los pescadores. Por lo menos en la pescadería era el único que no decía "que mal huele aquí."

El barco nos dejó en la zona norte y tuvimos que andar un par de kilómetros hasta el mismo centro, adoraba pasear —en muletas o sin ellas— por las calles con todas las pantallas luminosas encendidas. Entramos a una cafetería, pedimos un zumo para el menda y un café para mi Sombra. La mujer, muy amable nos regaló un croissant de chocolate que estaba buenísimo.

Me fijé que aquella parte de la ciudad había sido bastante dañada por el nueve, vimos un edificio casi derruido a causa de un incendio, otros estaban siendo reparados y una cornisa yacía en el suelo rodeada por una cinta de los bomberos. Cuando pasábamos por la avenida principal escuchamos una detonación que sonó como un petardo, la poca gente que se encontraba en la calle se agachó pensando en una nueva réplica.

—¡Mierda! ¿Que ha sido eso? —Comentó Tom.

Un hombre de media edad cayó al suelo mientras se formaba un charco de sangre alrededor de su cabeza, tenía un ligero sobrepeso en la zona del estómago y debía de medir más de uno ochenta. Tenía los ojos en blanco y por la boca se escurría un hilillo de sangre.

—Es un tiroteo, al suelo —grité—. Vámonos.

Me concentré todo lo que pude y miré hacia los edificios colindantes, un reflejo en la muleta me reveló que había alguien en la azotea del edificio de enfrente, me moví hacia la derecha y sonó otra detonación. Otro individuo más obeso que el otro cayó desde una ventana golpeándose fuertemente contra el suelo, tanto que casi pude ver la materia gris de su cabeza esparcida por el asfalto.

—Apártense —grité a la gente que yacía de cuclillas.

Pensé en los típicos tiroteos americanos en los que un loco se pone a disparar al azar y se me pusieron los pelos como escarpias. La gente se escabulló por el callejón mientras que llamaba a la policía. Esta se presentó casi enseguida, primero vinieron dos coches patrulla y más tarde una furgoneta de los GEO, o sea el Grupo Especial de Operaciones.

—¿Estáis heridos? —Nos preguntó un hombre bastante corpulento.

—No —comentamos casi al unísono.

—¿Han visto algo raro?

—Creo que vi un reflejo en ese edificio —señalé al mismo.

—Vale. Una última pregunta ¿disparó a alguien más?

—No, a nadie.

Vi como entraban al edificio diez o veinte policías, a los veinte minutos salieron con algo en una bolsa de pruebas. Me iba a ir cuando el hombre habló:

—Esperad, tenemos que hablar.

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