Lo que todo gato quiere

By ingridvherrera

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Sinopsis: ¿Chicos guapos que se convierten en vampiros? Vamos, ¡eso ya paso de moda! Además, realmente, no cr... More

¡De regreso en Wattpad por tiempo indefinido!
Dedicatoria
Agradecimientos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Datos curiosos
Dónde comprar el libro
Fanart y obsequios multimedia
Fanart y obsequios II

Capítulo 5

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By ingridvherrera

Ginger se levantó modorra y cuando puso un pie en la alfombra del lado izquierdo de la cama sintió que pisaba una mano.

Todavía no se acostumbraba a la presencia de Sebastian en su habitación.

Llevaba durmiendo dos noches en el suelo sobre mantas y muñecos de peluche gigantes que lo rodeaban, como custodiando su sueño.

Él dio un respingo que le hizo sorber el hilo de saliva que se escurría sobre una jirafa azul y despertó cuando sintió el machucón en los dedos.

—Lo siento —murmuró Ginger con el acento arrastrado de los que están atrapados entre el mundo de los sueños y la realidad.

Sebastian se estiró arqueando la espalda como un gato, bostezó y miró alrededor.

—¿A dónde vas? —preguntó en medio de un largo y profundo bostezo.

—Escuela.

Se incorporó apoyándose en los codos y la observó murmurar cosas, tambalearse, golpearse el dedo meñique del pie con una silla y darse un cabezazo con la puerta antes de que pudiera abrirla y salir arrastrando los pies. Extremadamente amodorrada.

Santo Dios, esperaba que no se cayera de las escaleras al bajar.

Aprovechó que Ginger no estaba para arrojarse a su suave y enorme cama. Dio un par de vueltas en el colchón sobre sí mismo, una hacia la derecha y otra de regreso. Enterró la cara en la mullida almohada y aspiró profundamente su aroma.

El aroma de Ginger. Era un olor entre floral y aceites para bebés tan embriagador que enterró la nariz profundamente hasta provocarse un estornudo. Se puso en pie y buscó su ropa (la del padre de Ginger en realidad) en el suelo. Se embutió los jeans y le pareció que le apretaban un poco en los muslos y el trasero. Una de dos, o el padre de Ginger tenía la complexión de un enano de Blanca Nieves o tenía el trasero tan plano como una tabla.

Bueno, el suyo no lo podía esconder de las miradas golosas de las mujeres así que le terminaba dando igual. Se metió la camiseta polo azul por encima de la cabeza y se calzó los zapatos italianos (de nuevo del padre de Ginger) que, por razones milagrosas le quedaron a la medida.

Cuando Ginger entró en la habitación atareada, pulcramente peinada con su trenza francesa a un lado, sus gafas, un sencillo vestido azul marino a mitad de la rodilla y la mochila al hombro, se quedó absorta al ver a Sebastian y le costaba imaginarse que hubiera algo visualmente más fabuloso que él.

Lo más destacable era la maravillosa forma en que le quedaba el pantalón de su padre y el negro cabello medio alborotado que le caía sobre la frente.

Cuando él le sonrió, se aceleró su corriente sanguínea y se palpó la nariz para cerciorarse de que no le escurriera sangre.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó él.

«Sí, ¡sí! A donde quieras».

—Pero, no vas a mi escuela.

—¿Y a cuál vas tú?

—Dancey High.

—Perfecto —caminó hacia la puerta para abrirla—, ahí también voy... o iba más bien.

—¿¡Qué!? —Ginger abrió y cerró la boca como un pez aspirando plancton— Cómo... ¿Cómo es que nunca te vi? —alargó la mano y le volvió a cerrar la puerta.

—Ya te lo dije, llovía mucho. Ahora, si me disculpas —abrió la puerta—, tengo un semestre que recuperar. El año pasado me hubiera graduado de no ser por mi problemita. Ginger cerró la puerta de nuevo.

—¡No!

—¿No?

—Mis padres están abajo.

Sebastian se encogió de hombros.

—Oh, no hay problema —caminó hasta el ventanal, descorrió las cortinas y levantó el cristal hacia arriba para encaramarse al filo del alféizar exterior.

—¡No! ¿Qué vas a hacer? Sebas...

Levantó una mano como para impedirlo, pero él saltó de improviso desde el segundo piso hasta el suelo donde cayó limpiamente sobre los pies y las rodillas flexionadas, apenas con un sonido sordo. Tal cual un gato.

—...tián.

Ginger se encaramó hacia la ventana tan bruscamente que el alféizar se le enterró en el estómago y miró hacia abajo cuando Sebastin miraba hacia arriba y extendía los brazos.

—Salta, yo te atrapo—dijo divertido con una sonrisa burlona.

—Estás loco, yo soy una persona decente que está en su propia casa, no en un reclusorio.

Cerró la ventana y salió por la puerta principal como la persona decente que era en su propia casa.

Pensar en la expresión que el operado y plástico rostro de Keyra Stevens pondría cuando viera a una inadaptada nerd empedernida y sin vida social alguna que respaldara a Ginger, con un tipo como Sebastin, la llenaba de un ego que jamás pensó que llegaría a tener ni aunque se lo inyectaran.

Cruzaron el estacionamiento de la escuela a pie y Ginger notaba las miradas curiosas y fascinadas absorbiéndolos.

Volteó a ver a sus admiradoras, pero claro, como era costumbre ni la notaban.

Las chicas miraban directo hacia Sebastian.

Solo a Sebastian.

Para ellas Ginger era como un mosquito que solo le rondaba por la cabeza, por lo tanto, ni se molestaban en verla.

Eso la embargó de familiar decepción, pero Sebastian pegó su brazo al de ella y se llenó de nueva esperanza.

Subieron las escalinatas principales envueltos en una brisa de murmullos «¿quién es ese?», «pero que retaguardia tan... bien formada», «¿por qué está con esa?».

Se internaron en el barullo del pasillo con la estampa típica de Dancey High: los más grandes masacran a los más pequeños. Era simple Ley de Selección Natural. Y Ginger pertenecía al grupo de los Pequeños Masacrados, hurra.

Brandon Winterbourne, un tipo muy fornido, con cuello de toro, cuerpo de gorila abusivo, delantero de campo del equipo escolar de rugby, y obvio novio de Keyra Stevens, se encontraba con su liga de súper villanos (que qué casualidad, eran los demás miembros del equipo) amedrentando a un chico de penoso aspecto debilucho con brackets de esos que se sostienen en la cabeza por fuera de la boca. Ginger se tensó y apretó sus libros contra el pecho cuando pasaron junto a ellos.

—Camina, no los mires a los ojos.

Cuando los dejaron atrás se escuchó el alarido del chico al que despidieron con un calzón chino.

—¡Miren! ¡Son de su abuela! —gritó Brandon levantando las trusas como si fuera la copa de la liga.

—Mi abuela murió —chilló el chico con mueca de sufrimiento.

—Dios mío... —murmuró Sebastian caminando de espaldas para ver el espectáculo.

Ginger lo tomó del brazo y lo hizo girarse para que caminara mirando hacia adelante.

—Es así todos los días, no te sorprendas. Pobre Edmund, no podrá sentarse en un mes.

Llegaron al casillero de Ginger. Sebastian, con el brazo recargado en el casillero de al lado observó la manera en la que los delgados y elegantes dedos de ella giraban el candado con la combinación y se abría con un débil chirrido del metal.

Le llamaba la atención que ni el exterior de su casillero ni el interior estaban personalizados como los demás. Ni una calcomanía, ni un altar a la foto de algún artista sin camisa de mirada seductora, ni cartas de amor en las rendijas, ni nada. Solo lo estrictamente necesario: el horario marcado con colores pegado al interior de la puerta y los libros acomodados por tamaños.

Ginger era diferente. Ginger era especial. Ginger era Ginger. Y le gustaba. Empujó el puente de sus lentes hacia arriba y sacó unos pesados libros de álgebra y francés.

—Oigan, chicos, ahí está Escorpi. Vamos a saludarla.

Brandon se acercó con esa maldita sonrisa bravucona y torcida en su rostro y justo cuando Ginger levantó la vista él, azotó sin miramientos la puerta del casillero contra la cara de ella, enchuecándole los lentes y tirándole los libros a los pies.

A Sebastin le hervía la cabeza.

Tuvo que cerrar los puños para no reaccionar violento cuando Brandon y sus amigos pasaron de largo riéndose, mofándose y chocando las palmas.

Bajó la vista y encontró a Ginger de rodillas mientras levantaba sus libros torpemente; cuando había recogido la mayoría, se le volvieron a escurrir de los brazos y soltó un gemido de frustración.

Sebastian se llenó de una ternura que no cabía en él. Se puso de rodillas frente a ella y rejuntó todos sus libros eficazmente, luego acercó una mano y levantó la barbilla de Ginger con un dedo obligándola a mirarlo.

—Ginger, estás... ¡Te sangra la nariz! —la cara de Sebastian era de pura preocupación.

Ella se levantó bruscamente y sacó de su casillero un pequeño espejo de mano en forma de corazón. El hilillo de sangre descendía lentamente sobre su labio superior.

—Ginger yo... ellos... —estaba tan enfurecido que no podía hilar sus pensamientos— No puedo creer que sean así y menos contigo —lanzó una mirada al pasillo por donde se habían alejado—. Bastardos.

—No te preocupes —se apresuró a sacar una cajita de pañuelos desechables y presionó su nariz inclinando la cabeza hacia arriba —. En serio, no ha sido nada.

—¿Qué no ha sido nada? —exclamó fuera de sí— Júrame que no es así todos los días.

Ginger no contestó, cerró su casillero y comenzó a caminar cuando la campana sonó y posteriormente el pasillo se saturó del sonido metálico de los casilleros cerrándose.

—Ginger, mírame y júramelo.

Ella no lo miró. No quería hacerlo. Rehuía su mirada porque los ojos se le comenzaban a poner llorosos y le quemaban.

A Sebastian no le pasó desapercibido.

—Ginger... —dijo en un tono increíblemente más suave y tranquilizador.

—Es por el golpe, nada más —metió la punta de los dedos tras sus gafas y barrió sus lágrimas dejando un húmedo rastro tras de sí.

Sebastian no insistió en el tema, pero juró en silencio que la próxima vez no se quedaría de brazos cruzados.

La vio llegar a su salón y detenerse en la puerta para voltear y despedirse de él agitando la mano, componiendo una sonrisa que le pareció triste.

Sebastian entró en su antiguo salón de literatura con algo de retraso. La señorita Brooks ya no estaba al frente de la clase como él recordaba; en cambio estaba otra maestra mucho más vieja que lo miró inquisitivamente cuando se paró en la puerta. La maestra enarcó una ceja por encima de sus gafas con cordones en las patillas y dejó de escribir en el pizarrón.

—¿Y usted es...?

Toda la clase (especialmente las señoritas) dejaron lo que estaban haciendo y levantaron las cabezas posando sus miradas en el flamante recién llegado. El silencio era tan letal que podía cortar un papel en dos si lo lanzaban al aire.

La voz de Sebastian sonó como un trueno en medio del silencio.

—Sebastian... —vaciló un momento tratando de recordar el apellido adoptivo que le había dado la señora Lovett— Sebastian Blake —al final lo recordó, era el apellido del fallecido hijo de la señora Lovett.

La maestra enarcó la otra ceja y buscó en la lista de asistencia, mientras su dedo descendía sobre los nombres.

—No está en la lista, señor Blake.

Sebastian se encogió de hombros.

—Seguramente no, falté muchos días así que debo estar dado de baja pero la dirección debe tener mi registro.

La maestra hizo un mohín y caminó hacia la puerta.

—Iré a comprobar eso. Y ustedes —miró letalmente a los alumnos— terminen el ejercicio de la página 129.

Al cerrarse la puerta se hizo todo menos obedecer.

Sebastian fue presa de preguntas de todo tipo y arrimones de las chicas por la siguiente media hora. Recordó por qué nunca se había acostumbrado a la escuela.

Al término del día, todo Dancey High salió como una estampida por las dobles puertas de la entrada, infestando la escalinata, la parte trasera del contenedor de basura (en el caso de los chicos emo para fumar y dar gracias por su soledad), el estacionamiento y la zona de autobuses escolares.

Sebastian estaba recargado sobre el rugoso tronco de un pino, mirando todas las caras que salían. Cuando vio a Ginger, con su caminar inseguro, los libros abrazados al pecho y la mirada medio baja, sonrió. Sacó una mano del bolsillo del pantalón y la levantó esperando a que ella lo viera. Y lo hizo.

Cuando ella se acercó, le sonrió y él se ofreció a llevarle la mochila y parte de los libros.

—¿Nos vamos? Ginger asintió, no podía ser cierto. Seguía siendo demasiado bueno para ser verdad.

Cuando vio a Sebastian ahí esperándola.

A ella.

Precisamente a ella.

El sol salió para Ginger.

Cuando comenzaron a andar, una chica se «topó» «accidentalmente» con el hombro de Sebastian.

—Ay, lo siento tanto.

Ambos voltearon y vieron a una chica deslumbrante: cabello negro azabache y ojos azul zafiro maquillados como por un profesional; de cuerpo bastante escultural gracias a la gimnasia y pechos grandes gracias al silicón.

Sí, tenía que ser Keyra Stevens. La Megan Fox clonada.

—No hay problema...

—Ay, no, no, no. Qué terrible, te debe doler —compuso una magnífica expresión preocupada y le sobó el brazo con bastante ahínco...no, que va, más bien se lo estaba explorando—. Soy Keyra; capitana de las porristas, así que es natural que ya hayas oído hablar de mí, mucho gusto —se presentó repentinamente y sonrió.

—Ah. Emm... soy Sebastian...

Ginger, totalmente ignorada, frunció el ceño y tosió con toda la intención. Keyra reparó en su presencia con un mohín de repulsión.

—Cielos, Escorpi, aléjate. No me vayas a contagiar tus virus —se rio y le dio un golpecito coqueto al pecho de Sebastian—. Ay, discúlpala, es tan tonta.

A él no le hizo ninguna gracia esa chica, ni siquiera le dio buena espina en cuanto la vio.

—Se llama Ginger —dijo apartándose de los tentáculos de Keyra.

La Megan Fox clonada se ofendió en silencio por el hecho de que él se tomara la molestia de defender a la inepta pelirroja, sin embargo compuso la sonrisa del millón.

—Ginger, Escorpi, es lo mismo, ¿no lo sabías? —volvió a reírse tontamente, como quitándole importancia—. Seguro que no, verás, es nuestra fiel mascota en el equipo de rugby —dijo ella en un claro intento por desprestigiarla de las atenciones de Sebastian.

Ginger enrojeció y agachó la cabeza.

¿Cómo era posible que todos acabaran con ella de esa manera?

¿Cómo es que una persona tan dulce y buena como ella lo soportaba sin decir una sola palabra de queja?

Sebastian apoyó una mano en el hombro de Ginger instándola a caminar y le dieron la espalda a Keyra, quien no lo pudo soportar, claro. Se autoproclamaba la prototípica eminencia escolar y darle la espalda a ella era como darle la espalda a la Reina Isabel. No había quién se resistiera a ella, no estaba acostumbrada a ver la espalda de nadie y por eso tenía que hacer algo para que ese chico tan bueno se fijara en ella y de paso quitar de en medio al bicho raro de Escorpi.

Se le ocurrió una idea, pero no le gustaba mucho. Situaciones extremas requerían acciones extremas.

Le dio alcance al dúo y se plantó frente a ellos.

—Oye Ginger —dijo, con la atención en Sebastian—, este viernes daré una fiesta en mi casa y —la miró de arriba a abajo despectivamente—... estás invitada —tuvo que hacer un esfuerzo extra para decir eso.

Ginger no lo podía creer ¿había escuchado bien? ¿Tenía un cacahuate en la oreja o era posible que pasaran tantas cosas buenas en un solo día?

Su rostro se iluminó de alegría.

—¡Gracias, ahí estaré!

—Genial —Keyra dirigió una mirada tentativa a Sebastian—. Ah y... trae a tu amigo— soltó y se fue meneando el trasero al caminar.

De camino a casa, Sebastian notó a Ginger muy risueña. Era muy bonita, pero en especial más cuando sonreía. Y odiaba ser aguafiestas, pero tenía que decirle:

—Oye, no estarás pensando en ir a esa fiesta, ¿verdad?

Ella lo miró como si hubiera dicho la palabrota más ofensiva del mundo.

—¿Estás loco? ¡Claro que voy a ir! No me la perdería ni aunque estuviera en medio de una operación de amígdalas.

—En serio, Gin, ¿por qué no nos quedamos en casa y vemos una película juntos o me enseñas algo de álgebra? —se rascó la cabeza—. Siempre la llevo algo baja.

A Ginger le pareció de lo más tierno que quisiera pasar el día con ella en vez de ir a la fiesta.

Dios, estaba muy tentada a aceptar...pero era la fiesta de Keyra, y la había invitado a ella. Una oportunidad así no se repetiría en otra vida.

—Pero, a ti también te invitaron así que... estarías conmigo.

Sebastian no era capaz de comprender por qué alguien tan inteligente como Ginger podía ser tan ingenua cuando de gente se trataba. Estaba clarísimo para cualquiera que hubiera sido testigo que, la invitación estaba hecha implícitamente solo para Sebastian. Ginger era como el pase desechable después de pasar por la puerta.

—Yo no pienso ir.

Eso fue un golpe bajo.

—¿Por qué eres tan amargado? —dijo tratando de no sonar tan a la defensiva.

—No es eso, es que Keyra... no me agrada.

—Ni la conoces.

—No, no la conozco y eso es lo que me da más miedo. No la conozco y ya sé que solo te invita para humillarte. No quiero que te sigan tratando así, Ginger, date tu lugar— sí, ya se sentía como su padre hablándole así.

Silencio.

Algunos pasos después, Sebastian miró a su lado y se dio cuenta de que Ginger ya no lo seguía.

Estaba parada más atrás, muy tensa y con el ceño fruncido.

—¿No crees que me invite solo por el simple hecho de que quiera que esté ahí?

Él se acercó.

—Ginger, no...

Ella se apartó.

—No, no, no. Respóndeme ¿Tan idiota crees que soy? ¿Crees que no me daría cuenta de algo así? Deja de subestimarme y no vuelvas a decirme con quien me tengo que juntar y con quien no, apenas me conoces como para que te tomes esa confianza conmigo.

Sebastian trató de controlarse, pero al final no pudo y el tono de voz le salió más alto del que quería expresar.

—No entiendo por qué la defiendes. Apuesto a que ni siquiera te habla. Apuesto que es esa clase de chica que te ha de tratar igual o peor que esos jugadores cretinos; no sabe ni siquiera tu nombre y te menosprecia... —tuvo que detenerse cuando sintió que había cruzado la línea. Bajó la intensidad de su voz hasta sonar cansado— y aun así lo permites sin el menor intento de demostrarles cuánto vales.

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