Lo que todo gato quiere

By ingridvherrera

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Sinopsis: ¿Chicos guapos que se convierten en vampiros? Vamos, ¡eso ya paso de moda! Además, realmente, no cr... More

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Dedicatoria
Agradecimientos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Datos curiosos
Dónde comprar el libro
Fanart y obsequios multimedia
Fanart y obsequios II

Capítulo 9

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By ingridvherrera

Dios bendiga al chofer que no le cobró ni una sola libra a Sebastian y encima le abrió la puerta para que pudiera salir corriendo con Ginger en brazos.

Tenía miedo. Tenía muchísimo miedo. No entendía nada, no sabía lo que pasaba.

Ginger parecía muerta; su cabeza y brazos colgaban lánguidamente y todo su cuerpo temblaba como si estuviera teniendo una hipotermia aunque Sebastian sudaba litros.

Las puertas de cristal se abrieron automáticamente con un reconfortante susurro cuando él se acercó.

El olor era el prototípico de un hospital: desinfectante para pisos, alcohol y medicamentos.

El vestíbulo se encontraba totalmente vacío.

Sebastian miró frenéticamente alrededor y se dirigió  al cubículo en semicírculo de la recepción. Sobre el escritorio había una pila de papeles, una taza de café humeante y la computadora encendida con YouTube abierto, pero ni rastro de la recepcionista.

El teléfono comenzó a sonar y eso lo desesperó más.

—Maldición, ¿es que no hay nadie aquí? —gritó mirando hacia la cámara de seguridad y luego a Ginger, que cada vez se ponía más blanca y fría

—Ginger, aguanta, por favor —apretó la cabeza de Ginger contra su pecho. Notaba el temblor en su propia voz.

Corrió por un pasillo, gritando, suplicando ayuda de quien fuera, un conserje, la recepcionista, una enfermera, ¡quien fuera!

Se le empañaron los ojos, casi no veía por donde iba a causa de las lágrimas de frustración que se acumulaban sin derramarse.

De repente sintió que chocaba contra alguien y el golpe le ayudó para sacudirle los ojos.

—Oh, cuidado chico...—el hombre lo sujetó de los hombros y la sonrisa que lucía se desvaneció gradualmente al ver los desconsolados ojos de Sebastian.

—Por favor...—murmuró Sebastian mientras el hombre lo ayudaba a cargar a Ginger—,ayúdela.

Afortunadamente tenía pinta de ser médico; era joven y llevaba una impecable bata blanca con su apellido bordado del lado del corazón.

Ginger pasó del cálido círculo de los brazos de Sebastian a los del doctor quien la depositó en una camilla a un lado del pasillo.

Con aire profesional, el doctor la mantuvo sentada, con la cara apoyada contra su pecho mientras que, con un frío estetoscopio escuchaba los pulmones en la espalda de Ginger.

Sebastian tuvo que recargarse en la pared, ¿cómo es que los doctores conseguían tanta serenidad en un momento así cuando él estaba desmoronándose?

Le desesperaba ver la forma tan detenida de examinar sus signos sin llegar a ninguna conclusión, sin mediar con él una sola palabra acerca de lo que tenía.

Ginger no dejaba de temblar y por estar absorto en ella, Sebastian no escuchó la primera vez que el doctor le habló.

—Oye chico, te pregunté qué pasó.

Sebastian volvió en sí, aturdido y sacudió la cabeza.

—Estuvo bebiendo, pero...

—Por Dios, no hubieras dejado que se durmiera —le reprendió en tono impersonal mientras daba palmaditas en las mejillas de Ginger.

— ¿Por qué? ¿Qué tiene?

El médico vaciló antes de dar su diagnóstico.

—Me temo que es muy probable que haya entrado en estado de coma etílico, mantenla en esta posición para que no se ahogue con su vómito mientras yo voy por las enfermeras.

El tormento que causaba la palabra "coma" se arremolinó alrededor de Sebastian envolviéndolo en un mar de preocupación. Era como si le hubieran dado un puñetazo directo al estómago. El dolor que le causaba el nudo que atenazaba su garganta no tenía nombre.

En términos generales, sabía qué era un coma, pero a ciencia cierta desconocía su significado. Todo lo que sabía es que las personas que lo habían sufrido podían despertar o podían no hacerlo y todo lo que restaba era desconectarlas y dejarlas ir.

¿Por qué? ¿Por qué de todas las personas disponibles en el mundo para matar tenía que ser precisamente Ginger?

Si de cosas horribles que pensar se tratara, esa era una. Horrible, pero cierta.

Mantuvo a Ginger fuertemente abrazada contra la calidez de su cuerpo hasta que escuchó pasos apresurados a su espalda y el repiqueteo de un par de tacones.

—Dios mío ¡¡GINGER!!

Una mujer lo apartó de un inconsciente empujón y rodeó a Ginger con los brazos.

— ¿Qué te hicieron, preciosa?

La mujer levantó sus ojos verdes arrasados en lágrimas y cruzó la mirada con los de Sebastian qué también estaban enrojecidos e hinchados.

El parecido con Ginger era más de lo que él podía soportar.

Su madre era idéntica a ella.

Inmediatamente  acudió en tropel un pequeño ejército de enfermeras. El tiempo pareció transcurrir en cámara lenta mientras Sebastian observaba cómo metían las manos para subir el respaldo de la camilla, colocarle a Ginger una máscara de oxígeno e introducirle una espantosa aguja en el interior del codo que conectaba a una pequeña bolsa de suero, el cual colgaba de un soporte anexo a la camilla.

Inerte se la llevaron a una sala con un letrero de << Sala de emergencia >>

La madre de Ginger cerró la puerta justo en el momento en que Sebastian iba a entrar.

Todo era tan irreal.

Recargó la espalda contra la fría puerta de latón y dejó que su cuerpo se deslizara hasta quedar sentado en el suelo.

Por alguna extraña razón, comenzó a recordar los pocos momentos que había pasado con Ginger. Hace una semana ella le había cerrado la puerta del mismo modo en que se la cerró su madre. Hay mañas que se heredan.

En contra de su voluntad, la comisura de su labio se elevó en una triste sonrisa, acto seguido se llevó las manos a la cara apretándose los ojos para que no saliera ni una sola lágrima... pero ya se le había escapado una, descendiendo por su mejilla y rompiéndose contra el piso.

Sebastian estaba soñando. Y en su sueño, una luz al final del túnel bailaba de un lado a otro.

—Yujuuu...

Escuchó una voz masculina muy agradable retumbando con eco. ¿Quién le hablaba? ¿Dios?

—Tierra llamando a chico dormido en el piso. Repito, Tierra llamando a...

La luz se hizo más nítida cuando logró entreabrir los ojos y descubrir a un hombre hincado a su altura mientras le apuntaba a la cara una lamparita de médico, de esas para mirar en el interior de la nariz.

Sebastian se revolvió un poco haciendo una mueca de dolor al sentir los músculos protestar ¿Dónde diablos estaba?

Miró alrededor.

Más allá del hombrecillo frente a él, se extendía un pasillo azul celeste iluminado por la fluorescencia de las lámparas en el techo. Levantó la mirada:

<< Sala de emergencias >>

Su corazón se aplastó bajo el parpadeante letrero electrónico. Ginger, ¡tenía que saber desesperadamente cómo estaba Ginger! Tenía que saber si la volvería a ver una vez más o...

Se puso en pie de un impulso, ignorando totalmente sus propios malestares físicos y abrió las frías puertas metálicas sin que le importase que llegara seguridad y lo arrastrara fuera del hospital como un costal de papas.

Se internó en la habitación. Hacía un frío del infierno que le caló los huesos.

Recorrió la sala con la vista. El lugar estaba abarrotado con instrumental médico, tubos, jeringas, cables y monitores de todo tipo para comprobar signos vitales, a un lado de éstos, yacía una cama con las cortinas verdes ocultando a la persona tras de ellas.

Sebastian tuvo que masajearse el pecho con una mano para calmar sus latidos. A medida que se acercaba extendiendo la mano, sus pasos avanzaban más lentos, posponiendo la crudeza de lo que aguardaba  al otro lado de la barrera de tela. Tan cerca, y tan lejos.

Asió un extremo de cortina y lo apretó un momento para volverlo a soltar.

<< Dios, Buda, Mahoma, Madre Teresa de Calcuta o quién sea, dame fuerza >>

Tomó ambos extremos de la cortina y los corrió con determinación al tiempo que sus latidos ya no le permitieron esperar un momento más. Todo eso lo estaba matando. Y no pudo evitar quedarse desconcertado con lo que vio: nada.

No vio nada.

Las sábanas blancas de la camilla estaban pulcramente dobladas al pie del colchón el cual aún conservaba una leve depresión en el centro recordando la silueta de la última persona que la ocupó.

Sebastian tomó  la baranda de la cama con ambas manos mientras clavaba la mirada en el colchón.

En el centro de la almohada destelló un fino y largo cabello rojizo que serpenteaba en la mullida superficie.

—Gin...—susurró con un nudo estrujando sus cuerdas vocales.

El peso de una mano firme se posó sobre su derrotado hombro.

—Tú eres el que la trajo anoche ¿verdad?

Sebastian lo miró sobre su hombro con los ojos cargados de angustiantes preguntas.

Y lo reconoció. Era el padre de Ginger.

— ¿Dónde está? —preguntó haciendo acopio de todas sus fuerzas para no zarandearlo  del cuello de la camisa en un acto psicópata por saber respuestas.

—En un lugar mejor.

¿¡Qué!?

— ¿¡Qué!? —no pudo contenerse y lo agarró del cuello de la camisa como una pantera que atenaza a su presa.

Derek Vanderbilt se mostró sorprendido con la reacción del muchacho, pero acto seguido esbozó una sonrisa bonachona y posó sus manos en el agarre de Sebastian para que lo soltara. Las puntas de sus pies apenas tocaban el suelo.

—Vaya, ¡qué fuerza! Ahora me explico cómo es qué cargaste a la bestia de Ginger —se ensanchó su sonrisa.

Sebastian frunció el ceño tratando de encontrar una excusa para no partirle la cara al padre de Ginger. ¿Cómo podía hacer esos comentarios en una situación así?

Sebastian lo soltó de mala gana y entrecerró los ojos.

— ¿A qué se refiere con eso de "está en un lugar mejor"?

El hombre estudió el rostro de Sebastian un momento tratando de descifrar quién era él en la vida de su hija y por qué le importaba tanto. No es que la menospreciara, pero era muy consciente de que su Ginger nunca había tenido una vida social de la que hablar en la mesa.

—La habitación de arriba es mejor así que fue trasladada a...

Dejó que la frase flotara en el aire cuando Sebastian salió corriendo de la habitación en busca de Ginger.

Derek sonrió, negó con la cabeza y esperó.

Tres.

Dos.

Uno.

Sebastian asomó la cabeza por la puerta y visiblemente avergonzado preguntó:

—Amm... ¿Dónde queda exactamente esa habitación?

Una congestión alcohólica era lo que le sucedía a las personas que les patinaba el coco y tomaban como si fuera el último día de su vida. Provocaba vómitos, desorientación, mareo, falta de control en los músculos y, en los casos más extremos: un coma.

A Sebastian  casi le da un coma de felicidad cuando de la boca del padre de Ginger salieron las palabras más reconfortantes de todo el universo:

<< Despertó hace dos horas y lo primero que dijo fue "¿Dónde está mi gato?" >>

Tuvo que luchar para evitar que se le notaran las emociones que le cosquilleaban en el estómago. La felicidad no cabía en su cuerpo y la sonrisa no cabía en sus labios.

Sebastian estaba a punto de abrir la puerta cuando el picaporte giró desde el otro lado y él se quedó quieto en el momento en que la puerta se abrió y tras ella se alzaron un par de ojos verdes.

Pero no eran los ojos verdes que quería ver.

La madre de Ginger lo miró con recelo impidiéndole la entrada.

— ¿Podría pasar a...?

Ella levantó la barbilla en un gesto desafiante.

—Lo siento, está dormida.

—Déjalo entrar, Loren. Después de todo él fue quien la trajo.

Loren lanzó a su marido una mirada de reproche.

—Derek...

—Se la debes —y con eso último se hizo un momento de tenso silencio y Loren se apartó como quien no quiere la cosa dejando pasar a Sebastian.

No esperaba que lo dejaran a solas con Ginger, pero para su sorpresa así fue.

La habitación estaba en silencio salvo por las pulsaciones agudas que emitía el electrocardiograma y el ronroneo del aire acondicionado.

Sebastian caminó lentamente hasta estar frente a la cama donde yacía Ginger. Había recuperado algo de color en las mejillas pero se le seguían transparentando las venas, trazándole un intrincado mapa en la piel.

La máscara de oxígeno se empañaba cada vez que espiraba. Eso era todo lo que le reconfortaba a él, que respirara.

Sebastian sonrió y de repente, se quedó inmóvil cuando Ginger pestañeó y lo miró.

Se quedaron mucho tiempo así, solo parpadeando, mirándose el uno al otro, tratando de decidirse si eran reales el uno frente al otro o solo era producto de la imaginación,  hasta que Ginger esbozó una débil sonrisa tras el respirador y extendió la mano con el dedal de pinza en el índice.

Sebastian rodeó la camilla hasta estar al lado de ella, se inclinó lentamente para depositar un beso en la frente de Ginger mientras ella cerraba los ojos y él le tomaba la mano.

Uno a uno entrelazó sus dedos con los de ella hasta que era difícil ver dónde empezaba una mano  y dónde terminaba la otra.

Sebastian recargó la barbilla en el barandal de la camilla y Ginger se ahogó una vez más en su felina y azul mirada. Sus ojos brillaban y estaban un poco enrojecidos como si se hubiera pasando la noche llorando. Aunque era difícil imaginarlo, le partió el corazón porque, después de todo había sido su culpa. Había sido su estupidez.

Él estiró una mano para retirarle un mechón de la frente.

—Me asustaste Gin —susurró absorto en su tarea de desenredar los mechones de cabello rebelde—. Nunca me había asustado tanto, ¿eres tonta o algo?

—Algo.

Sebastian la miró sorprendido de su respuesta y soltó una carcajada eliminando con eso la última gota de tensión que quedaba en su cuerpo.

Ginger sonreía al observarlo, pero la sonrisa se fue desvaneciendo gradualmente.

No recordaba nada de la noche anterior, pero sí recordaba lo sucedido una semana atrás.

Aunque le dijera a Sebastian un "lo siento" cada media hora de  los trescientos sesenta y cinco días del año por el resto de su vida, su autoestima no le permitiría perdonarse a sí misma por todos los disgustos que le había causado.

Soltó su mano y la cerró en puño sobre el colchón.

—Lo siento, lo siento muchísimo. De verdad lo siento...Perdóname por ser estúpida y no haberte escuchado antes —desvió la mirada a sus pies—. No necesitas que alguien como yo te complique más la vida cuando la mía ya es un desastre, por favor olvídame...

—Oye Gin...

Ella levantó una mano.

—No, no, no. Déjame terminar, por favor —dijo y antes de continuar tomó aire profundamente—. Soy fea.

Sebastian frunció el ceño sin comprender muy bien qué diantres tenía que ver una cosa con la otra.

—Estás chiflada, eres preciosa.

Ginger hizo caso omiso de sus palabras y continuó con la letanía.

—Mírame, soy plana y esquelética como un bambú masticado por los pandas y heredé los pechos de mi padre.

Sebastian luchó por reprimir una de sus escandalosas risas.

—Estás bien así.

—Vaya, qué consuelo, pero ni siquiera tengo amigos.

Él se ofendió, de nuevo lo dejaba pintado al no contarlo como amigo.

— ¡Claro que los tienes!

Ginger lo miró sarcástica.

—Sí, que olvidadiza soy, mira qué bonito, hasta los cuento con los dedos —agitó sus largos y esbeltos dedos frente a su cara— ¿Y cuántos me sobran? Diez.

Sebastian puso los ojos en blanco.

—Bien, ya capté el mensaje.

— Además... nadie me ama, no le gusto a nadie.

—Eso no es cierto. Yo sé de alguien a quien le gustas mucho.

— ¡Ja! Sí, como no ¿A quién?

Sebastian enderezó la espalda en su silla y miró el perfil de Ginger significativamente.

—A mí.

Ella volteó a verlo bruscamente.

Imposible, no podía ser cierto, pero sus ojos reflejaban la verdad, cuando miró dentro de esos dos pozos azules, supo que sus palabras eran sinceras. Su corazón gritaba a cada palpitar, eran terrenos totalmente desconocidos. Sabía lo que su mente admitía:

<< Me encantas. Quiéreme. Bésame. Enamórate de mí. Acércate. Necesítame. Elígeme de entre un billón de personas... >>

Pero sus labios estaban sellados, no sabía qué decir.

Las emociones se apelotonaban en su interior. Nunca había sido tan difícil sentir, pensar y decir al mismo tiempo.

— ¡Hora de un divertido lavado de estómago! —entró canturreando una regordeta enfermera empujando una silla de ruedas delante de ella.

Ginger soltó un gemido, producto del alivio y la decepción.

La enfermera, ajena al momento que había interrumpido, procedió en su eficiente tarea de instalar el suero en la silla de ruedas, desconectar a Ginger de los aparatos y ayudarla a bajar de la camilla.

Sebastian se levantó de su asiento y se apresuró a ayudar.

—Oh, no te molestes lindo, yo puedo.

—No es molestia, créame —enredó los brazos de Ginger en su cuello y la levantó en brazos.

Una sensación distinta los embargó cuando se tocaron. La atmósfera cambió de golpe y Sebastian se quedó inmóvil con el extraño oleaje de sensaciones que implicaba la cercanía de Ginger. Ella también se tensó, pero ninguno dijo nada y se cuidaron de no verse directamente a los ojos.

Sebastian la depositó con cuidado en la silla de ruedas y fue inevitable sonreírle cuando él se enderezó y sus ojos azules se cruzaron con los verdes de ella.

La sonrisa perduró mucho después de que la enfermera saliera empujando la silla de Ginger y cerrara la puerta. Pero el calor corporal de ella impregnado en el cuerpo de él le hizo imposible pensar en otra cosa por el resto del día.

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