Cuando la muerte desapareció

By onrobu

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¿Qué harías si, durante una maratón de películas de terror con tus amigos, empiezas a escuchar ruidos en la p... More

Prólogo
PRIMERA PARTE: Una pieza clave en el juego
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
SEGUNDA PARTE: Búsqueda y huida
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
TERCERA PARTE: Las marcas que deja en la mente
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
CUARTA PARTE: La muerte
Capítulo 48 (I)
Capítulo 48 (II)
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52

Capítulo 27

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By onrobu

Las velas eran la única fuente de iluminación durante la pesada oscuridad de la noche. Sumían el salón de la granja en un ambiente tenebroso lleno de sombras oscilantes, pero a la vez cálido debido al color anaranjado de las llamas bailarinas. Le había costado acostumbrarse a ello y no girarse a cada movimiento que veía de reojo, a cada crujir de la madera y silbido del viento que se colaba entre la madera.

Asia estaba sentada en el suelo delante de un libro abierto. Todo el salón estaba cubierto de ellos: era incapaz de pasar las páginas, por lo que cuando Naia y Áleix se iban a dormir, le dejaban gran cantidad de tomos abiertos para que pudiera ir leyéndolos. Era extraño solo poder acceder a un par de páginas de decenas de volúmenes diferentes, pero era la mejor opción que habían encontrado.

Asia no podía dormir. Los fantasmas eran incapaces de hacerlo. Y las noches eran muy largas. Puede que leer una sola página de cada libro no fuese la mejor manera de aprovechar el tiempo, pero tenía que matarlo de alguna forma y no habían encontrado otra opción mejor. Vagar como había hecho antes de encontrar a Isaac no era una opción. Se le encogió el corazón al pensar en él. Sentía una presión en el pecho difícil de describir y eso la llenaba de preocupación y aumentaba todavía más la inquietud y la confusión de su mente y corazón.

Pasó al siguiente libro.

Cuando se le acababan las páginas abiertas o las palabras se le mezclaban a la vista se había acostumbrado a salir a conversar con las otras almas que rondaban el exterior de la granja. Ellas tampoco podían dormir y deambulaban alrededor de la granja, incapaces de acceder a ella, pero vencidas por la fuerza que las había atraído hacia ese punto en concreto. La mayoría no se habían resistido y habían acabado quedándose allí; algunas vagaban en compañía, otras lo hacían solas. Aquellas que habían muerto tiempo atrás simplemente se habían quedado plantadas en el límite con la mirada perdida en la lejanía

La mayoría no mostraban señal alguna que evidenciase la causa de su muerte, otras acarreaban grandes heridas.

Encontraba especial consuelo en un hombre mayor que había muerto recientemente. En parte le recordaba a su padre y en parte al abuelo que nunca había tenido. Cuando se cansaba de los libros salía a verlo y paseaban por el prado rememorando historias. Ambos habían pasado mucho tiempo en el hospital, ambos habían dejado su tierra natal y sus costumbres y se habían visto abocados a una nueva manera de hacer. Y, además, el hombre explicaba muy buenas historias.

Una vez acabada la página se levantó de su lugar en el suelo y revisó con la mirada los distintos libros. Los había leído todos.

Un suspiro se escapó de entre sus labios.

Cuando había tenido buenas épocas entre ingresos o complicaciones, el hecho de dormir la había fastidiado un montón. Tener que descansar en vez de aprovechar el tiempo del que disponía la exasperaba. Ya descansaba lo suficiente en el hospital. Cuando estaba en casa, cuando podía ir al cine, salir a pasear o quedar con sus amigas, dormir parecía un sacrilegio.

Ahora había entendido que tan importante era. Que largos se hacían los días, las semanas y los meses, cuando uno no podía evadirse por unas horas. Cuando la vida era un devenir continuo de la consciencia y la noche una continuación del día. Y cuando, además, no podía hacer nada en ella más que deambular sin rumbo fijo con el miedo escrito en el cuerpo. ¿En qué se convertiría si no descubrían qué estaba pasando? ¿Qué pasaría cuando lo hicieran? ¿Podrían arreglarlo? ¿Y qué pasaría entonces? ¿Qué pasaría cuando finalmente pudiese dejar el plano mortal atrás? ¿Lo haría? ¿Se atrevería? ¿Qué pasaría con su padre? ¿Con Áleix y Naia? Con Isaac.

Odiaba la noche. Odiaba la soledad que comportaba. El miedo. La angustia.

Esquivó con rapidez los distintos libros hasta traspasar la sala y llegar a la puerta de entrada para salir de allí tan rápido como fuera posible. A ambos lados había unos pilares con velas encima.

Observó con atención su ondulación, su danza, su indiferencia, y no pudo contenerse. Sopló en su dirección. Y la vela se apagó.

El asombro se dibujó en su rostro. ¿Acababa de apagar una vela? ¿Era eso posible? No... con el corazón encogido giró hasta el otro pedestal. Y sopló. La llama siguió danzando, impasible. ¿Habían sido imaginaciones suyas cómo lo había sido el rozar la piel de Isaac tras el enfrentamiento con el demonio? ¿Se estaba volviendo loca? Perdiendo lentamente su raciocinio hasta que llegara el punto de no ser más que un mero recuerdo de lo que había sido.

Abandonó la granja a toda velocidad como si sus problemas se fueran a quedarse a atrás.

Como si tarde o temprano no fuese a dejar de ser ella.



Empezaba a amanecer, cuando, ya mucho más calmada, volvió a adentrarse en la granja. Y entonces reparó en los libros, o en la falta de ellos.

Los tomos que habían decorado el suelo, y prácticamente todas las superficies disponibles, se encontraban apilados al lado de la chimenea. Solo quedaba uno encima de la mesa, cerrado.

No recordaba haberlo visto antes.

Se acercó hasta él. No tenía título gravado en el cuero negro ya viejo en el que estaba encuadernado. Seguramente lo tendría en la primera página, pero ella no podía comprobarlo.

Echó una mirada a la habitación, estaba sola.

—¿Naia? ¿Áleix? —No hubo respuesta—. ¿Isaac? —Silencio. Pero ¿por qué le habían dejado un libro que no podía abrir encima de la mesa sin decirle nada? ¿O simplemente lo habían dejado allí sin que fuera expresamente para ella? No tenía demasiado sentido... en plena noche era la única que estaba despierta.

La madera del techo crujió y toda su piel se erizó. No pudo contenerse: se giró y comprobó que no hubiera nadie detrás. No lo había.

Se sentía observada, nerviosa. Que muchas de las velas se hubieran apagado a pesar de que el sol todavía no iluminaba el cielo no ayudaban a hacer la situación menos espeluznante.

Echó un nuevo vistazo a la habitación para acercarse después hasta el pasillo y escuchar atentamente. Ningún sonido llegó a sus orejas. ¿Qué hacía?

Sus ojos volvieron inconscientemente hasta el pequeño tomo que descansaba en la mesa, inofensivo. Misterioso.

Tenía que esperar a que alguien se despertase para poder descubrir qué había en él, pero a la vez... Necesitaba saber qué contenía. Quien de ellos lo había dejado allí sin decir nada y por qué. Era... Era importante.

Le echó un último vistazo antes de internarse en el pasillo y avanzar hasta la habitación que Naia se había adueñado. Paró delante, indecisa. No era tan temprano, faltaba poco para que se despertasen se dijo.

—Naia. Naia. —Se escuchó diciendo. Era su equivalente a llamar a la puerta—. ¿Puedo pasar?

Un gruñido fue la respuesta que necesitó.

Asia se concentró y se materializó dentro del dormitorio. Era sumamente molesto traspasar objetos: como si una mano fría le recorriera todos los resquicios de su cuerpo, cada fibra de su ser tan interna como externa. Lo evitaba tanto como le era posible, y todavía más ahora que empezaba a dominar eso de desaparecer y aparecer dónde le daba la gana.

Todavía tendida en la cama, Naia la observó con el ceño fruncido ante la tenue luz del amanecer que empezaba a colarse por la ventana. Se tapaba con la manta para protegerse del frío gélido y húmedo de las mañanas. Debajo solo usaba el camisón blanco de hilo natural que le había prestado Idara el primer día y una especie de turbante para protegerse las trencitas que había improvisado con retazos de tela.

Elevó las cejas a la espera del motivo de la interrupción de sus sueños.

—Esto... necesito tus manos.

La chica le dedicó un asentimiento adormilado y empezó a salir de la cama con movimientos pesados. Asia se materializó de nuevo delante del libro para dejarle cierta intimidad.

Lo contempló desde todos los ángulos posibles. A pesar de tener las esquinas gastadas, unas páginas amarillentas y una importante capa de polvo en el canto superior se veía bastante bien conservado, pero lo que le estaba carcomiendo la curiosidad era la falta de cualquier tipo de información en él.

No había autor, título o símbolo alguno, cosa que podría ser normal si tuviera algún tipo de decoración, que no era el caso.

Y, además, era pequeño. La mayoría de los tomos que habían estado consultando tenían una medida considerable. Ese no, era pequeño, comedido. Parecía más un cuaderno que un libro un sí. Habían encontrado varios en las estanterías de Idara.

Seguía con el ojo puesto encima de él cuando escuchó las pisadas de Naia detrás suyo. Esta estaba suficientemente dormida para no reparar en la absencia de libros por el suelo. No fue hasta que llegó a la mesa y vio un único volumen que notó que todos ellos estaban perfectamente apilados a un lado.

—¿Cómo...? —Examinó el espacio con curiosidad—. ¿Áleix? ¿Isaac? —Normalmente tenía que pelearse con Áleix para que le ayudara a recogerlos. Que los hubiera ordenado Isaac también parecía improbable.

» ¿Idara? —añadió poco después con escepticismo. Era todavía menos factible que la bruja hubiera ordenado su desorden. Parecía evitar las tareas domésticas tanto como podía, más todavía las de ellos.

Asia se encogió de hombros.

—Áleix está durmiendo, a Idara no la veo desde hace un par de días y a Isaac desde ayer por la tarde.

La chica le quitó hierro con un movimiento de cabeza y tras un bostezo importante abrió el libro. La primera página estaba en blanco.

No le dio importancia, pasó a la siguiente.

Un símbolo desconocido dibujado a tinta ocupaba el centro de la hoja. Había dos líneas paralelas seguido de una especie de curvatura similar a una serpiente. Una tercera línea cruzaba las distintas olas de las vueltas, así como la segunda línea recta. El conjunto formaba la forma de un diamante muy alargado. [Os dejo el símbolo al final del capítulo].

Compartieron una mirada intrigada y Naia volvió a pasar la página.

—¡Está en latín! —se lamentó al ver el texto de letra refinada escrita a mano que lo ocupaba. Cerró el libro con ímpetu—. Primero necesito cafeína. Mucha.

Pero hacer café sin Idara era todo un drama. Tuvo que pelearse para encender un fuego, luego vino esperar a que este tomara suficiente fuerza, que el agua hirviera dentro de la olla maciza y posteriormente agregarle el café molido que había conseguido Idara siguiendo sus instrucciones. Tampoco tenía un colador suficientemente fino, así que se había adueñado de un trozo de tela y salía lo que salía.

Qué práctica que era una cafetera. Y qué rápida. Tardó media hora en preparar un café decadente. Por suerte sí que tenía azúcar y leche, pero nada de leche condensada, chocolate o caramelo. Y todo el rato con la mirada de Asia taladrándole la nuca.

Mataría por un trozo de chocolate.

Soltó un suspiro mientras volvía a tomar asiento en la mesa. Dejó el café humeante a su lado y se dispuso a enfrentarse al libro. El traductor en mano era la mejor arma para la batalla.

Fue en vano.

Tras varios intentos fallidos donde salían frases totalmente incoherentes empezaron a contemplar la posibilidad de que fuera alguna variación de la lengua.

Áleix aparecía poco después.

—¡Buenos días...! —exclamó como hábito sin prestarles atención metiéndose directamente en la cocina—. ¡Uy! ¡Café! Qué bien...

Salió poco después con una taza todavía caliente.

—¿Qué miráis? —preguntó ocupando la silla del lado de Naia.

Mientras que el chico ya se encontraba vestido con la ropa que había estado llevando desde la detención en comisaría y que había tenido que lavar ya varias veces, al haber sido despertada de repente, Naia solo se había puesto una chaqueta encima el camisón. Su pelo seguía tapado por el invento de las telas, y sus pies cubiertos por el conjunto de calcetines que había estado usando como zapatillas.

Le era completamente igual, Áleix la había visto multitud de veces con pijama. Y también durante la fase medio gótica que trataba de olvidar.

—¿Latín? Mira que hay libros... —murmuró. Sacó el móvil y lo acercó al sensor de su brazo para comprobar sus niveles de glucosa en sangre. Asintió para sí mismo antes de empezar a tomarse el café.

—¿No lo has dejado tu? —le preguntó Asia mientras tanto.

—¿Yo? ¿En latín? ¿Por qué iba a dejarlo yo?

—Entonces ¿Isaac o Idara? —propuso Naia observando a Asia.

—¿Eh? —El chico les dedicó una gran sonrisa de cejas alzadas esperando una explicación.

—No hay mucho que contar. Ayer por la noche, no sé qué hora debía ser... tarde. Bueno... salí a hablar con Thien y al volver esta mañana todos los libros estaban recogidos y había este en la mesa.

—Pues Isaac no ha sido. Desde ayer por la tarde no lo he visto, y puede que haya estado en el salón esta noche, pero en su habitación no ha entrado. —Se encogió de hombros—. Porque yo he estado durmiendo en ella.

» Su cama es mucho más cómoda que la mía. ¿Por qué siempre pringo yo? ¡En las pijamadas siempre acababa en el suelo mientras vosotros os quedabais con los colchones hinchables!

Naia rodó los ojos ante el comentario de Áleix pero sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa. Por el contrario, las facciones de Asia se tiñeron de preocupación. La chica lo notó.

—Debe estar en estado meditativo perdido en el bosque. No te preocupes. A veces le da el rollito este.

Asia le dedicó una sonrisa tensa.

Poco después Áleix volvió a internarse en la cocina. Salió poco después enfurruñado delante de una manzana.

—¡Te has comido todo el pan que quedaba! —le recriminó a Naia.

Nop. Demasiado duro para ser comestible.

El chico miró a Asia.

—Al menos sabemos que se está alimentando.

No tardaron en abandonar el libro para sumergirse en otros en su propia lengua, cada vez más desmotivados ante las numerosas incoherencias y falta de información que encontraban.

Habían leído que la muerte era personificada por un ángel, por Átropos (hecho que Alma había desmentido), por la Parca (desmentido por una), por deidades malignas o que simplemente ocurría. Habían encontrado menciones de cómo las parcas acompañaban las almas, de como estás iban directas sin ayuda o teorías que defendían que no existía un alma como tal.

Habían encontrado mitos griegos, nórdicos, cristianos, musulmanes y judíos. Habían encontrado leyendas hindús, otras que no encajaban en ninguna religión concreta y tomos que buscaban aproximaciones más científicas.

¿Cómo iban a descubrir las verdades de la vida y la muerte cuando desde tantos lados se afirmaba tener la verdad? Cuando podía ser una mezcla de ellas. O de ninguna.

No habían encontrado nada.


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